Susana Cordero

Por Rodrigo Villacís Molina

Fotos: Juan Reyes

Los académicos son gente importante; serlo significa haber alcanzado un grado notable de conocimientos en el área respectiva; haberse distinguido en ciencias, historia, lengua. Claro que, en este último caso, las puertas de la Academia se abren, por una parte, a lingüistas, gramáticos o lexicógrafos y a especialistas en algún tema, el mar, por ejemplo, y de otro, a quienes han hecho un valioso aporte al español con su obra literaria. Pero se ingresa, como miembro correspondiente, por invitación. Después se puede ascender, por elección y si el candidato reside en Quito, a miembro de número; esto, teóricamente, cuando queda vacante uno de los sillones (señalados con las letras del alfabeto), por la muerte de su titular; aunque recientemente el poeta Julio Pazos Barrera accedió al sillón de la letra S, que nunca había sido ocupado. De hecho, en el Ecuador, la Academia tiene sillones vacíos, mientras en España están llenos, y han comenzado, por eso, con las letras minúsculas.

Hace poco dejó de existir el director de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Renán Flores Jaramillo, y en marzo fue sustituido, de acuerdo con los estatutos, por quien ejercía la subdirección; esto es, la doctora Susana Cordero (Cuenca, 1941; casada con Alfredo Espinosa; madre de Pedro José, Alfredo, Bernardo, Susana y Amelia, todos profesionales). Ella es la primera mujer en el país que toma ese lugar. De hecho, en el ámbito de la lengua española, con 22 academias, hay muy pocos casos similares; pero ni siquiera hay muchas académicas de la lengua. Y se recuerda que la misma Real Academia Española, la matriz, no admitió sino muy tarde al sexo femenino en sus ilustres dominios. Porque hasta, en el colmo de esa aberración, se le cerraron las puertas a doña María Moliner, cuyo Diccionario de uso del español es consultado con respeto por los propios académicos. Lo mismo ocurrió mucho antes con doña Emilia Pardo Bazán y ocurre hoy con Adela Cortina, por ejemplo, ambas, personalidades notables, en el campo de las letras la primera, y de la lengua, la segunda. La primera mujer que ingresó a la Real Academia Española de la Lengua fue Carmen Conde, recién en 1979. Ahora hay cinco o seis, entre 48 académicos.

Por eso, y porque Rubén Darío dijo: “¡De las academias, líbranos Señor!” —no lo dijo de las académicas—, fui a ver a Susana en las inadecuadas oficinas del incómodo inmueble que ocupa la Academia Ecuatoriana de la Lengua, en la Roca y Tamayo. Ella, ante mi observación, me recordó que la verdadera sede se halla en la plaza de La Merced. Y añade que la restauración de ese hermoso caserón está en marcha, aunque ha demorado mucho; pero que concluirá, quizás, a mediados del presente año.

—Susana, la posición que acabas de alcanzar es algo fuera de lo común, y me parece que abona el legítimo “empoderamiento” de las féminas en la sociedad; si me perdonas el feo neologismo.

—Ciertamente, es algo fuera de común, y es un honor muy alto para mí, al mismo tiempo que una enorme responsabilidad. Por fortuna, fue elegido subdirector Hernán Rodríguez Castelo, quien va a ser para mí una ayuda inapreciable. Como tú sabes, yo ejercía ese cargo y, en consecuencia, me correspondía subrogar al director Renán Flores por su fallecimiento. En cuanto al neologismo, pase…

—Más responsabilidad y, desde luego, más trabajo…

—Así es. Pues a pesar de que desde el año 2000, cuando fui delegada por el doctor Carlos Joaquín Córdova, entonces director de la Academia, para tratar sobre la elaboración del Diccionario panhispánico de dudas, trabajé algunos años sola y luego con los becarios que nos asignó la Agencia Española de Cooperación Internacional; pero otra cosa, como te darás cuenta, es la responsabilidad de dirigir, de aunar voluntades.

—El hecho de tu presidencia es en cierto modo, digamos, un ligero golpe al machismo, o uno más, ¿no crees?

—No me gusta la palabra, pero es obvio que existe, es una actitud social, es un estado del alma, y lo que es peor, pienso que las mismas mujeres somos en gran parte cómplices.

