Solo los muertos duermen en Barcelona

Por Huilo Ruales

 Introito

         Barcelona es una enfermedad letal, como las mujeres bellas cuando son malvadas. Cuando son fascinantes pero venenosas y por eso más fascinantes, hasta que ya no son ellas. Hasta que se vuelven un encanto de bragas, lentejuelas y máscaras detrás de las que no hay nada, salvo el eco de los tacones lejanos en los que va llegando, ebria, la senil gitana de la muerte. Pero Barcelona, por lo pronto, es eterna y anda enfiestada. Sobre todo desde que España tuvo el regocijo de quedarse huérfana y en lugar de guardar luto se dedicó a follar gratis todo lo que no había follado en la noche sin noche de Franco. La Movida, apodaron esa manera de mover las caderas sacudiendo al mismo tiempo el alma, más que la memoria de sus desaparecidos. Por lo pronto, se trataba de ponerse al día, así es que Ole la locura, se gritaba, mientras la España carca se santiguaba. Y se sigue santiguando, porque también el oscurantismo suele ser eterno.

 Currículo

         Haciendo historia, Barcelona fue fundada por los romanos, pero es mejor el mito. Cierta vez, Hércules andaba atareado dando una mano a Jasón y sus argonautas en su obsesiva campaña por atrapar el vellocino de oro. De las nueve naves que hacían la tamaña flota a través del Mediterráneo, una se hizo humo en la tupida tormenta. Hasta que Hércules la encontró en la costa catalana, junto a la apacible colina del Montjuic. Desde su cima, donde estaba reposando y festejando el hallazgo, Hércules contempló el espacio perfecto, como mandado a hacer, para fundar un pueblo con los tripulantes de la nave perdida. La barca novena. Barca Nona. Barce-lona. En mitología siempre se hila fino. Y en Barcelona, peor, que es mitómana.

En cambio es muy cierto que el Montjuic tiene graves antecedentes penales, sobre todo en su cresta que es donde está, mojigato, un castillo intacto y municipal. Se lo creó para defenderse de las invasiones marinas, pero en los siglos 18 y 19 se lo utilizó para reprimir y bombardear las sublevaciones populares. En el 20, Primo de Rivera lo convirtió en prisión de anarquistas, socialistas, catalanistas. Y el franquismo, como lo hacía por todo lado, en paredón para republicanos.

         En realidad, Barcelona ha sudado sangre y ha crecido oliendo a pólvora y cambiando de propietario y destino, como doncella indocumentada. Su ADN por ello tiene de todo desde mucho antes que se inventara a Cristo como medida de tiempo. Sus primeras pisadas provienen del neolítico y de allí se va de largo: layetanos, cartagineses, romanos, visigodos, musulmanes, condes castellanos, guerras de sucesión, renacimientos, guerras carlistas, repúblicas, dictaduras, guerra civil y franquismo. Todo eso y más le ha ocurrido a Barcelona como si nada.

         Tan como si nada que, en vivo y en directo, emperifollada y, por supuesto, siliconeada, y hablando a gritos en catalán, se presentó o mejor dicho se entregó al mundo en los Juegos Olímpicos de 1992.

            Desde luego, las evidencias de su historia no se han borrado del todo, lo cual es uno de sus encantos. Aún laten en el muro, el recinto, la callejuela, las ranuras por donde se filtra el silencio remoto y la sombra que, cada vez más en secreto, conserva sobre todo la ciudad vieja. Y, por supuesto, en la nomenclatura de la ciudad, en infinitud de vocablos, en la música, en la gastronomía, en los ritos colectivos, no se diga en su literatura —Marsé, Mendoza, Vila-Matas, Monzó— que la reinventa para volverla más genuina. Y en la desazón que, como un pájaro de un lodazal, a veces se desprende después del paroxismo en el que vive la loca Barcelona.

