Texto y fotos Xavier Gómez Muñoz.
Edición 428 – enero 2018.
No solo que allí encontró material para su novela Fiesta, sino que profundizó su visión sobre la vida y la muerte. El cronista recorre los lugares por los que pasó el escritor y la manera en que se lo recuerda.

(Dicen que en París llovía los días anteriores al viaje. Eran los primeros días de julio del verano de 1923. Un tal Ernest Hemingway, a semanas de cumplir veinticuatro años, y su esposa Hadley Richardson dejaron atrás la siempre vanguardista capital francesa para dirigirse a las montañas de Navarra, al norte de España, con la idea de presenciar una fiesta popular en la que, según les habían contado, cada mañana la gente del pueblo arriesgaba la vida corriendo por delante de los toros por estrechas calles, hasta llegar a una plaza. Era el ritual de cada mañana, conocido como encierro, en las fiestas de San Fermín en Pamplona.
Ernest trabajaba como corresponsal en Europa de una publicación canadiense no muy importante llamada Toronto Star. Había sido voluntario de la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial, había ganado una medalla y buscaba un respiro del ambiente parisino en donde, gracias a una carta de recomendación del escritor y editor Sherwood Anderson, se codeaba con Ezra Pound, James Joyce, Tristan Tzara, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, entre otras tantas figuras de la época. Es decir que, a pesar de su juventud, el Ernest Hemingway que estaba por llegar a Pamplona ya era un reportero y aspirante a escritor con influencias. Un novelista en potencia.
El viaje de París a Pamplona lo hicieron en tren. Un bus los llevó desde la estación del Norte hasta la plaza del Castillo, que no es solo el punto central del casco antiguo sino el corazón mismo de la capital de Navarra. Ernest y su esposa llegaron la noche del 6 de julio de 1923, el día en que toda la ciudad se viste de blanco y pañuelos rojos para empezar las celebraciones de San Fermín, durante nueve días de bailes, comparsas, fiesta y toros.
No es difícil imaginar a Ernest y Hadley abriéndose paso entre grupos de danzantes y pamploneses ebrios de alegría, por la plaza del Castillo hasta llegar a la esquina donde el hotel La Perla se mantiene hasta estos días. En ese punto la historia se divide: hay quienes dicen que no se hospedaron allí porque no les alcanzó el sueldo de periodista de Ernest; otros aseguran que simplemente no les gustó el lugar. En todo caso, la dueña del hotel, doña Ignacia Erro, les ayudó a encontrar una pensión cercana en el último piso de la casa número cinco de la calle Eslava, y por medio del archivero municipal les consiguió entradas para la plaza de toros, que entonces tenía recién un año de haber sido inaugurada. Ni Ernest ni Hadley hablaban español en su primera visita. Para los pamploneses, que no estaban habituados a ver turistas anglosajones en sus fiestas, debieron parecer dos bichos raros.
Después de pasar una guerra y establecerse en un París que a ratos le parecía “demasiado bonito”, como él mismo dejó escrito en sus reportajes, Ernest encontró en Pamplona una fiesta popular auténtica y un escenario ideal para hacer caminar a los personajes de la novela que le venía quemando las tripas: The Sun Also Rises (1926), que fue traducida al español como Fiesta y narra las aventuras de un grupo de estadounidenses y británicos que vagan entre Francia y España en la posguerra. Es la llamada Generación perdida.
Pero no solo eso, sino que al ver en una misma celebración la alegría carnavalesca y el violento espectáculo que suponen las corridas de toros, el joven Ernest Hemingway consolidó un rasgo particular de su literatura, dado por el encuentro casi traumático entre el ser humano enfrentado a una fuerza que lo supera y es representada generalmente por la naturaleza, por eso sus personajes suelen terminar heridos o, de algún modo, disminuidos; de ese choque emergen el coraje y profundas reflexiones sobre la vida. Ernest encontró eso por primera vez en Pamplona y se dejó seducir por el ritual que llevan hasta la muerte el torero y el toro sacrificado, a pesar de que él mismo escribiría años después en su libro Muerte en la tarde (1932): “Las corridas de toros no son un deporte… son una tragedia” o “(en las corridas) hay siempre crueldad, peligro, buscado o azaroso, y muerte”.
Un año después de su primera visita, Ernest volvió a las fiestas de Pamplona acompañado de Hadley y algunos escritores, entre ellos John Dos Passos; luego en 1925 y en otras seis ocasiones a lo largo de toda su vida. En total acudió a nueve Sanfermines. Fiesta fue su primera gran novela, y con ella, de paso, dio a conocer al mundo una pequeña ciudad escondida entre las montañas de Navarra, en cuyas calles aún es posible encontrar rastros del reportero que llegó queriendo ser escritor, hace ya casi un siglo.
