Sofía sabiduría

Por Anamaría Correa Crespo
Twitter @anamacorrea75

Ilustración: María José Mesías.

Desde que tengo uso de mi razón adulta soñé con tener una hija. Estudié Filosofía en la universidad y recuerdo haber intercalado, entre mis asaltos existenciales de preguntas y dudas, una pequeña certeza. Esta consistía en que, si algún día llegaba a tener a mi hija, ella se llamaría Sofía.

Aprendí por esos años que la palabra filosofía se componía etimológicamente de dos palabras: filos (amor) y sophia (sabiduría), y desde ahí quedé prendada del nombre y de su potente significado simbólico para mí. Mi hija no podría llamarse diferente, estaba predestinada a ser Sofía, desde los tiempos inmemoriales de la búsqueda filosófica, o algo así me decía.

Años después, llegaron los días de mi embarazo y de la incertidumbre de a quién llevaba en mi vientre. ¿Qué pasaba si la Sofía eterna de mis sueños de juventud era un varón? Lo confieso sin ambages, tenía terror de que me dijeran que mi hija no era mi hija sino mi hijo. Por supuesto que, si eso hubiese ocurrido, el amor hubiera sido el mismo; pero realmente desde ese momento Sofía y yo ya estábamos fijadas, predestinadas para la vida.

Sofía estuvo en mí desde todos los tiempos. En sus primeros meses y años, no podía comprender cómo podía caber tanto amor en mí. Era infinito y se desbordaba. También recuerdo haberme preguntado si ese estado de enamoramiento absoluto de las madres por los hijos era eterno. Es decir, si a los cinco, diez, quince, veinte, veinticinco años de Sofía iba a permanecer embobada por cada uno de sus gestos y gracias, o si en algún momento se iba a desvanecer ese estado de obnubilación. Es que ninguna clase de educación hubiera sido posible si uno pasaba embobado por cada uno de los cambios y descubrimientos en la vida de un bebé, niño, adolecente, adulto.

Ahora Sofía está a pocos centímetros de ser de mi altura (como ella misma dice, ¡eso no es logro alguno!) y esa es una de las cosas de la maternidad, que últimamente me tiene asombrada: con el pasar de los años, los hijos se igualan no solo en altura física, sino en complejidad emocional e intelectual.

Nuestro trayecto juntas ha sido el camino más duro y desafiante que me ha tocado recorrer. El más hermoso también y el camino por el cual no alteraría ninguna de las circunstancias, a veces adversas, que viví para llegar a ella. Las repetiría todas las veces necesarias para encontrarme con los ojitos inquisitivos, la risa contagiosa, las carcajadas constantes, la complicidad infinita, el humor negro y el amor que solo se encuentra en la maternidad.

Ahora soy más sabia. Sí, Sofía me trajo sabiduría. Y no lo digo de forma arrogante, sino con la certeza de que mirar el mundo desde la vulnerabilidad y capacidad de asombro de una niña es el regalo más preciado que pude haber encontrado en la vida.

Alguien muy ignorante alguna vez me dijo que tenía obsesión con la maternidad y que luego de que llegara el hijo o hija pasaría a la siguiente obsesión. ¡Qué equivocado estás!, le dije. No comprendes que criar un hijo es tarea de una vida y que el amor solo crece y crece.

Ahora que en el Ecuador se ha despenalizado el aborto por violación y se ha puesto por momentos la mirada en las niñas madres, me convenzo cada día más de la convicción que se requiere para la maternidad. Mi Sofía sabiduría llegó a mi vida desde mi convicción absoluta: para ser ella y que yo la acompañe en ese transitar y para sacar de mí la autenticidad más pura, que solo puede venir con el amor sin límites.

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