—¿Y no crees también que a las feministas se les está yendo la mano, inclusive en el lenguaje, cuando ignoran el género común y hablan hasta de miembros y “miembras”, digamos precisamente, de la Academia?

—¡Eso es una barbaridad! Fíjate que hasta escuché hace poco a una feminista referirse a una “individua” y a la “personaja”. ¡Por Dios, hasta dónde vamos a llegar!

—Y esto comenzó en España, donde una ministra, en un discurso, se refirió a las “miembras”, creo que del Gabinete. Al principio se la cuestionó y fue objeto de burlas; pero después, como si tal cosa, se la ha venido imitando.

—Con una torpe ingenuidad. Personalmente he escrito ya en la prensa sobre estas aberraciones, haciendo notar que son un grave atentado contra la lengua; una manía, supuestamente en favor del género, que arruina estéticamente cualquier texto y nada aporta.

—Dejemos eso y hablemos de la Academia.

—De las academias, porque con la Asociación de Academias de la Lengua desarrollamos proyectos panhispánicos; de modo que todos los trabajos tienen que hacerse, de consuno, entre todas las academias. Las academias recibimos documentos de la Asociación de Academias con sede en Madrid, los analizamos término por término, artículo por artículo; hacemos nuestras observaciones, como todas las academias, y los devolvemos a España. Luego se reúnen los coordinadores delegados en diversos países para discutir esos documentos y aprobarlos.

—¿Qué pasa con los americanismos?

—Por primera vez la Asociación de Academias ha editado un Diccionario de americanismos. Para su elaboración se recogieron los trabajos de distintos lingüistas americanos, en una inmensa base de datos. De modo que, por ejemplo, existen alrededor de 15 000 términos con la marca Ec., (es decir, términos que empleamos aquí) entre ecuatorianismos propiamente dichos y palabras cuyo uso se comparte con otros países del continente. Es un texto enorme, maravilloso, que nos permite conocer mejor a nuestra América.

—La Academia ha aceptado algunos quichuismos que, desde luego, enriquecen, le dan cierto color a la lengua: achachay, arrarray, atatay, guagua, amarcar, etc.

—Así es. Hay muchos términos del quichua o del quechua, comunes en el habla de diversos países americanos, que han sido aceptados por las Academias, y hay otros que, sin haber sido aceptados, se incluyen en el Diccionario de americanismos (DA) que no es un diccionario normativo: es solamente un registro. Justamente ahora estamos trabajando, yo lo estoy haciendo de parte de la Academia Ecuatoriana, en analizar y buscar ejemplos de uso de palabras del DA que ingresarán o no alDiccionario de la lengua.

—En este punto hay algunas cosas muy cuestionables, palabras como overbooking, por ejemplo, que han sido admitidas en el Diccionario, en lugar de sobreventa, que es tan castiza y que no necesitaba ser reemplazada por semejante anglicismo. Por eso se le acusa a la Academia de manga ancha.

—Bueno, a veces se acusa a las Academias de manga ancha, y otras veces de un exceso de purismo. Hay que encontrar un equilibrio. Y ese equilibro lo da el uso, que obliga a las Academias a rendirse ante las evidencias.

—Pero ojalá esas evidencias no sean muy “impotables”. En fin…

—Bueno, lo que pasa es que ahora contamos con ese prodigio de la nueva tecnología, que nos permite hacer un mejor trabajo: Internet, la base digital de datos, esa memoria excepcional… Por darte un ejemplo, el trabajo del Diccionario de americanismos, que nos llevó alrededor de siete años, nos habría llevado no menos de 70 con los antiguos métodos. Claro que a esto hay que agregar la enorme capacidad de trabajo y de hacer trabajar que tuvo don Víctor García de la Concha, y que tiene el actual director de la Real Academia, don José Manuel Blecua.

—A propósito de ese diccionario, tú publicaste tu propio Diccionario del uso correcto del español en el Ecuador.

—Sí, es un diccionario para responder a dudas idiomáticas, pero con la peculiaridad de registrar aquellos problemas genuinos del español ecuatoriano. Tú sabes que yo escribí, alrededor de 20 años para El Universo y para Hoy, artículos sobre la corrección idiomática. Y como se me pedía que recogiera en un libro esos textos, coyunturales si tú quieres, que no estaban sistematizados, consideré que lo mejor era trabajar sobre esos artículos un diccionario, que publicó Planeta, en 2004, y que hoy tiene otra edición en Santillana y una reimpresión.