Desmesura

         En Barceloka todo es aspaviento, desmesura, exuberancia, como si no creyera en sí misma. Como si el haber sido negada más de tres veces le hubiera encogido la autoestima y, por eso, necesitara compulsivamente inventar su grandeza. Sus descomunales fiestas, por ejemplo, empezando por la fiesta de Déu de la Mercè y que consiste en una cita de gigantes formato Gulliver. En pintura, tiene el espectro no de pintores sino de monstruos, como Dalí, Miró y Picasso. En arquitectura, aparte de la Sagrada Familia, una serie de moles, por ejemplo, la torre Agbar que es la bala más grande del universo. Y por supuesto el Camp Neu, tercer estadio en el mundo, que además funciona de meca donde los barceloneses veneran a muerte a Su Majestad el Barça. El mismo Barça, al ser uno de los tres equipos más costosos del fútbol mundial dado el precio de sus estrellas, es una desmesura. Y el Tibidabo, que es el primer parque de atracciones de Cataluña y de España. Todo es tan grande que hasta una simple sastrería del tiempo de la chispa se enfermó de hipertrofia y ahora es un imperio comercial que reina en toda España: El Corte Inglés. El descomunal Aquarium, obviamente es el más grande del Mediterráneo. El Maremágnum, audaz estructura arquitectónica sobre el mar dedicado al estertor más frívolo, más plástico, es un nombre que ilustra la deliberada intención de desmesura y megalomanía de Barceloka.

         Pero, hablando de desmesura, de desenfreno, de lugar sin límites, su muestra estelar, sin duda alguna, es la Noche.

            En la noche duermen solamente los Muertos”, se lee en letras gigantescas o diminutas en los anuncios que publicitan los encantos de Barcelona, a partir de que se pliega el telón y surge como un incendio La Noche. Entonces, los vampiros y sus víctimas salen al trabajo. Bailaderos epilépticos de luces negras y siete niveles, espectáculos hasta para ciegos ávidos, bingos para insomnes de la tercera edad, restaurantes del mundo empezando por la babel de “tapas”, miles de bares y limbos para todos los gustos, al revés y al derecho, incluidas las máquinas de los sueños. Y los “botellones”, esos tsunamis de jóvenes citados por sms, tanto para beber, fumetear a fondo y follar, libres, bajo las estrellas, como también para joder, hostia, las normas del buenvivir de Barcelona la Hipócrita. Y, en la orilla, que no siempre está en el margen, la noche de los depredados con sus espacios para el amor, la venganza, la desesperación.

 

Turistas

También los turistas navegan en la noche, aunque más bien por su orilla y no tanto con el alma sino con la cámara. No se diga en el día.

El prestigio de que en Barcelona el sol no se va en la noche, sino que se acuesta allí mismo, a un costado de la luna, y que la primavera ocurre tres veces al año porque se repite en otoño y en invierno, acarrea toda Europa, mucho de Norteamérica y de Japón y algo del resto del mundo. Ese resto del mundo que es casi todo y que, en lugar de turismo, se dedica a la sobrevivencia, el éxodo, la migración a muerte.

Pero la Barcelona turística no se reduce a ese trío irresistible, Sol, Mediterráneo y Noche. También hay Gaudí que es una marca turística barcelonesa. Algo así como una Disneylandia para adultos, que consiste en un manojo de construcciones singulares, con mucho de travesura infantil y de intento por plasmar con materiales rudos y colores, algunas metáforas emparentados con la naturaleza.

Gaudí encanta a los turistas, desde el abrebocas que es el personaje. Un arquitecto con pinta de clochard linajudo que vivía no en una casa, como casi toda persona decente, no se diga un hacedor de mansiones y palacios de ensueño, sino en un habitáculo improvisado en el costillar de piedra, que en las comisuras del siglo 20 era el templo de La Sagrada Familia. Y más les encanta saber que este personaje medio asceta y despistado, por andar en las nubes, se dio de manos a boca con la muerte gracias a un apacible tranvía.

         Barcelona debe a Gaudí más que América Latina y África al FMI. Todos los turistas visitan los caprichos de Gaudí, al menos los principales: la zona Guell —finca, palacio, parque—, la Pedrería, la casa Calvet, la casa Vicens, la casa Batlló, la casa Mila. No se diga el plato fuerte que es La Sagrada Familia. Resulta una tentación imaginar al loco personaje de Gaudí tramando, diseñando y, en fin, gestando esta hipérbole de roca pulida disparada al cielo, más bien como una broma espectacular, una tomadura de pelo colectiva, en particular para beatos y turistas de algunos siglos, pues ya vamos con uno cumplido. Porque algo de eso late en ese revoltijo de apostólicos dragones puntiagudos. Cierta carcajada implícita en esa urdimbre de ábsides, criptas, bóvedas, naves, cimborios, obeliscos, claustros, ventanales, locura de locuras, iniciada en 1880 y casi imposible de ser concluida a estas horas que vamos para 2010. Aunque, hablando de marketing turístico, como lo diría Cantinflas, “ahí está el detalle”.

