Texto y fotografías David Romero.
Edición 421 / Junio 2017.
El problema de la contaminación ambiental no solo es consecuencia de las emisiones de CO2 de los automóviles, también lo es de la agricultura moderna; de ahí que comamos veneno a diario.
El 18 de abril de 1873, en Múnich, su muerte ocupó la primera plana de varios rotativos. El alemán de 69 años era ni más ni menos que Justus Von Liebig, Premio Nobel y creador de la agroquímica. Antes de esa fecha, hubo algo que atormentó al científico día y noche; en su lecho de muerte y agobiado por el arrepentimiento, dejó escrita la siguiente confesión: “He pecado contra la sabiduría del Creador y, con razón, he sido castigado. Quería mejorar su trabajo porque creía, en mi obcecación, que un eslabón de la asombrosa cadena de leyes que gobierna y renueva constantemente la vida sobre la superficie de la tierra había sido olvidado. Me pareció que este descuido tenía que enmendarlo el débil e insignificante ser humano”.
Es que, con sus aportes, alrededor de 1940, nació la Revolución verde, que no fue otra cosa que “inundar” de químicos los sembríos para obtener mayor rendimiento, volumen de producción y, por ende, ganancias. Así fue que los cultivos del planeta se llenaron de pesticidas: fertilizantes, herbicidas, insecticidas y otros poderosos venenos.
Indudablemente, las investigaciones de Liebig ayudaron a satisfacer en buena medida la demanda mundial de alimentos; por ejemplo, se duplicó la producción de trigo en cinco años —de 700 millones de toneladas en 1950 a 1 800 millones en 1955— gracias a la “magia” de los agroquímicos. ¿Cómo se logró ese incremento? Pues manipulando genéticamente los cereales para volverlos más resistentes.
La Revolución verde fomentó, además, la producción de semillas híbridas de alto rendimiento, que responden también a altas dosis de fertilizantes sintéticos.
Pasaron muchas décadas y, poco a poco, el mundo fue adquiriendo una conciencia plena sobre su alimentación. ¿Qué nos llevamos a la boca? ¿Conocemos la procedencia de los alimentos que consumimos? ¿Qué es realmente lo que mi cuerpo necesita?
Maritza y Pacho
Hace treinta años, cuando nadie hablaba de agricultura orgánica en el Ecuador, una joven pareja se instaló en una zona rural de Puembo, provincia de Pichincha, para llevar adelante el proyecto revolucionario de cultivar sin químicos: hablo de Maritza Rubio y su esposo, el quiteño Pacho Gangotena. Abandonaron las comodidades de Quito y adquirieron cuatro hectáreas que hoy son un referente local e internacional en cuanto a producción saludable.
Lo curioso es que ni Maritza ni Pacho son ingenieros agrónomos. Pacho es antropólogo; si alguien puede hablar genuinamente del buen vivir es este hombre. Sin darme tiempo a preguntar nada, me invita a la primera reflexión: “¿de dónde sacas la mejor madera del mundo? De la selva. ¿Por qué hay una fertilidad tan salvaje allí? Pues porque ningún ingeniero llega a fumigar ni a fertilizar. Entonces deberíamos empezar por entender cómo se autofertiliza la selva”.
—Vamos para que conozcas la finca —me dice y se calza unas gastadas botas negras. Mientras caminamos y observo a campesinos labrando la tierra, le hago una pregunta que se cae de madura…
—¿Cómo logra cultivar sin agroquímicos?
—Aquí en el campo tenemos tres principios básicos, que debería tener toda la agricultura mundial, hablo de las tres “emes”: microorganismos, materia orgánica y minerales. Te explico la primera: la selva produce entre veinte y treinta toneladas de materia orgánica seca por año, que es un volumen tremendo; las hojas caen de los árboles, se secan y es el alimento de los microorganismos, que comen eso, se pegan a la raíz de la planta y la alimentan; o sea, un microorganismo es el cocinero y el transportista que lleva los nutrientes a la planta
La segunda es la comida para los microorganismos: si quieres tener gran presencia y diversidad de estos tienes que poner comida en el suelo. La materia orgánica es todo residuo vegetal, animal o agroindustrial presente en el suelo.
