Por Ana Cristina Franco
Esas tres letras hacen que mi espina dorsal se descomponga. Cuando las escucho, me entrego al zapping, enciendo un cigarrillo o salgo a caminar hasta que las letras asesinas quedan escondidas en el fondo de mi cabeza. Sin embargo, tarde o temprano salen a la luz. El SRI es como un zombi que en cualquier momento surge de las profundidades de la irresponsabilidad y el inconsciente. Aunque me haga la loca el resto del tiempo, cuando llega fin de mes hago la misma pregunta a todos los amigos: ¿Tienes una factura que me prestes?
Semanas después vienen los reclamos: “¡¿Y la retención?!” Busco entre los cajones, debajo de la cama, debajo de la alfombra, pero la condenada retención se ha esfumado. Cuando ya me han dado un sermón y me han retirado su apoyo, el papel asoma en el lugar menos pensado, ¿cómo no se me ocurrió buscar en la refri? El día en que ya no tengo ni para un pan y mis amigos me han abandonado, porque he perdido sus sagradas retenciones, camino desolada y sometida por la Páez, sin saber qué camino tomar. Diviso la iglesia de Santa Teresita, el SRI… y decido dar la cara y enfrentarme con mi destino.
Entro a la deprimente oficina. La señorita mira en la computadora mientras masca el clásico chicle. Hace una cara de desastre y me dice: “Uy, mija, usted debe ya 400 dólares. Ah, no, espere, 700 ya está debiendo…” ¿Yo debo tanto? ¿Yo, que a los 23 años me independicé yéndome en contra de las costumbres quiteñas? ¿Yo, que no hago nada más que trabajar humildemente para ser fiel a mí misma? ¿Qué hice para merecer esto? Yo solo hago lo que puedo para embellecer esta vida llena de escritorios, informes y archivos… ¡Y encima debo, debo, debo! En lugar de cobrarme impuestos, deberían darme un bono por Humildad y Buenas Costumbres.
“¿Sabe cuándo voy a poder pagar esa deuda? Nunca”. “Si no paga le embargamos los bienes.” “¿Los bienes? ¿Qué bienes? ¿Una cebolla seca y medio limón duro que me queda en la refrigeradora? Se los puedo donar con mucho gusto”, le digo con mi último aliento y me lanzo a llorar. Ellos aguantan la risa. “Tiene que declarar”, me dice la señorita mientras ejercita su mandíbula con el chicle. ¿Declarar? Esa palabra me destruye los nervios. De verdad. ¿Cómo declarar? Pues está bien, declaro. Declaro que nunca entendí matemáticas, que jamás logré mantener ordenada mi cartera, que odio tender la cama, que no sé freír un huevo, que se me quema el arroz, que mis medias son impares, que pierdo las llaves todos los días.
Aunque vivir en sociedad requiere una organización que solo es posible mediante la cooperación de todos; aunque me molestan muchísimo los comentarios de los que están en contra del Gobierno porque no quieren pagar impuestos; aunque estoy de acuerdo en pagar esos impuestos, hay algo que me molesta y que va más allá de cualquier cosa: el hecho de pertenecer. Estar al día con el SRI equivale a ser adulto. Considerarte útil y productivo. Aceptar que perteneces. Que pagas y debes. Que compras y vendes. Que consumes y te consumen. Que estás a favor. Pero lo más grave es que se trata de un desacuerdo, más que ético, estético. Es desagradable aceptar que existen oficinas oscuras y papeles archivados que nadie lee, cosas que dan cuenta de una realidad que, más que inútil y absurda, es fea.
Frilancear y no tener facturas no es buena idea; ir al SRI tampoco. Puedo trabajar sin cobrar, pero sé que llegará el día en que mi cuenta solo tenga ceros y, como dice la lengua popular, “a todo se acostumbra el hombre, menos a no comer”.