 

Nueva

Allá, por mediados del siglo 19, Barcelona ya no podía más. Le había agarrado el crecimiento demográfico, industrial y comercial y ya no cabía en el corsé de la ciudad antigua y amurallada. Así es que reventó. Y entonces surgió la Barcelona del Ensanche que, como su nombre lo indica, se expandió a los cuatro vientos, devorando, al paso, cada aldea que se cruzaba, empezando por la de Gracia. De ese ímpetu surge la Barcelona moderna, la extrovertida, la ostentosa, la de las vitrinas de marcas exclusivas, con maniquíes que ya mismo hablan y se desvisten como en Ámsterdam. La del suntuoso paseo de Gracia y la Gran Vía y la Diagonal, por las que va desenrollándose como un tapiz cuadrangular casi toda la Barcelona del presente y del futuro. La de las calles aptas para muchedumbres apuradas, pero también para el paseo en medio de su arquitectura, los jardines, las gentes apuradas. La Barcelona de los teatros y cines y los elegantes bares y restaurantes catalanes. La de los grandes almacenes, hipergalerías de arte y megalibrerías tan bien decoradas que hasta los paquetazos parecen grandes obras. La de las calles tranquilas donde tienen suficiente sombra, recogimiento y misterio las librerías viejas, en las que los miembros de la LELB (Logia de Escarbadores de Libros de Barcelona) bucean a dos manos y cuatro ojos, en pos de alguna joya. La Barcelona de las mil manzanas cada cual con su pila de bares en donde todo mundo tapea, bebe y habla al unísono, o guarda religioso silencio porque en el altar de la tele está jugando el Barça. No se diga si su rival es el Real Madrid que, en ese caso, ya no es juego sino guerra. La Barcelona de los barrios, cada cual con sus encantos propios, sus personajes, sus secretos, su solaz para descansar del frenesí al que obliga la desmesurada Barceloka.

Vieja

            Una vez que se desató la Barcelona Nueva, la Barcelona Vieja se quedó de una pieza, solísima, casi hablando solamente con el eco. Casi dedicada a evocar los malos ratos y en la noche a escuchar el latido y el desamparo de sus muertos milenarios, con sus espadas truncas y sus pestes y sus caballos ahogados en sangre. Pero en vez de quejarse y dedicarse al abandono, siguió viviendo puertas para adentro, como si las murallas no hubiesen sido derrumbadas y con sus tobillos en el mar por el lado de la Barceloneta, el viejo barrio marinero. También creció por el costado del Born que junto con el Gótico hicieron un dédalo de callejuelas medievales donde reina en forma estridente el siglo 21. La de los museos, las catedrales romanas, las plazuelas colmadas de bares y boutiques. La de los funámbulos, escupefuegos, guitarristas, grupos de cámara, hacedores de acrósticos o poemas de amor, bailarines, y uno que otro ejemplar de la Corte de los Milagros. La de la Plaza Real que, quien lo hubiese creído, terminó invadida de restaurantes colmados para siempre de pálidos turistas tristes. Y en la madrugada, convertida en trinchera de ratas y errabundos casi provenientes de la edad de la hoguera y de las plagas.

Piratas

         La Plaza de Cataluña es el ombligo de Barcelona y desde allí se abre de brazos y piernas. Con relación a su fehaciente cultivo de la desmesura la plaza resulta pequeña. No tiene monumentos a nadie, sino imponentes esculturas, algunos árboles, una muchedumbre de palomas obesas y estresadas ante perpetua lluvia de comida y bancas suficientes para que recuperen fuerzas los náufragos del mundo. En las calles aledañas, parece día de fiesta y no lo es. O sí lo es en la medida en que Barcelona vive en fiesta toda su vida.