Y la tercera “eme” son los minerales: los microorganismos necesitan hierro, calcio, todo esto. Si vas a la naturaleza, en las rocas encuentras trazas mínimas de unos 80 minerales. Entonces coges arena colorada, arena café, arena gris, arena blanca; mezclas; mueles eso bien finito, como cemento, y ahí tienes tus fertilizantes; eso lo puede hacer un campesino. Además, coges la caquita de las vacas o de cualquier otro animal y obtienes potasio. Tú llegas a tener hasta 50 frutos por planta en forma orgánica, sin un químico.
—¿Es más costoso producir así?
—Sí, es más costoso. Por ejemplo, la zanahoria: si se deshierba con un herbicida selectivo, una persona puede hacerlo en una hora con la bomba de fumigar; en cambio, manualmente nos lleva dos días, dos jornales. ¡Pero me importa un pepino!, porque la plata no está yendo a las grandes compañías sino a la gente. Necesitamos 6 000 dólares mensuales solo para el rol de pagos en una finquita de cuatro hectáreas, el costo mayor que tenemos en la agricultura orgánica es en la mano de obra, ¡pero qué maravilla!, generas fuentes de empleo, evitas la migración y, además, tu suelo se vuelve fértil. Solo en fertilizantes químicos el país importa 800 000 toneladas anuales e importa un poco más de un kilo de veneno por persona. ¡Estamos llegando casi a los mil millones de dólares en venenos! Si esos mil millones de dólares fueran para los agricultores, los apoyarías con una “vacona” para que tengan leche, para que tengan crías. Yo veía que los campesinos antiguamente, incluso antes de la Reforma Agraria, tenían animales, no compraban químicos y ponían la majada, el estiércol en el campo. Una vaca puede fertilizar una hectárea.
Continuamos recorriendo la finca. Pacho interrumpe la charla cada treinta segundos. De pronto me dice emocionado: “Ahí, mira”, mientras unos pajaritos revolotean sobre los cultivos. “Ellos son nuestros aliados, nos ayudan enormemente y te hacen un control biológico maravilloso, comen insectos”.
—Hemos hecho un pequeño estudio: de los veintidós pájaros que hemos contabilizado en esta finca, doce son insectívoros, que es igual a control biológico. Unos cazan moscas en el aire, otros se comen la larva de la mariposa blanca; te limpian. Todos los insectos son parte de una cadena, quitas uno y se empieza a fregar la cosa.
Maritza Rubio, esposa de Pacho, tiene 60 años y se autodefine como una chilena de Quito, porque vive 42 años en el Ecuador.
—¿Usted es consciente de haber dedicado su vida, junto con Pacho, a sanar la tierra? —le pregunto.
Sonríe.
—Sí, sí, seguro, absolutamente consciente —dice con firmeza—. No es solo sanar la tierra, sino también a uno mismo. Empezamos con la cosa de la agricultura orgánica siendo un par de ignorantes; cuando decidimos meternos a esto la gente dijo ustedes están locos, es imposible hacer una finca totalmente orgánica. Cultivar sin químicos nos ha llevado a cambiar nuestra forma de vida, digo nuestra forma de vida porque, por ejemplo, con mis hijos yo no tuve pediatra, decidí que no quería nada con la medicina convencional. En estos treinta años he ido aprendiendo un montón sobre el uso de las hierbas y cómo curarte, cómo limpiar el cuerpo y cómo comer para poder eliminar una gastritis; es todo esto: cómo te vas metiendo, cómo vas investigando, cómo vas aprendiendo y vas transmitiéndolo a la gente.
