Sopranolandia

Sopranolandia

Por Antonio Díaz Oliva

A pocas calles de Times Square, en una esquina en el centro de Nueva York, un grupo conformado por turistas ingleses, australianos, estadounidenses y alemanes espera. Varios toman café en vasos gigantes de Starbucks. Es una fría mañana de invierno en la Gran Manzana.

Un hombre —más de 40 años, canoso, sonriente— termina de chequear la lista de inscritos para el tour. Después invita a subirse al bus. Arriba, ya todos sentados, se presenta: se llama Marc Baron y será nuestro guía. Por muy fanático que uno sea de Los Soprano, es muy poco probable recordarlo: 13 veces apareció Marc en la serie de HBO. Dice, o bromea, que siempre fue “el tipo al cual le disparan”. Es uno de esos actores que siempre ha estado vinculado a la industria cinematográfica desde lejos; tan lejos que desde agosto de 2001, cuando la serie de Tony Soprano llegaba a su tercera temporada y ya se predecía que sería algo culturalmente relevante, ha trabajado como el guía oficial de este tour.

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Si hubiese otra manera de iniciar este artículo sería con un final. Sería con uno de los finales más vistos en la televisión estadounidense y mundial. Sería con ese primer plano al rostro de Tony Soprano, con Don’t Stop Believin’ de Journey sonando de fondo, y con ese corte abrupto de la imagen y la canción, seguido de varios minutos en negro, los créditos y luego la reacción de los fanáticos.

El último episodio de Los Soprano se transmitió el 10 de julio de 2007. La serie de HBO en que se mostraba la vida de una familia italo-americanense en la actualidad, llevaba desde 1999 al aire, y gracias a ese enigmático final, terminó por convertirse en una referencia cultural contemporánea (y reafirmar, de paso, el eslogan de la cadena de televisión “It’s not TV it’s HBO”). Más de 11 millones de personas —solo en Estados Unidos— vieron ese episodio y Tony, Carmela, A. J., Meadow, la doctora Jennifer Melfi, Christopher, Silvio, Paulie y los demás personajes se instalaron definitivamente en la conciencia colectiva. Antes de Mad Men, Breaking Bad o The Wire, la televisión de calidad tenía solamente un nombre: Los Soprano.

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Suena Wake Up This Morning, tema que acompaña los créditos iniciales de la serie, un tema en clave gánster de la banda de blues británica Alabama 3. Suena esa canción mientras salimos de Nueva York y entramos a Nueva Jersey, la tierra de Los Soprano.

La dinámica de las próximas cuatro horas será así: iremos viendo, en alguno de los cinco televisores ubicados en el bus, varias escenas emblemáticas del show. Luego visitaremos las locaciones donde se filmaron esas escenas. Y con locaciones, claro, me refiero a esos momentos de las seis temporadas en que hubo (1) muertes, (2) tiroteos o (3) las dos cosas juntas y multiplicadas a un nivel extremadamente sangriento, a lo largo de los industrializados y desoladores paisajes de Nueva Jersey. La mayor parte del tiempo podremos bajarnos, sacar fotos y recorrer por unos minutos. En otras ocasiones, ya que somos más de 40 turistas, veremos todo desde nuestros asientos.

Hay más: Marc irá haciendo preguntas. Algo de trivia para constatar qué tan fanáticos somos. Cada pregunta respondida correctamente, además, ganará un premio. Por eso mismo, tal vez no exista mejor escenario para analizar a los distintos tipos de fanáticos que una serie puede conseguir. En este tour, por ejemplo, la mayoría son ingleses; mucho chándal, camisetas del Manchester, Liverpool y acento cockney. Pero no todos son o parecen hooligans sofisticados; hay una pareja, también de ingleses, que va de la mano a todo momento, y que cada vez que pasamos por alguna parte donde se filmó una escena emblemática, él le dice a ella, o ella a él: “Cariño, ¿recuerdas cuando vimos ese capítulo?”. A todo eso, claro, hay que sumarle muchos matrimonios de jubilados y uno que otro fanático más joven, extremadamente silencioso y sin acompañante. Como el australiano que, a lo largo del tour, responderá casi todas las preguntas, sin pensarlas mucho, y hasta evidenciando un poco de vergüenza por saber demasiado de una serie que terminó hace varios años.