         En cambio, para los vendedores piratas, Barcelona no es ninguna fiesta sino un campo de batalla. Piratas hindúes, pakistaníes, africanos, sin otra arma que unas ganas incontenibles de sobrevivir y de romper el karma. Ellos exhiben el número de ilusionismo más perfecto de esas calles enfiestadas: tienden en la calzada un metro cuadrado de tela con un hilo invisible en cada punta, sobre ella distribuyen al apuro, todo es al apuro porque es guerra, devedés de música y de cine, corbatas de seda, relojes, celulares. Hileras de piratas, que al mismo tiempo que venden a precio de regalo, miran a los costados con nerviosismo de pájaro. En general es cuestión de minutos, eternos minutos que suelen parecer segundos, hasta que por alguna bocacalle irrumpen las malditas camionetas de los municipales. En un segundo, todos los piratas —como en una coreografía intensa y perfecta— tiran de los hilos y convierten en paracaídas el metro cuadrado de tela con la mercadería dentro. El negocio se ha esfumado y cada pirata, con un bolso al hombro, también se esfuma por entre la multitud. Nadie aplaude ese número. Lo que sí, muchos espectan entre indignados e impotentes la acción policial. Algún cronista extranjero disfrazado de turista hace trabajar su cámara secreta que parece bazuka. Los piratas aprendices o enfermos o maleados, se han enredado en los hilos y junto con la mercadería han quedado atrapados como en una telaraña. Entonces, los municipales, con perros o sin perros cumplen su misión: decomisar la mercadería de contrabando y esposar al pirata entre porrazos. Después de un breve trámite, por indocumentado y pirata, se lo soltará al reverso de la frontera, ese alambrado de púas en donde se abre la Nada como el hocico de Dios.

Ninfas

         Algo parecido aunque peor ocurre a una lluvia de mujeres provenientes del Este y del Oriente y del Sur. Porque en Barcelona, el sexo es un negocio de mil caras, cada cual más oscura y que funciona con la misma eficacia y sordidez que las casas de reposo, esa especie de minihospicios y despostaderos privados, en donde los ancianos olvidados conocen los ultrajes del infierno, incluido el de mantenerlos vivos a la fuerza, porque en eso consiste el negocio. Negocio próspero, igual que los casinos, las misas negras, el crimen, la desolación. Mujeres frescas, ignaras, oriundas de ciudades en escombros o invadidas no solamente por el hambre y que engañadas por alguna red de proxenetas, aterrizan y se hunden en Barcelona que para ellas resulta un pantano. Sin papeles, sin brújula, caen dentro del molino de carne donde no pocas aceleran a fondo hasta por las venas y con los ojos abiertos, para mostrar al miedo que, cuando se ha perdido todo, ya no se le tiene miedo.

Ramblas

De un tajo, las Ramblas escinden a la Barcelona vieja por lo menos en dos. A la diestra, la Gótica, la Real, la Reliquia, a la siniestra la Siniestra, la Inmunda, la Loca Robacorazones. Pero hablando de las famosas Ramblas no son otra cosa que una ancha pasarela bullanguera y cosmopolita, que se despega de la plaza de Cataluña y se va rodando hasta frenar a raya a pocos jemes del Mediterráneo. Se inicia con un manojo de sillas ocupadas por una caterva de catalanes con pinta de peones de brega y de bailaores jubilados, que mientras fuman, tosen, bostezan y parlotean al unísono, contemplan desolados, casi extranjeros, la atroz mutación de su arena y su tablao, en cemento y muchedumbre. Faltan cámaras a los turistas rubios y amarillos, para devorar todo lo que viendo no ven. Hileras de seudoactores que, para ganarse dignamente la vida en su rol de estatuas, ya no parpadean ni sudan ni respiran; mucho menos Drácula que, dentro de un frac y un sarcófago, trabaja durmiendo todo el día. Retratistas que manejan el carboncillo con destreza, pero sin una gota de alma. Algún mimo dedicado a parodiar distraídos. Uno que otro mago apto para tristes fiestas infantiles. Bailaores con un tablao formato rodapiés. Titiriteros prodigiosos, como el ajadísimo Charlot que hace bailar y correr y hasta acongojarse una marioneta de Charlot, y que fuera de escena es un judío argentino, huérfano de sus hijos por culpa de Videla. Los kioscos de diarios del mundo colmados y de libros y de fetiches del Barça, y para la bulimia, revistas, videos, calendarios, postales, de sexo y más sexo, por favor. El timo de las tres tapas y la bolita que funciona como logia igual que en todas partes. La zona estruendosa de los pajareros en donde cierta vez un borracho escocés, conforme iba comprando de jaula en jaula toda clase de pájaros, los iba soltando en el aire, incluido loros, hasta que ofendida en su dignidad la diminuta vendedora se negó a vender el saldo de pájaros que chillaban amotinados pidiendo su liberación. El vendedor de poemas anacrónicos con aire de desterrado de la mansión de las musas. Los chinos vendedores de iluminadas y bullangueras chucherías chinas. Las lívidas criaturas del museo de cera en donde no entra casi nadie porque en Barcelona no es la cera que vale sino la carne, el estruendo, la vida. Por supuesto, titilando por todo lado, las gitanas del tarot, el tabaco, las líneas mentirosas de la mano. Y al fondo, en donde Las Ramblas de manera repentina se convierten en silencio y sombra, la vela, la mesa, el rostro huesudo, la boca escarlata y los aretes de oro, escogiendo clientes con su vista de vidrio, la gitana que sabe todo de todos, empezando por el fin.

