
La comedia stand up, que me ha permitido recorrer el Ecuador, es hoy por hoy una de mis principales fuentes de ingreso. Poco a poco he ganado una audiencia, también un miniejército de haters en el que marchan señoras ultracristianas y trolls sin mayor sentido de la puntuación. Este es, me parece, el humor haciendo lo que debe hacer: el hogar del stand up está desde hace décadas en los temas tabúes, el equívoco, lo escatológico y lo innombrable. Y en estos días que, según el gran humorista británico Terry Gilliam, “han vuelto a ser primitivos” por moralistas, el género ha cobrado un protagonismo inesperado y, paradójicamente, bastante serio.
En Estados Unidos el tema del humor y sus límites está en boca de muchos medios de comunicación: el stand up dejó desde hace años su carácter underground para jugar en las grandes ligas del show business. Hace unos meses, por ejemplo, el especial The Closer, obra del comediante Dave Chappelle y parte del menú de Netflix, hizo arder las redes, generó ensayos furiosos y convocó a activistas que demandaban su cancelación. Chappelle —antes un mimado de la izquierda— cada vez aparece más serio, reflexivo y molesto; menos interesado en la risa constante o el remate inmediato. Chappelle, el profanador, volvió a hacer chistes polémicos sobre el feminismo y sobre su relación con la gente trans, pero también soltó opiniones formales sobre el asunto. “Eso no fue tan chistoso, ¿no?”, dice al cierre de The Closer, después de hablar de una amiga —una mujer trans— que se suicidó.

The Closer y muchos otros shows de comedia comparten un enemigo en común: la corrección política. “Eligen ser oprimidos hasta que pueden ser blancos”, dice Chappelle sobre la comunidad Lgbtq blanca de Estados Unidos, “Y en cualquier momento te llaman a la policía”. La policía de ese país, se sabe, cuenta los más altos índices de violencia contra la gente negra.
Chappelle se muestra hastiado, irritado ante una cultura que ha convertido los modales en política, como si el uso o desuso de ciertas palabras cambiara en algo a la sociedad. Su mensaje hace eco —limitado, es cierto— de las nuevas poses del progresismo y las políticas de identidad en nuestros países. Su regla queda clara: si no estás dispuesto a reírte de ti mismo, tu lucha por la igualdad es una farsa. Y si se vuelve prohibido reírse de algo, la obligación humorística es hacerlo: un show de comedia (y el lugar es tan importante como el momento), mientras más moralmente reprobable mejor.
Chappelle gira los ojos y hace muecas al hablar de las vacas sagradas de nuestros tiempos. Se asume como el villano para repetir las que ya habían sido reflexiones suyas sobre otros movimientos a los que dice tenerles envidia: “Nosotros, los negros, llevamos años peleando por nuestros derechos y la policía nos sigue matando. Pero haces que una persona gay se moleste y sí que estás en problemas”.
Su ángulo es el del narrador no fiable, es decir, la voz que enfatiza sus propios puntos ciegos y contradicciones para arrastrar a todos al hueco. Es un personaje con un arco narrativo completo de principio a fin, un personaje que puede ceder: admite que ese narrador no fiable es menos ficticio de lo que muchos creen, que ha sido prejuicioso y que le ha faltado empatía. Tras burlarse de sus críticos, les da la razón. “Mientras no se rían conmigo, no tengo por qué seguir haciendo estos chistes”, dice dirigiéndose a su audiencia trans. The Closer es un tratado sobre las contradicciones: las del progresismo políticamente correcto, las del feminismo blanco y las de la comedia.
No es esta la primera vez que él se presenta con tono grave. El especial 8:46 salió poco después del brutal asesinato de George Floyd en manos de la policía. Floyd fue asfixiado en 2020 por un agente que le presionó el cuello con la rodilla durante ocho minutos y 46 segundos. Chappelle le dedicó el especial en el que se sentó a reflexionar sobre la realidad afro de ese país, enfatizando, como suele hacer, los elementos más absurdos y difíciles de creer de la violencia y el racismo. Aunque había chistes, estos acompañaban las reflexiones más serias del comediante: como si la interacción fuera más la de un orador con sus discípulos. Se parece en eso a los raperos que incondicionalmente musicalizan sus shows: lo primordial es decir su verdad sin filtros ni modales, y el único filtro que utiliza es el ingenio.