—¿Algún ejemplo de esas correcciones?

—Distinguir entre ha con h y sin h, que tú encuentras en una gramática, pero no en un diccionario, cuyo uso es mucho más fácil. Y expresiones como “dar haciendo”, “dar trayendo”, “dejar cerrando”…

—Que están legitimadas como ecuatorianismos, ¿o no?

—Están legitimadas, como lo está toda expresión idiomática que logra comunicar con eficacia; pero no todas pueden pertenecer al español estándar, puesto que su uso es general. Me explico: la Academia no podría aceptar esas expresiones de sintaxis ajena al español; mas para nosotros son imperativos suavizados, que se usan en la práctica, y solo en la Sierra. Denotan una idiosincrasia, sin duda, muy particular: la del miedo a imponer.

—Además de tu Diccionario, ¿qué otras publicaciones tienes?

—Publiqué en tres volúmenes una, lamentablemente, muy poco conocida antología crítica y comentada de textos para niños y jóvenes. Entonces yo trabajaba en un proyecto de educación básica, del Ministerio de Educación con el Banco Mundial. Tengo también muchos otros libros en colaboración y algunos cuentos inéditos; amén de un libro conmemorativo de los 400 años de fundación de Ibarra, por encargo del municipio de esa ciudad y de editorial Trama. Mi primer libro fue mi tesis de grado, que combina la filosofía con la literatura, pues juzga desde el punto de vista ético la obra de Albert Camus. Se titula: Albert Camus, de la felicidad a la moral. Obtuvo el premio a la investigación, entre los profesores de la Universidad Católica.

—Cerca de Ibarra está Otavalo, y eso me lleva a preguntarte sobre la universidad de esa ciudad, cuyo rectorado ejerces…

—Sí, desde hace tres años. Como sabes, tuvimos problemas con una primera evaluación, que hemos superado limpiamente. Enseñé en ella desde su fundación, hace 10 años; pero, de hecho, he dedicado toda mi vida a la docencia: 26 años en la Católica de Quito y uno en Estados Unidos. ¡Amo la cátedra!

—¿Y cuándo te enamoraste del idioma?

—Lo descubrí muy temprano; me gustaban ciertas palabras, como “oasis”, por ejemplo, y me pasaba no solo pronunciándolas, sino cantándolas, ¡imagínate! Además, escuchaba con mucha atención las conversaciones de sobremesa, con mi abuelo materno, doctor Rafael Aguilar, que fue dos veces ministro de Eloy Alfaro y estuvo algunos años exilado en París. Ocurre que en mi casa siempre se habló bien, siempre se apreció la belleza de la lengua. Y recuerdo que siendo yo muy pequeñita, a los siete años, le escribí una carta a mi padre, llamándole solo ‘amigo’, porque yo no estaba de acuerdo por algo que él había hecho o dejado de hacer. Naturalmente, le causó mucha gracia.

—Y ya que hablas de tu abuelo Aguilar, entiendo que tu otro abuelo, Octavio Cordero Palacios, se ocupó también de asuntos lingüísticos…

—Así es, escribió en Cuenca, sin mayor bibliografía a su alcance, el año 1923, un pequeño pero hermoso tratado sobre la influencia del quichua y del cañari en la lengua del Azuay. Fue científico y matemático; fundó la facultad de Ingeniería de la universidad cuencana. De modo que creo que es cosa de familia, y también de la ciudad, porque en Cuenca se da mucha importancia al buen escribir y al buen hablar…

—Si hasta le ponen música…

—Tienes razón. Y piensa en los escritores que tenemos, en verso y en prosa.

Más allá de tu casa, en las aulas, ¿algún profesor en especial?