Raval

         Que del diablo goce el Barriochino que ya descansa como se merecía. Y sobre su tumba, que más que en el suelo está en el aire y en la literatura y en el cine y en la pintura y en los genes futuros, ha surgido otro barrio. Nuevamente se llama el Raval y se lo ve feliz dedicado con tanto esmero al olvido.  Su destino nuevo, sobre todo desde el 92, es el arte, la cultura, la frivolidad, el shopping y cierto inevitable mestizaje, al menos comercial.

         El antiguo Hospital y Moridero de la Creu se ha transformado por arte de magia en la magnífica Biblioteca de Cataluña. También allí se yergue como un dragón de vidrio, aluminio y mármol, el Centro de Arte Contemporáneo. Muy cerca, está igualmente el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona que es otro dragón con espacio suficiente para que Barcelona y el mundo estire las piernas hasta donde le da la cultura. Y en el centro del barrio, sigue latiendo cada vez más la exuberancia de La Boquería, ese mercado ahogado en luz como visión de alucinado, en donde las frutas y los dulces y los animales marinos, tienen tal vitalidad y colorido que parecen artificiales.

Barriochino

         El Distrito Quinto se llamaba. O también Raval que, siendo su nombre de pila, fue borrado por su apodo que se le pegó en el lomo y en el alma como a los perros y los pobres la sarna: Barrio Chino. Un apodo sin patas ni cabeza, ya que de chino no tenía nada, aunque todo de barrio fatal y con doble vida. La de pobre vecindario que no tenía dónde caerse muerto y por el que circulaban legiones de niños harapientos, sifilíticos, rateros, y afiladores de cuchillos, y vendedores de todo un poco, y gitanos y forasteros; y la otra vida, que era bohemia, lujuriosa, droga, triple salto sin red. Allí se vendía el pan, la carne, los diarios de la época, pero también el amor y los sueños en cualquier establecimiento del ramo o en la bocacalle. O se robaba. O se mataba. No se diga cuando caía del cielo la noche.

            Se dice que su vida de pobre barrio hubiese transcurrido sin pena ni gloria, si no era por su proximidad con el Teatro de Liceu. Como mariposas en farol, caían los artistas del cante y el baile en los bares de su entorno, esperando el milagro de un contrato. De allí surgió, por ejemplo, el Circo Barcelonés que, ni corto ni perezoso, montó espectáculos con los artistas que no lograron el milagro. Y, con los mejores artistas restantes que eran muchos, surgió la Villa Rosa, futura catedral del flamenco en Cataluña. O la Taurina, de donde salió a la conquista de España la famosa Carmen Amaya. Allí se contrataban cantantes y bailarinas para festejos dentro y fuera de Barcelona. Y así, sucesivamente, hasta que en el Barriochino fueron brotando no solamente tablaos y colmaos, sino bares de coperas, garitos, burdeles bien puestos, tristes lupanares y un salpicado de putas en la calle.