Hemingway participó en las fiestas de los Sanfermines en ocho ocasiones, la última en 1959, cinco años después de obtener el Premio Nobel de Literatura y dos años antes de poner fin a su vida en Ketchum (Idaho), precisamente en vísperas de San Fermín. Fue un heraldo universal de las fiestas de Pamplona. Su contribución fue decisiva para que unos festejos domésticos, apenas conocidos fuera de España, se convirtiesen en una de las citas festivas más famosas del mundo y centro de atracción desde entonces de miles y miles de turistas extranjeros, muchos de ellos seducidos por la pluma del autor de Fiesta. Fuente: sanfermin.pamplona.es
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La imagen por excelencia de los Sanfermines, se sabe, es la carrera atolondrada que pamploneses y turistas hacen cada mañana, entre el 7 y 14 de julio, por delante de un grupo de toros en las calles de Pamplona. Son 875 metros de recorrido, que inician desde los corralillos de Santo Domingo, pasando por las calles angostas del casco antiguo, algunas de ellas aún empedradas, hasta llegar a la plaza de toros Monumental, donde la corrida se realiza en las tardes. Desde 1910 se han registrado dieciséis personas muertas en los encierros y quién sabe cuántos toros en la arena. A un costado de la plaza, junto al portón por donde entran los toros al galope, está un busto esculpido en granito de Ernest Hemingway, cruzado de brazos, con el suéter de cuello alto y mirando hacia la avenida. En la placa se lee:
“Ernest Hemingway. Premio Nobel de Literatura. Amigo de este pueblo y admirador de sus fiestas. Que supo describir y propagar la ciudad de Pamplona. San Fermín 1968. (Y abajo está escrito lo mismo en eusquera, también conocido como idioma vasco)”.
En la efervescencia de los Sanfermines, el busto de Hemingway es uno de los más visitados en la ciudad. Las veces que he ido el resto del año, con suerte he visto una o dos personas. Mientras le sacaba fotos, me encontré allí con un joven de veinticinco años, surfista, nacido en San Francisco, Estados Unidos. Seamus Roddy estaba de vacaciones en Francia y había viajado exclusivamente a Pamplona, que tampoco está tan lejos de la frontera con Francia, para ver los lugares que visitó el escritor. Me pidió que le hiciera una foto con su tableta junto al busto de Hemingway. Le pregunté qué había leído de él. Me dijo que casi todo, sacó de su mochila un ejemplar maltratado de For whom the bell tolls (Por quién doblan las campanas) y no pude dejar de pensar en si hay algo más a lo que pueda aspirar un escritor.

El busto de Hemingway fue develado en 1968, siete años después de que él se quitara la vida de un escopetazo en su casa de Idaho, Estados Unidos. A la inauguración acudió su cuarta y última esposa Mary Welsh Hemingway, según se registra en las publicaciones de la época, y el escultor y autor Luis Sanguino, además de algunas autoridades de la ciudad. En 2009, cuando se cumplieron 50 años de los últimos Sanfermines en los que estuvo Hemingway, se inauguró una ruta turística con su nombre, cuyo recorrido pasa por Pamplona y otros sitios en la provincia de Navarra y el País Vasco.
En la oficina de turismo de Pamplona me regalan un mapa con la RUTA HEMINGWAY (la escriben con mayúsculas y resaltando las últimas tres letras del apellido), un folleto informativo y un cuaderno de viaje con descripciones de lugares hechas por el escritor. De momento no cuentan con recorridos guiados pero sugieren que busque en las agencias privadas. Los viajeros que preguntan por los sitios donde estuvo Hemingway, me cuenta uno de los guías, son generalmente estadounidenses,

británicos, canadienses, australianos…, es decir, gente del mundo anglosajón. Me dice que, fuera de la época de fiestas, no es muy común que un turista español o latinoamericano pregunte por Hemingway, salvo unos pocos argentinos, uruguayos y acaso algunos mexicanos: “no es algo masivo; generalmente es gente que lee, que le gusta la cultura”.
En las afueras de Pamplona, la Ruta Hemingway pasa por el río y la selva de Irati, donde Ernest pasaba largas horas dedicado a la pesca; la casa de Burguete, en los Pirineos navarros, que aprovechó para descansar de las fiestas; una encrucijada de caminos en el municipio de Yesa, donde le hicieron fotos para la portada de la revista Life en su última visita de 1959; un hotel en Lekunberri; visitas al pueblo de Olite, San Sebastián y Tudela, entre otros destinos que frecuentó sobre todo en sus últimos viajes, cuando ya era un escritor consumado, con un Pulitzer y un Nobel en el bolsillo.