LAS VENTAJAS DE COMER ALIMENTOS ORGÁNICOS
• Son más nutritivos. Muchos estudios han demostrado que pueden tener más niveles de nutrientes que los convencionales.
• Mejora la fertilidad en las parejas. Muchos plaguicidas usados en los cultivos tradicionales afectan la fertilidad de hombres y mujeres.
• Mejoran el sistema inmunológico. Nos fortalecen y dificultan el contraer enfermedades. Además, los productos químicos utilizados en la agricultura convencional pueden afectar al sistema hormonal y provocar sobrepeso.
• Son sustentables. Su cultivo apuesta por un ciclo circular de producción, sustentable en el tiempo y amigable con el medioambiente.
Fuente:veoverde.com
Los efectos del gluten
Con el paso de los años, la modificación genética de algunos cereales terminó por pasar factura a los organismos humanos. ¿Recuerdan que de manera “revolucionaria”, en cinco años, la producción de trigo se duplicó? Pues resulta que allí no quedó la cosa: el trigo sufrió una segunda alteración genética, esta vez para facilitar el trabajo de los panificadores. Esto, hoy, vive sus consecuencias nefastas; la llaman “la pesadilla del gluten”. ¿Qué es el gluten? Un conjunto de proteínas presente en el trigo, la cebada, el centeno y la avena. El gluten hace posible que la masa de pan sea elástica, que se estire pero no se rompa y recupere su forma original. Lamentablemente, a raíz de este descubrimiento se modificaron muchas variedades de trigo, pasando de granos con un minúsculo contenido de gluten a los de hoy, que contienen entre 80 y 90% del total de sus proteínas.
¿Por qué digo lamentablemente? Porque, así como se produce mejor pan, el gluten perjudica tanto la salud de pacientes celíacos (predisposición genética que no tolera el gluten) como de personas comunes y corrientes.
La celiaquía es una enfermedad crónica y autoinmune que, al principio, daña el intestino y cuyo primer síntoma son las diarreas. Tradicionalmente se la asoció con un trastorno solo digestivo; sin embargo, en la actualidad han comprobado que se trata de una enfermedad que puede producir anticuerpos que a su vez pueden atacar cualquier órgano o tejido. Esta enfermedad puede provocar diversos tipos de cáncer e incluso trastornos psiquiátricos.
De acuerdo a David Perlmutter, neurólogo, miembro del Colegio Estadounidense de Nutrición y autor del famoso libro Cerebro de pan, los efectos del gluten no solo se relacionan con problemas de orden intestinal sino también con la salud neurológica; su tesis es contundente y preocupante: “Todos los descubrimientos científicos recientes señalan al gluten como un veneno que detona no solo demencia sino también epilepsia, cefaleas, depresión, esquizofrenia y hasta disminución en la libido”. En otras palabras para Perlmutter evitar el consumo de trigo es sinónimo de preservar la salud mental.

Actualmente, en Quito existen alternativas de alimentación libre de gluten, una de ellas se encuentra en la cafetería Maracuyá Sugar Free, una pastelería especializada en postres libres de azúcar, gluten y lácteos. La característica principal de sus productos es que son aptos tanto para personas con diabetes como para intolerantes al gluten. Su jefa de cocina y propietaria, Daniela Moreano, cuenta acerca de las materias primas que usa para reemplazar la harina de trigo: “Hacemos nuestras propias harinas, usamos almendras, nueces, zapallo y una fibra especial de yuca; además, reemplazamos todo el azúcar, de esta forma eliminamos de nuestra cocina estos dos venenos que tanto daño nos están causando”.
—¿Por qué decidiste hacer este tipo de repostería?