         Al lado de la botica y de la pescadería y de la tintorería, estaban los garitos, donde se bebía y se bailaba para calentar motores, y también las taciturnas pensiones donde se follaba a bajo costo. Allí desentumían el alma y de paso calmaban el cuerpo, pescadores y marineros, amanuenses solitarios, agentes viajeros, latinoamericanos fugitivos, errabundos mundiales, toreros sin estrella, malhechores, anarquistas, curas travestidos, tímidos o aspaventosos sodomitas, tímidos o aspaventosos artistas.

         En la calle del Cid, arteria principal del barrio estaban los mejores sitios. Entre ellos, La Criolla, mítico cabaret ambidiestro que, además, tenía un amplio surtido en drogas, armas y otros servicios indecibles. Atraídos por sus efluvios llegaban a palparlo en carne propia hasta del extranjero. Allí hizo su madriguera y edén el inusitado Jean Genet en su época barcelonesa de puto, drogo y chorizo, trance que lo deja reinventado en su famosa novela Diario de un ladrón. En romería, atraídos por la fama del barrio, llegaban con ganas de quemarse las alas, escritores y artistas de todos los confines. Y entre ellos, timoneados por el estruendoso Salvador Dalí, desembarcaron, se enfiestaron y se hicieron polvo, un manojo de surrealistas como Ray Man, Paul Eluard y André Breton. Conocer Barcelona sin visitar el Barriochino era no conocer nada, un desprestigio equivalente a no conocer el infierno estando muerto. Y los autores que no tuvieron esa suerte nutrieron su imaginario con las leyendas o el aura del mítico barriochino.

         Un sinfín de artistas se encendieron y se apagaron en el Barriochino. Gil de Biedma, como un cardenal de poetas, se sumergió en esa materia barriochina y allí, como él lo deja anotado para siempre, halló el hueso plateado de la poesía que, a la final, es el hueso sacro de la Muerte. En esos cuartos de pensión cuyos espejos no siempre devolvían la imagen, un sinfín de amantes quedaron pendidos como banderas. Por ejemplo, la legendaria Gladiola, que era el caviar de Madame Petit, una casa de citas exclusiva que estaba al final de la calle del Cid. Tenía el aura y el rostro de María Félix, y un tajo en la mejilla que aumentaba su embrujo. Era un hermafrodito que tenía los dos sexos vigentes, dice la leyenda. En un auto a medias limusina a medias coche de pompas fúnebres, que se atascaba en las bocacalles, llegaban a buscarla y le conducían a ciertos antros palaciegos en la zona de Gracia. Con el tiempo, que para ella pasaba como un bólido en llamas, y el láudano y la absenta —la Matahari, la de 80°, que mataba dulcemente— y, por supuesto, el amor y la farsa, se fue deteriorando de manera aparatosa. Hasta que una mañana, en una pensión llena de gatos calvos y en medio del fragor de la fiesta de San Jordi, se la encontró degollada, los brazos en cruz y el par de sexos al aire. Cuentan que su asesino, un poeta de Murcia que la amó platónicamente, le mató para salvarle la vida que le restaba. “Murió como las alondras, con las alas abiertas”, cantaban en los tablaos a su memoria.

Aparte de mucha literatura mundial y el valioso testimonio de fotógrafos como Joan Colom, del Barriochino no ha quedado sino el eco de un aroma a esperma y a perfume de burdel rancio. Y a Vacío, como la mente de un prestidigitador suelto en el mármol del Alzheimer. Y en sus orillas, que van a dar hacia nuevas y estridentes avenidas, solamente pulula un manojo de fantasmas. Putas pertinaces, huérfanas de su barrio fenecido, que siguen defendiendo el oficio con sus cuerpos marchitos. Aún se las puede ver, con la caña sin cebo y sin apuro en la cada vez más vedada pesca de almas urgidas de un triste polvo triste. O, más bien, con un sentido de la ética profesional, continúan atendiendo a sus clientes de la época franquista. Juntos, viejos, puta y cliente, casi vestidos metiéndose bajo las sábanas. Para nada. Para abrigarse de la intemperie cada vez más crónica. Para guardar escrupuloso silencio, como cuando todo el barrio se escondía en los refugios y se escuchaba sin respirar el rugido de los bombarderos. Para decirse unas palabras que resquebrajen el dolor del presente. O para nada. Para oír, juntos, como si fuera un sueño el ruido del barrio ya muerto, la estridencia de esa ciudad maldita que ya no les pertenece. O para nada. Para que los dedos llenos de miedo palpen el acabose de la carne y del alma. O, para oír, como imaginado, el llanto irreprimible de ese viejo ex anarquista ya sin muelas y con audífono, que algún día, quizá, fue motivo de riña entre ella y otra puta ya muerta.