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Gran parte del tour, la verdad sea dicha, sucede dentro del bus. Nada malo si tomamos en cuenta que el día es lluvioso (que por lo demás le viene perfecto a la estética de Jersey). O que, finalmente, y como se podría sospechar, algunas locaciones se veían mucho mejor en la televisión. Hay excepciones, por supuesto. Ahí está el lugar que inspiró a Satriale’s Pork Store, donde Tony y sus muchachos tomaban espresso y comían cannoli. O el Skyway diner donde a Christopher, el sobrino de Tony, le disparan.

O aún más importante: ahí está el momento, ya cuando llevamos una hora en el bus, en que bajamos y Marc indica que allá, cruzando la calle, hay alguien que desea conocernos. Caminamos hacia un estacionamiento. No hay que avanzar mucho para alcanzar a ver la (gran) silueta de Joseph R. Gannascoli. Decir Joseph R. Gannascoli, claro, no es decir mucho. Decir Vito Spatafore, en cambio, es otra cosa. Miembro de la pandilla de Tony, Spatafore es el gordo de cara graciosa que, en la quinta temporada, revela que es homosexual y después se escapa de su casa, abandona a su esposa, hijos, y rehúye de su vida como mafioso (aunque no por mucho tiempo).

Al parecer, Gannascoli es de todos los actores el que peor suerte ha tenido. Hoy, como cualquier día en que se hace el tour, saluda y abre el maletero de su auto. Ahí guarda diferentes tipos de memorabilia. Ropa, lápices, vasos y muchas fotos —en que posa con los otros actores—. Todo ya viene con una firma suya. La gente hace una fila y esta es la dinámica: la persona saluda a Gannascoli y Gannascoli devuelve el saludo y le dice: “Entonces, ¿qué vas a comprar?, ¿qué te doy?”. La persona compra algo (una foto a 20 dólares; un mouse pad a 15; un vaso a 15; los precios son un poco abusivos), y luego le pide sacarse una fotografía con él y el actor que interpretó a Vito le dice: “Sí, claro”, y alza la mano, la transforma en un revólver y la apunta hacia la persona, a la vez que cambia su rostro, pasando de la seriedad hasta una sonrisa de oreja a oreja. La dinámica se repite hasta que los casi 40 turistas han pasado, comprado y fotografiado con el actor. Luego de eso Gannascoli se lleva a Marc a pocos pasos de nosotros. No se puede escucharlos hablar, pero sí verlos; Gannascoli le pasa un par de billetes y se dan la mano.

La visita a Holsten’s, el diner donde se grabó el episodio final de la serie, es otro de los  puntos altos. Es volver a uno de los tantos momentos bovinos que se suceden en este tipo de tour. Nos reciben con muestras de aros de cebolla (lo que comían Tony, Carmela y A. J. en esos últimos segundos antes del sorpresivo y enigmático corte final), por los parlantes Don’t Stop Believin’, la canción de Journey que luego del último episodio aumentó su descargas en iTunes en casi un 500%, suena una vez más. Ordenan en fila a los que quieran sacarse una foto en la mesa donde se grabó el último episodio. Incluso hay un mini jukeboxe idéntico al que Tony usa, en ese capítulo, para seleccionar el tema de Journey que, sí, ya va en su cuarta repetición (al final del viaje, conseguirán que todos salgamos silbando la canción como si hubiéramos sido parte de un experimento de acondicionamiento pavloviano). En las murallas hay fotografías con los actores en el rodaje. Hay afiches de la serie, recortes de diario y banderines de equipos de fútbol americano y béisbol. Los locales, la gente de Jersey, que a estas alturas debe estar un poco aburrida de ver turistas, nos miran con cara de pocos amigos.

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El bus avanza por una carretera de Nueva Jersey. Varios autos, otros buses y muchos de esos grandes camiones americanos que circulan de estado a estado. El bus disminuye la velocidad y estaciona en un área barrosa. Bajamos. El día sigue igual de gris y ahora unas pocas gotas de agua comienzan a caer. Ahí está la bandera: la silueta de una mujer echándose hacía atrás y las palabras “Satin Doll, house of the original Bada Bing!” Es el strip club en que Tony cerraba sus negocios, donde iba a ver alguna estríper, a tomar algo y a relajarse luego de discutir con Carmela sobre cómo criar a Meadow o A. J.

Apenas nos bajamos, Marc nos pasa una hoja que debemos firmar. Advierte: “A las bailarinas no les gusta ser fotografiadas”. Pero no es solo eso: también es un documento con el que la empresa que organiza el tour se exime de cualquier eventualidad que pueda suceder adentro. “¿Ha habido problemas?”, pregunta un inglés con camiseta del Manchester. “Un par de peleas, algunos tipos que tuvieron que sacar a la fuerza”, responde Marc.

Ingresar al Bada Bing! es una peregrinación curiosa. Lo primero es esa confirmación de estar realmente en Nueva Jersey. A estas alturas, cualquier grado de cosmopolitismo quedó atrás, en la Gran Manzana. Es un sábado por la mañana, afuera el clima es totalmente invernal y en cualquier momento se larga a llover; adentro, los únicos clientes —aparte de la gente del tour— son locales. Todos parecen personajes de algún cuento de Stephen King o de alguna canción de Bruce Springsteen. Todos tienen una Budweiser en frente o un vaso con whisky. Todos están sentados en un taburete, mirando a esa bailarina que alterna entre dos caños, baila, aunque en ningún momento queda topless. Veinte minutos es lo que vamos a estar en el Bada Bing! A diferencia de la mayoría del grupo, quienes se quedan tímidamente en una esquina mirando, quien escribe esto se sienta en un taburete junto a los locales. Varios de ellos andan con billetes de un dólar. De vez en cuando sacan uno, le hacen un gesto a la bailarina y esta se acerca, sonríe, toquetea al tipo, deja que le pongan el dólar en alguna de las ligas y se aleja bailando.

Veinte minutos pasan volando. Es hora de volver al bus. Y es arriba cuando Marc lo comenta para los que no lo notaron. La historia es en referencia a la pareja de ingleses, esos dos que todo el tour han ido de la mano. Así es como entraron al Bada Bing! y él se la llevó a uno de los rincones, se puso de rodillas, sacó un anillo y le pidió matrimonio. Y ella, en medio del strip club, dijo que sí. El resto del grupo, al ver eso, aplaudió y celebró el inicio de un romance que se gestó gracias a Los Soprano.

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Y otra vez el final.

Siempre el final porque, si algo hace el fanático de Los Soprano, es hablar del final.

Vamos dejando atrás esos rincones industriales de Nueva Jersey. Algunos aún comentamos sobre las bailarinas ucranianas del Bada Bing!, otros siguen pensando en esa (tragi) cómica imagen de Vito Spatafore ofreciendo suvenires, y varios asientos más atrás los dos británicos ya planean la boda y su luna de miel. Es entonces cuando Marc pregunta sobre el final de la serie. “Que levante la mano a quién no le gustó”, dice. Unos pocos —tres o cuatro— lo hacen. “Ahora a los que les gustó”. Más de 20 personas alzan las manos y en ese preciso momento salimos definitivamente de Nueva Jersey y por los parlantes comienza a sonar una vez más el opening de Los Soprano, eso de “You woke up this morning/ Got yourself a gun,/ Mama always said you’d be/ The Chosen One”.

“Les haya gustado o no, el final de Los Soprano sigue siendo uno de los mejores en la televisión mundial”, dice Marc. “¿Saben por qué?”. Ninguno de los que vamos en el bus nos atrevemos a teorizar. El silencio se prolonga mientras, a lo lejos, levemente la silueta de los edificios de Nueva York comienza a aparecer. “Porque todavía, seis años después, seguimos hablando sobre eso”.

Para hacer el tour se pueden reservar tickets en

www.screentours.com/tour.php/sopranos

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