Dentro de Pamplona, en la mayor parte de los puntos que ofrece la ruta, queda apenas una placa metálica incrustada; se trata de edificios históricos en los que funcionaron los bares, cafés y hoteles frecuentados por Hemingway y a los que no se puede ingresar sin el permiso de sus dueños actuales o herederos. Pero, además de la historia, lo más valioso quizá sea ver la ciudad a través de las descripciones que dejó el escritor en Fiesta y Muerte en la tarde. Después de todo, la Pamplona de 35 mil habitantes con la que Hemingway se encontró en 1923, hoy supera las 200 mil personas y llega, fácil, al millón de visitantes en las fiestas de San Fermín.
El propio Hemingway escribiría casi diez años después de su primera visita: “Pamplona ha cambiado mucho; han construido muchos edificios de apartamentos en toda la extensión llana que iba hasta los bordes de la meseta, de modo que ahora ya no se pueden ver las montañas. Han echado abajo el viejo (teatro) Gayarre y han estropeado la plaza (del Castillo) para abrir una calle ancha hasta la plaza de toros”. Pero Pamplona sigue siendo una ciudad bonita y una de las que mejor calidad de vida ofrece en España.
La plaza de toros y el busto de Hemingway son puntos que están contemplados en la ruta. Otro, fundado en 1888 y ubicado en plena plaza del Castillo, es el café Iruña. Su mayor atractivo es que mantiene la decoración de la época: escudos policromados y espejos grandes, lámparas de araña y ventanales, columnas decoradas junto a mesas y sillas antiguas y una robusta barra de madera. El Iruña fue uno de los sitios más visitados por Hemingway en Pamplona y ahí mismo le han dedicado un espacio especial. Basta con atravesar una puerta para entrar a al Rincón de Hemingway y encontrarse con su estatua de bronce junto a la barra, como si fuese un cliente más a la espera de la copa de coñac que solía beber en sus visitas. También hay muebles antiguos y fotos del escritor y unos pocos turistas; la mayoría prefiere disfrutar del otro lado de la puerta.
Sobre el rótulo del hotel La Perla, aquel que Ernest no pudo costear en su primera visita a Pamplona, brillan cinco estrellas. Se mantiene en la plaza del Castillo, con la diferencia de que en su fachada ahora se cuentan dos pisos extras: tiene seis pisos además de la planta baja. Una habitación en el hotel La Perla costaría en esta época del año (octubre) unos 500 euros por noche y en los Sanfermines puede llegar a 2500.
Por casualidad, me encuentro allí con Fernando Hualde. Él trabaja en la recepción del hotel y, aunque yo no lo sabía cuando me presenté, es una de personas que ha investigado el paso de Hemingway por Pamplona, como se muestra en su libro Hemingway. Cien años, una huella. A Fernando le han hecho entrevistas en los medios, ayudó a trazar la Ruta Hemingway y colaboró en un libro conmemorativo del Ayuntamiento de la ciudad, la Guía Hemingway. Fernando me muestra un par de esculturas pequeñas del escritor en el lobby. En la segunda planta nos detenemos frente a un collage hecho de fotos, que deja ver al Ernest de 1923 y al Hemingway de pelo blanco y robusto de 1959.

Entramos a la antigua habitación 217, donde se hospedó el escritor en 1953. Con la ampliación del hotel cambiaron también las viejas numeraciones y ahora la habitación lleva el 201. Mantiene los espaldares de las camas originales, el sofá, las puertas de los armarios, las lámparas… el escritorio donde Hemingway quizá escribió algo y en la entrada una silla rescatada del desparecido restaurante Las Pocholas. Se dice que a Ernest le encantaba el ajoarriero, un guiso de bacalao típico de Navarra.
De vuelta al lobby del hotel, Fernando me dice que a Hemingway se lo juzga por haber sido alguien “con un carácter peculiar”, que buscaba la violencia no solo en su vida personal sino para sus obras; además, lo han tildado de fanfarrón, embustero, misógino, cazador, exhibicionista… Yo le digo que sí, pero que es fácil criticar a alguien que nació a finales del siglo XIX (1899, Estados Unidos) con juicios actuales.
—Hay que entender que era una persona enferma, diagnosticada con trastorno bipolar —se anticipa Fernando—, y apreciarlo por lo que fue como escritor.
El escritor que se quitó la vida un 2 de julio, cuatro días antes de los Sanfermines de 1961, y, quizá por pura casualidad o capricho, fue enterrado en vísperas de aquellas fiestas “endemoniadamente divertidas” que él un día celebró.