Soy puta

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Por María Fernanda Ampuero

Ilustración: Maggiorini

“Me interesa desde dónde y para qué muchas mujeres feministas nos calzamos el disfraz de puta (desarrollemos o no un trabajo sexual remunerado). Desde la poderosa reapropiación del insulto. Desde la asunción de que a todas las mujeres se nos trata en algún o muchos momentos como a parias abordables sexualmente. Desde la resistencia diaria a deshacernos de minifaldas y corsés para ser tomadas en serio o para pasar desapercibidas. Desde la construcción placentera de nuestro personaje social”.

Itziar Ziga, Devenir perra.

 

Antes de que me alcancen las piedras, he de decir que amo a los hombres. Hombres son mis hermanos, mi mejor amigo, los números más marcados de mi teléfono, mis compañeros de copas y de risas. He amado a hombres con todo lo que soy y lo que quisiera ser y lo que nunca seré. Cuando digo amo, digo respeto, admiro, valoro, disfruto. Digo qué suerte que existas, hombre.

No es de ellos de quienes voy a hablar ahora. Con ellos todo bien.

Le hablo a usted, señor, al que le ha escandalizado el título de esta columna.

Estuve en Quito cuando se generó la polémica de las vallas contra el feminicidio con el mensaje “Si puta es ser libre y dueña de mi cuerpo, soy puta… ¿y qué?”.

A mí, que soy cada día más transgresora, me encantó ver la palabra puta grandotota sobre el cielo de Quito, que, convengamos, es un cielo bien beato.

Puta no es un insulto.

Hablando con taxistas, camareros y todo quiteño que me encontraba por el camino, me di cuenta de que el problema de la valla no era el mensaje. El mensaje excelente: no queremos que maten a las mujeres, ¿no? Nadie quiere que se mate a las mujeres, ¿no? Que levante la mano quien quiere que se sigan matando a las mujeres. No pues, longuita, ni uno. Normal. Eso está feísimo.

El problema era que ahí decía: “Soy puta, ¿y qué?”. Yo me daba cuenta de que nadie se atrevía a repetir la palabra y que cuando yo la decía había un escalofrío en el personal.

Qué feo, guambrita. Lávese la boca con Deja por decir esa palabra tan horrible usted que es de colegio de señoritas (¡qué botar la plata, diosito!).

Véanme decirla de nuevo: pu-ta.

No pasa nada, ni un solo edificio se ha movido a paso, mis dientes no se han salido, mi carita sigue tan angelical como antes, el diablo no me ha marcado con el 666 en el trasero.

Ahora viene lo bueno: soy puta.

La carga negativa de esas palabras está en ustedes, no en nosotras. Mi proceso de empoderamiento empieza por abrazar a todas mis hermanas y sus oficios y sus tendencias. Lo que hacen mis hermanas en la cama, en la calle, con su sexo, es su derecho. Nadie tiene que matarlas (explotarlas, abusarlas, golpearlas, discriminarlas, rechazarlas, menospreciarlas) por eso. Soy puta porque me da la gana. No soy puta porque me da la gana. A mí, no a ti.

A mí. No a ti.

Mi libertad de ser mujer, mi resistencia, está condicionada a pelear la libertad de todas mis perras, como las llama cariñosamente la escritora feminista Itziar Ziga.

No porque una mujer decida —ojo, decida— acostarse con diez, cien o mil hombres por dinero es una basura que ha perdido la dignidad de ser humano.

No nos equivoquemos. He conocido putas que son millones de veces más seres humanos que algunos que andan en traje y corbata. Yo prefiero la compañía de ellas, siempre, su minifalda y sus medias de rejilla me indican claramente, con una honestidad que rara vez se encuentra, lo que buscan, lo que quieren.

No podría, ya no puedo, estar con esas mujeres que atacan a las otras mujeres, que se reúnen para destrozar (destrozarnos) a las que no encajamos en el maldito modelo: a las feas, a las que no tenemos hijos, a las demasiado escotadas, a las rubias con cejas oscuras, a las gordas con licra, a las que llevamos pelo corto, a las que nos gusta el sexo, a las divorciadas que decimos nunca más, a las que andamos con gente más joven, a las que envejecemos sin voz ni bótox, a las que vestimos raro… A las putas.

Yo, amigos, amigas, soy puta.

No saben lo difícil que es llegar a serlo.

Necesitas quitarte capas y capas y capas y capas de tradición judeocristiana, de qué dirán, de mamá y tía y amigas, de abolengo guayaquileño, de colegio de señoritas bien, de Niño Jesús, del sexo es sucio, de a las mujeres mal habladas nadie las respeta, de siéntate bien, de pareces machona, de habla más bajo, de sé más mujercita, de ten hijos, de cállate, de búscate un buen marido, de a los hombres no les gustan las mujeres ofrecidas. Etcétera, etcétera, etcétera.

Es tan difícil llegar a ser una buena puta, una puta como dios manda, que una vez que llegas, como yo, a este estado maravilloso, al devenir perra, ya no hay vuelta atrás: eres poderosísima, una diosa, una amazona.

Y a ver quién es el valiente que se atreve a meterse con una amazona.

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