—Porque entendemos lo difícil que es nadar contra toda la corriente alimentaria a la que nos han acostumbrado. Nuestro primer paso fue tomar conciencia de lo que comemos, pero sobre todo de lo que queremos vender. Así nos especializamos, aquí no vas a encontrar nada con azúcar ni trigo, ni para nosotros, porque el cambio empieza desde uno: si yo siento empatía por mis clientes, nunca haré algo contra ellos. Por ejemplo, el pan es algo que extrañan mucho y por eso hemos elaborado una línea de panadería para ellos; aquí tenemos unos deliciosos pancitos de zapallo en hoja de achira, pan de yuca, de maqueño y de papa. Siempre buscamos adaptarnos a las necesidades de cada persona, para brindarle el producto que necesita y nunca tener que decirle no.
SIN…
Una dieta libre de gluten, lácteos y azúcar debe hacer hincapié en alimentos saludables e integrales como las frutas, vegetales, nueces, semillas, legumbres y granos integrales como la quinua y el arroz marrón. Las fuentes de proteína pueden incluir pescado y carne orgánica o proveniente de animales herbívoros.
Fuente: muyfitness.com
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Otra interesante propuesta de comida saludable en Quito es el restaurante Quinua. Su propietaria es Achik Zaruma Morocho, una indígena oriunda del cantón El Tambo, provincia de Cañar. Ella forma parte de la Alianza de Cocineros Slow Food del Ecuador, una organización que promueve el uso de alimentos buenos, limpios y justos.
—¿Cómo hiciste para emprender en una ciudad extraña?
—Siempre he sido una buscadora, he querido entender el porqué de las cosas; por ejemplo, ahora entendí que mi nombre Achik quiere decir luz, una luz dentro de mí: la misión de ser madre, luz para mis hijos, el verdadero papel de existir y coexistir con la naturaleza. Para nosotros la tierra es nuestra madre porque sobre ella caminamos, en ella vivimos, de ella comemos y de ella aprendemos.
Mientras conversamos, Achik pone sobre la mesa varias de sus creaciones: tamal de quinua, galletas de amaranto y jengibre, croquetas de quinua, fritada vegetariana, entre otras.
—¿Tus familiares te proveen los productos?
—Sí, especialmente la quinua, que es la mejor proteína. Yo les pido el amaranto, el maíz, la máchica, la pepa de sambo. Nosotros también somos parte de la Asociación Mushuk Yuyay de la provincia de Cañar, que también participa en este lugar, donde yo pongo sus productos: snacks de alimentos ancestrales, harina de haba y de quinua.
Se trata también de recordar cómo se alimentaban nuestros antepasados, aprender de ellos y valorar nuestra gastronomía. El chef Esteban Tapia, quien lidera la Alianza de Cocineros Slow Food del Ecuador, habla de un pacto ético con el patrimonio alimentario:
—Es un pacto responsable con uno mismo, con los hijos y con las generaciones que vienen. Hace treinta años, en la década de los ochenta, el mapa de producción agrícola de la provincia de Los Ríos tenía 80% pequeñas fincas agrobiodiversas donde uno encontraba entre doce y catorce variedades de plátano, con las que se hacían cosas maravillosas; hay un libro de sopas del Ecuador, por ejemplo, que dice que la de bolas de verde tenía que tener siete variedades de este plátano e igual número de rellenos. Si ahora tomas el mapa agrícola de aquella provincia, ves que todo está sembrado de banano para la exportación y maíz para la agroindustria. Entonces, ¿dónde está el alimento para las personas?, ¿con qué nos alimentamos?
Acabo de recordar que, precisamente en la provincia de Los Ríos, mi padre, Ángel Romero, un experto en cacao orgánico, solía decir una y otra vez: “Somos los humanos quienes hemos convertido a los insectos en plagas, al quitarles sus alimentos. Todos los seres tenemos derecho a la vida, cada insecto, cada microorganismo está cumpliendo un rol dentro del ecosistema”.
Las palabras de mi papá las llevo conmigo cuando acudo al mercado: “Cuando vayas a comprar sospecha del fruto más grande, colorido y perfecto, ese está lleno de químicos; mejor compra el más chiquito, y si tiene un gusano, ¡mejor!, eso significa que está vivo”.