—Humberto Toscano. Yo fui alumna en la PUCE de ese maestro inolvidable, un enorme lingüista, que ofreció enviarme a Madrid, donde pasé mi niñez y adolescencia, una vez que obtuviera mi licenciatura en Ciencias de la Educación, para que continuara allá mis estudios. Pero yo estaba entonces de novia y a mi madre se le unían el cielo y la tierra imaginando que yo me iba a quedar en España; con el antecedente de que mi hermana Alicia, una gran pianista, se fue con una beca al Conservatorio de Múnich y no volvió. Otro profesor al que recuerdo también con enorme gratitud es el padre Miguel Sánchez Astudillo, quien me había prestado las copias de los artículos que sobre lenguaje publicaba en El Comercio. Cuando supe que estaba enfermo fui a devolvérselas; pero me dijo: “No Susana, guárdelos y ojalá usted continúe este trabajo mío…”, y he tratado de responder a ese encargo. Me dediqué ciertamente a cuidar la lengua, en lugar de dedicarme a la creación, como me habría gustado; aunque quizás todavía…

—Dices que viviste en España…

—Así es; mi madre, separada de mi padre, tomó la determinación de educarnos en España, y nos llevó a los cuatro hijos, en los años cincuenta, en un barco inglés que navegó 21 días hasta Santander. Yo cumplí 11 años en el barco, y fue una experiencia maravillosa. Estudié allá en un colegio francés, donde aprendí ese idioma; lo cual me facilitó aprovechar una beca por un año en París, cuando ya estuve casada.

—A propósito, antes se hablaba con preocupación de los galicismos y de los anglicismos; pero se han hecho tan comunes, sobre todo estos últimos, por el avance incontenible de la tecnología, que hablar de esos “barbarismos” resulta ya casi ridículo.

—Lo que ocurre es que si usas un extranjerismo ‘crudo’; es decir, escrito en su propia lengua, has de ponerlo entre comillas simples, dobles, o en cursivas. Pero otros extranjerismos se adaptan a la grafía española y pasan a formar parte del idioma común.

—Pero más graves me resultan a mí las deformaciones del propio español, que ahora se están generalizando. He oído últimamente hablar de “entregables”, por documentos que hay que entregar; de “cascadear”, por distribuir (a manera de cascada, seguramente), esos mismos documentos…

—En inglés se pueden verbalizar los sustantivos, no en español, ¡por favor!

—Y ahora ya no abres una cuenta en el banco, la aperturas…

—Es el prurito torpe de creer que cuanto más larga es la palabra es más importante. Lo mismo pasa con las mayúsculas, de las que hay una epidemia, porque creemos que, si escribimos cualquier palabra con inicial mayúscula, la volvemos esencial. Claro que eso nos viene de imitar ignorantemente usos de otros idiomas; en alemán, por ejemplo, los sustantivos se escriben con mayúscula; pero esa es otra lengua, otra sintaxis, revela otro espíritu, tan distinto a lo nuestro.

—Pero lo nuestro también se ha deformado con las, digamos, nuevas escrituras; los chats, los twitter, etc.

—Eso es horrible, y otra cosa igualmente grave es el mal uso de la puntuación. El padre Sánchez Astudillo solía decir que se daba cuenta del talento del alumno por su manera de puntuar sus textos. A mí esto me parecía exagerado, pero nos obligaba a poner cuidado en la puntuación.

—Tal vez era un truco, entonces, pero funcionaba, ¿no?

—Claro que funcionaba. Lo que sí te digo es que, si no revela el talento, sí revela la ignorancia. Eso de poner dos puntos después de cada preposición, es otra barbaridad. Es como si yo escribiera, por ejemplo: “Susana de: Espinosa”. ¿Qué nos está ocurriendo? Y muchos errores se les pasan a los correctores de los periódicos, y eso es imperdonable. Corrigen mínimas faltas y dejan pasar otras, garrafales.

—Claro que en este campo, como en todo, la perfección es imposible. Inclusive tratándose de libros, no hay uno perfecto.

—Así es, siempre se desliza alguna falta.

—Pero volvamos a tu estadía en España…

—Bueno, pues, estuve en el colegio francés durante cinco años; regresé a Cuenca e ingresé al colegio de los Sagrados Corazones para revalidar materias que no había estudiado allá: historia y geografía del Ecuador, literatura ecuatoriana, etc. Fue un año y medio, más o menos, de permanencia en Cuenca, muy bello, porque me devolvió a mi ciudad. Pero te confieso que el hecho de haber viajado al inicio de la adolescencia, y haber vivido en España durante esos años cruciales de mi vida, significó para mí, por mucho tiempo, no poder identificarme con un lugar. Sabía que no era española, pero tampoco me sentía ecuatoriana. Recuperé América en el Cusco, con mi esposo. Parece retórico, pero es absolutamente verdadero. Frente a esa maravilla, que me emocionó profundamente, me sentí orgullosa de ser una mujer de América.