Chappelle tampoco es el único. En su especial Nanette, también de Netflix, la comediante australiana Hannah Gadsby no solo dejó de lado el remate inmediatista, fue mucho más lejos para señalar las restricciones —incluso gramaticales— de un chiste para narrar o representar ciertos tipos de violencia. Gadsby presenta a su audiencia una historia similar, un encuentro violento con un hombre, primero estructurado como premisa y remate (la estructura de un chiste) y luego, al final, como relato. Su punto es contundente: el chiste, por más “crudo” que sea, aligera traumas. Según Gadsby que, además, es historiadora de arte y curadora, la comedia debe hacer, por eso, un mea culpa.
La comediante tiene un gesto parecido al del filósofo Ludwig Wittgenstein con la filosofía: declara “la muerte” de la comedia por su incapacidad, como género, para narrar. También como Wittgenstein —quien volvió a escribir filosofía después de describirla como un andamio innecesario— Gadsby volvió a la comedia con otro especial, Douglas, en el que empieza nuevamente denunciando al género: “Si acaso encuentran algo que los ofenda durante mi sección de chistes, por favor, recuerden que solo son chistes, incluso si se encuentran rodeados de personas que se ríen de algo que a ustedes les parece objetable”, dice al inicio. Pero sigue: “Solo recuerden la regla dorada de la comedia: si perteneces a una minoría, no importas. Es cierto. No me culpen a mí, yo no escribí las reglas de la comedia. Los hombres lo hicieron, cúlpenlos a ellos. Yo lo hago, es catártico”. Y es paradójico: su mensaje en contra de “las reglas de la comedia” finalmente se adhiere a ellas para rematar con un chiste. Y da risa.
*
Hay dos traducciones para stand up. Una significa “pararse” o “a pie”, o sea, “comedia de a pie”. Otra, la correcta en este caso, significa “defender algo”, o sea comedia como argumento retórico. La comediante y literata mexicana Gloria Rodríguez me decía que, desde los setenta, el término stand up comedy se ha referido a una suerte de “defensa argumentativa cómica” para romper el orden, en el caso del status quo, o un orden, en el caso del contexto de cada show. Según ella —y varios otros escritores— es lo que distingue al género. No es solamente un monólogo ni una confesión, ni siquiera una retahíla de chistes, sino el uso de todo eso para defender un punto que puede ser político, cotidiano, absurdo o hasta quejumbroso: denunciar a la eutanasia como “suicidio más burocracia”, como dice Elé la Luz, por ejemplo.
Un show de comedia supone ser, entonces, el lugar para decir lo que no se puede decir en otro lado, para divagar y para confesarse con ingenio.

“Todos tenemos malos pensamientos. Y con suerte igual hacemos cosas buenas”, dice con voz pedagógica el comediante Louis CK. “Es una competencia del cerebro entre los buenos y los malos pensamientos”, prosigue. Y ofrece ejemplos: “Los niños con alergias a las nueces deben ser protegidos, por supuesto. Pero quizás, si tocar una nuez te mata, deberías morir”. Risas del público y jadeos de asombro. Las risas vuelven a todos cómplices del mal pensamiento y cómplices del comediante, que lo lleva al extremo: “Por supuesto que la esclavitud es lo peor que pasó en la historia. Pero quizás…”, CK entonces reacciona a la incomodidad y sorpresa de la audiencia recordándoles que se rieron imaginando niños muriendo por su alergia. Termina reflexionando sobre la incómoda y dolorosa posibilidad de que todos los avances tecnológicos de la humanidad hayan sido el resultado de la explotación. “Podríamos vivir con velas y usando caballos y ser más justos con cada uno, o dejar que alguien sufra inconmensurablemente solo para poder dejar comentarios crueles en un video de YouTube mientras cagamos”.
Esa explosión es el resultado de la tensión que genera el chiste y que, tras el remate, se vuelve liberadora. “El stand up debe ser lógico antes que chistoso, interesante antes que chistoso”, me dice Rodríguez. “La risa es una consecuencia”, asegura. En el caso de “Por supuesto, pero quizás”, esa risa evidencia lo que desde hace siglos se ha teorizado sobre el humor: es la irrupción o transgresión de nuestros instintos más bajos, y —mediante la ficción— debe ser violento con nuestras convicciones morales.
*
Me tiembla la mano. Según mis colegas, es señal de que lo estoy disfrutando. Es mi segundo show en las islas Galápagos y la casa está llena. Hay señoras como las que, semanas atrás, salieron ofendidas de otro de mis shows. Están rojas de la risa. “El stand up es cada vez más popular”, les digo. “Mucha gente lo odia porque no lo entiende; creen que es muy mal hablado”. Y me desahogo contra nuestra adicción a los eufemismos. “Le dicen casa de tolerancia. No, es chongo, se dice chongo. Casa de tolerancia suena a un lugar donde un cristiano, un judío y un musulmán pueden compartir una pizza”.