 

Síndrome de Ulises

          Sobre una torre de hierro de más de cincuenta metros, al pie de Las Ramblas, vive encaramado desde hace siglos Cristóbal Colón. A veces, se lo ve sumido en una soledad espantosa, en medio de ese embrollo de avenidas congestionadas. Y siempre, pero siempre, en tanto viejo marinero, se lo ve mirando al mar que delante suyo se desenrolla como un espejo perforado de embarcaciones y de estrellas. Y hacia allá señala su índice con determinación, como diciendo: Mirad, al otro lado del mar nos espera el Dorado. Aunque actualmente parece decir: Mirad, desde el otro lado del mar vienen en busca —o a recuperar algo— del Dorado.

            Colón no suele equivocarse. Ni Juan Rulfo que, además de ser uno de los grandes maestros de la literatura hispanoamericana, es profeta. La evidencia está, por ejemplo, en el inicio de su gran novela Pedro Páramo: “Fui a Comala porque me dijeron que allá vivía un tal Pedro Páramo”. Quien lo dice es uno de sus innumerables hijos, llamado Pedro Preciado. El hijo efectúa el viaje en busca del padre que vive muerto en Comala. Ir en su busca tiene una pretensión sustancial: cerrar el círculo, eliminar el abismo que ha dejado el ultraje a la madre, la orfandad, el abandono. Metáfora perfecta de la historia que une y separa a España con Latinoamérica. El colonizador llegó, expolió, inseminó y arrancó la lengua —es decir, la memoria, la cultura, la identidad— y entonces se hizo el silencio que es la peor ceguera. Pero el padre dejó en la madre el hijo y éste se apropió de su lengua. Ésa fue la herencia fundamental. Y un día, cuando arrasó la desesperanza, cientos de miles que hacen el Pedro Preciado, con las manos vacías pero armados de la lengua paterna, hicieron el camino en su búsqueda. Y llegaron a España. Y, por supuesto a Barcelona.

            Hasta antes del 90, los latinoamericanos que llegaban a Barcelona eran estudiantes de clase media o gente huyendo de las fauces militares o, casi en calidad de fantasmas melenudos y malcomidos, los poetas nómadas.

            De ecuatorianos no había ni la sombra.

            La sola migración ecuatoriana provenía de la clase media pauperizada y tenía un solo horizonte que era Yankilandia. Pero los ecuatorianos pobres no tenían horizonte, ni siquiera sabían que existía a menos que fuera un abismo. La esperanza era un artefacto obsoleto o, conforme lo dictan las sectas, un ticket solamente usable en la vida eterna para lo cual era indispensable primero vivir en la mierda y después morirse y entonces sí, ticket en mano, ponerse en la fila. De tal manera que el presente era esa cosa angosta como ascensor sin techo ni piso, llamada sobrevivencia. Sobrevivir como fuera, a gatas, a tientas e incluso arranchando la vida ajena. Y así estaba la situación cuando ocurrió una ráfaga de subgobiernos, que sin durar mucho tuvieron el tiempo de sobra para erigir la crisis económica más grande de la historia ecuatoriana. Entonces sí se desfondó la realidad y se desató la desesperación y casi la antropofagia, y los pobres fueron cayendo en el abismo. Y en esa caída estaban cuando un rumor entre tanta farsa tomó cuerpo y se hizo bola de nieve o más bien de fuego: había salvación sin necesidad de morirse. Y tal milagro, decían, era posible en la mera España.