—Volvamos a Cuenca.

—Mi madre luchaba para que yo no fuera escritora. Le horrorizaba la idea de que si me dedicaba a escribir “me hiciera comunista”, y tuviera que salir huyendo de Cuenca. Me ponía como ejemplo a esa heroica mujer que fue Nela Martínez, quien efectivamente tuvo muchas dificultades y se vio forzada a salir de la ciudad. Por esto, hizo que en el colegio me especializara en comercio y contabilidad. Vine, entonces, a Quito, para estudiar Economía, como pretexto, porque no había esa facultad en Cuenca. Llegué con mi hermana Alicia e ingresé, según lo previsto, a Economía, en la Católica, y me encontré como diablo en botella. ¡Ya te imaginarás!

—¿Qué hizo ese diablo en botella?

—Fui donde Paco Tobar, ese gran escritor que, no sé cómo, se desempeñaba como tesorero de la PUCE. Le dije: Paco, me desespero; yo quiero estudiar Literatura. Y él me dijo: pero hijita, con ese título no puedes… pero aguarda. Entonces cogió el teléfono y le llamó al rector, padre Aurelio Espinosa Pólit; le dijo: padre, tengo aquí a una estudiante que es de Cuenca, que ha vivido en España, y quiere ingresar a la facultad de Pedagogía y estudiar literatura, pero tiene un título que le impide hacerlo, y le contó, entre otras cosas, que yo sabía francés. Entonces el padre Aurelio le contestó: Si sabe francés, ¡que entre a Pedagogía!

—Si tú fueras política, correrías el riesgo de que por eso te descalifiquen…

—De hecho, el Dr. Manuel Freire, eterno secretario general de la universidad, me dijo, cuando iba a doctorarme: “pero Susanita, cómo está usted doctorándose en Pedagogía con este bachillerato”. Le dije, Manuelito, si ya soy profesora en la Católica, no me va usted a hacer problemas. Y en efecto, no me los hizo.

—Bien, ya que estamos en la universidad, ¿qué piensas tú de la llamada “escritura académica”, que se ha introducido ahora en todas las facultades; de la “escritura diplomática”, que se pretendía enseñar en la difunta Academia Diplomática, y de la escritura críptica, que emplean algunos pseudocríticos?

—O escribes bien o escribes mal; eso es todo. A partir de esto puedes y debes adecuar la escritura a tus necesidades particulares. Claro que hay normas para las diferentes aplicaciones de la escritura; pero debes saber escribir bien, y lo demás vendrá por añadidura. En cuanto a la crítica literaria, con sus diversos métodos, yo creo que debe responder, de manera fundamental, a dos cosas: tiene que ser capaz de devolver la obra que es objeto de la crítica; esto es, de aclararla, y no de oscurecerla, como a veces ocurre. Y tampoco puede el crítico perderse en una serie de consideraciones “crípticas”, como tú dices, porque entonces la crítica pierde su valor esencial, que es el de comunicar.

—Y en el mismo ámbito, ¿tu experiencia como maestra, con las nuevas promociones?

—Son chicos muy inteligentes, pero llegan a la universidad con enormes carencias; sin embargo, en cuanto uno logra entusiasmarles con la lengua, empiezan a cambiar, a mejorar, a superarse.

Son chicos más inteligentes, parece. Porque, como se ha dicho, la evolución no tenía por qué detenerse.

—Creo que ellos tienen más posibilidades, gracias a los medios digitales. Pero esa influencia positiva puede, en cambio, neutralizarse con la dispersión, con el hecho de haberlos vuelto, en general, incapaces de leer un libro y solo capaces de leer imágenes. Pero yo no sé si eso de la evolución influya en mejorarnos; sin embargo, insisto en que tenemos una juventud muy inteligente. Por esto duele más su desperdicio.

—¿En qué términos?

—En que tenemos una educación primaria y secundaria muy malas, con rarísimas excepciones. Y las universidades tienen que recibir a esos alumnos, que no están preparados para responder exigencias como las de los estudios universitarios. Y uno de los problemas más graves de nuestra educación es la falta de concentración de los chicos, porque siempre están en otra cosa; es la dispersión de que hablábamos, a la que contribuyen los artilugios de las nuevas tecnologías…

—Bueno, hasta aquí llegamos, Susana, porque coincidentemente me está sonando mi smartphone

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