Por Diego Pérez Ordóñez.
Edición 461 – octubre 2020.

Pasear libre y despreocupadamente por la mente de Susan Sontag. Indagar en sus rincones y visitar sus galerías secretas. Hurgar en busca de sus mecánicas intelectuales, de sus miles y variadas lecturas decantadas por los años, de sus procesos de acumulación de sensaciones y conocimientos. Entender cómo funcionaba en su caso la relación entre observar y escribir. Tratar de descifrar sus verdaderas pasiones.
Susan Sontag tenía ambiciones y alcances de pensadora total (acompañada también de buena cobertura mediática). Casi no había materia que no le interesara o a la que no hubiese hincado el diente: el activismo, el teatro, la sexualidad, la prosa, las imágenes, las dolencias del cuerpo o la barbarie de la guerra. Por la trascendencia de sus análisis, de sus glosas y emprendimientos literarios, se podría haber sentado muy cómodamente en los salones parisinos del antiguo régimen, ejerciendo el viejo arte de la conversación, en discusiones interminables sobre lo divino y lo terreno. También le habría ido de maravilla en el proceso de construcción de la Enciclopedia de sus antepasados eruditos iluminados, en animadas discusiones con Diderot, D’Alembert o con el radical barón de Holbach.
Contenido exclusivo para usuarios registrados. Regístrate gratis
Puedes leer este contenido gratuito iniciando sesión o creando una cuenta por única vez. Por favor, inicia sesión o crea una cuenta para seguir leyendo.