            Hasta entonces, para los ecuatorianos pobres, la madrepatria vivía muerta en el himno nacional o como una reliquia de la historia escolar y el mundo era una abstracción que empezaba en los linderos de la aldea. O existía solamente en el espacio virtual de la televisión. Pero tal era la oscuridad que por allí se hizo un boquete de luz, así es que a tientas, a empujones, vendiendo el alma al diablo a precio de huevo, buscaron la salida de la patria y se largaron por los aires o los mares, unos espantados, todos zombis, hasta aterrizar en la puta madrepatria.

            Desde entonces, sin saber leer ni escribir, centenas de miles de migrantes andan escribiendo hasta en la noche, hasta en la tumba, la nueva historia ecuatoriana y, de paso, la nueva historia española. Para muestra basta un montón de muertos en España o a nombre de ella en sus guerras. La sangre suele inaugurar ya sea el comienzo o el fin.

            La migración está generando el nuevo imaginario literario, plástico, dramatúrgico. La nueva cultura ecuatoriana. El nuevo mestizaje que algo tiene de atávico y de recuperatorio. Analfabetos, semiescueleros, poscolegiales, universitarios, exprofesionales, miloficios, vagos por desgracia o por oficio, farsantes hastiados, negociantes sin estrella, truhanes sin salida, chapas rasos, obreras y decenas de miles de mujeres (que aparte del yugo de ser mujeres maltratadas en su entorno, han sido y ya no serán domésticas, ergo víctimas de la llamada “esclavitud moderna” que de manera ciega se practica y se acepta por mayoría absoluta y hasta se incentiva en Ekuador), encontraron en España el sentido de la vida y de la muerte que es, a la final, la misma moneda.

            El barrio más grande de Barceloka podría llamarse Ecuador, a mucha honra. Pero eso no es posible porque los ecuatorianos son una diáspora y como tal están en todas partes y todos les pueden ver. Parecen hormigas en pista de carros chocones. De manera minuciosa y sincronizada suben, bajan, entran, salen, caminan, se paran, se escabullen, llevando un estruendoso silencio que circunvala el zumbido gutural de los barceloneses. Un silencio que se triza violentamente cuando entran en los locutorios y se conectan al cordón umbilical que les devuelve a la tierra-mama. Entonces sí se los oye, a gritos, a lloros, a silencios, a clamores y disputas, recuperar la intensidad existencial de su palabra y el sentido de la soledad y el desarraigo. Toda una epifanía que, al salir del locutorio, vuelve a ser silencio penetrando como un cuchillo en el zumbido gutural de Barceloka.

            Así es la vida y eso cuesta. Y allí están trabajando de lo que fuera, con papeles o al filo de la navaja.

            Allí, también, está la Alcancía, por si acaso. La Alcancía que, como su nombre lo indica, es la reina del hampa de baja ralea y que felizota de la vida asentó una de sus nalgas reales en Madrid y la otra en Barceloka. Casi en hombros, puesto que pesa como una campana, llegó y se dispersó por España con sus ahijados y cachifes y una parte considerable de sus huestes de malandros. Allí, desde hace algunos años, está haciendo su agosto todo el año con sus filiales del robo callejero, la prostitución, la droga al menudeo, el subalquiler de vivienda por pulgadas, los préstamos al chulco para los meados por el diablo.

            Pero también están los Latin-King, esos ángeles de bronce que hubieran entrado intactos al imaginario de Buñuel. Ejército de ángeles sublevados como los de Mishima, que para espantar al miedo cultivan el honor más que el rencor. Ángeles expulsados de la jungla española, embajadores secretos de la Gran Venganza de los Abuelos, expandiéndose dentro del monstruo que los devoró. Ángeles más que iracundos melancólicos. Niños abandonados en la discoteca cósmica de la historia, del próximo milenio, entrando en su destino de ser los primeros hijos del suelo ajeno. Los primeros hijos del suelazo que tuvieron que vivir sus padres para salvarse.

            En ellos, en sus cuerpos, en su lenguaje, en sus corazones, estallará el fuego que impedirá que se vuelvan ceniza. Los Latin-Kings. Los Reyes Latinos, en el Imperio de la Nada, amparados por una estrategia casi lúdica hecha de normas preservatorias y depredatorias y jerarquías indias. Todo un juego de huérfanos de la guerra preparándose para ella. Porque ya lo saben y en carne propia que España y Barceloka no es el Dorado sino un campo de batalla.

            Dóminus Vobiscum.

            Amén.

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo