Por Ave Jaramillo
Fotografía: Shutterstock
Edición 460 – septiembre 2020.
Ahora que nada ha pasado o que todo está volviendo a pasar, los sentidos se afilan, el estado de alerta se populariza y nos invade una melancolía extraña, una forma de extrañar el pasado inmediato que antes ni siquiera tomábamos en cuenta. Pero hay que seguir, porque somos, todos nosotros, sobrevivientes.
Recuérdennos, porque también vivimos, amamos y reímos.
Placa en el cementerio de Vine Lake, en Medfield, en honor a los muertos por la gripe española de 1918.

Una tarde, a inicios de abril, me dieron ganas de prepararme una carne apanada.
Parecía un antojo relativamente fácil de satisfacer. Tenía carne, huevos, pero me faltaba el sine qua non de la carne apanada: migas de pan. Tenía que ir a la tienda de mi barrio, pero salir ya se había convertido en un peligroso y arriesgado lujo. Por primera vez en mi vida sentía que ir a comprar una bolsa de migas de pan podía conducirme a una muerte horrenda.
¿Valía la pena arriesgarse al contagio por eso? Estaba empezando a conocer ese tipo de paranoia que descubrí en la pandemia.
Un poco de contexto: hablo de los primeros días de la cuarentena o, como pomposamente los llamé después en una borrachera por Zoom: Los días del silencio. Imaginen la tarde de un domingo cualquiera en Guaranda, siempre y cuando no sea Carnaval. Así de silencioso. Si no conocen el mutismo de la Guaranda dominical, imaginen el pueblo que quieran, pero imagínenlo vacío, como si la vida se hubiera ido de vacaciones a otro lado: la vida después del feriado era para muchos y desde hace mucho la vida que conocimos en marzo.
No se sabía —no se sabe aún— mucho del virus. Te asfixia, tienes que salir con mascarilla y guantes; después dijeron no uses guantes, usa más jabón; deja los zapatos afuera, cámbiate toda la ropa cuando entres a la casa, usa trajes adecuados para un picnic en Chernóbil. Con este virus se mueren los viejos, pero también los asmáticos, uno que otro niño, uno que otro joven. Te dicen que se contagia por el aire pero que también se queda en los pasamanos de metal y, quién sabe, se podría contagiar sexualmente. Los perros no se contagian pero, ojo, un tigre neoyorquino se enfermó. Hay que encerrarse, no hay que encerrarse; Nueva Zelanda salió bien librada con su estrategia puertas afuera, pero Brasil y Suecia la pasan mal; nadie sabe exactamente de dónde vino la enfermedad, parece que todo empezó por un chino que se comió un murciélago en Wuhan, tal vez un pangolín, pero tal vez no: puede ser un virus diseñado por los chinos, los rusos, los estadounidenses. ¿Puede ser el nuevo software de Bill Gates? Lo único certero era el desfile fúnebre que veías en ciudades tan disímiles como São Paulo, Bérgamo o Guayaquil.
Cuando quise prepararme mi carne apanada, el toque de queda empezaba a las 14:00. Cerca de esa hora podías ver cómo la gente corría a refugiarse en sus casas. Al parecer, en otros lados, lejos de mi barrio, todo seguía casi normal. Eran las personas que no podían dejar de trabajar en la calle porque “viven al día” —¿no lo hacemos todos?— o no tenían el privilegio de empezar a teletrabajar, esa modalidad que convirtió nuestras salas, cuartos y cocinas en oficinas improvisadas. Pero en mi barrio eran pocos los que salían. Nos guardábamos en las casas para no contagiarnos, mientras los muertos seguían siendo ellos. Allá lejos.
De todos los apocalipsis que me podían haber tocado, me encontré con uno de los más taciturnos. En las calles vacías no derrapaban las motocicletas de Mad Max, solo las de Rappi. Los zombis no eran hordas comecerebros, era gente enmascarada haciendo filas en los supermercados antes de recibir un baño de cloro. En perspectiva, hubiera preferido acabar encerrado en un centro comercial aguantando, sobreviviendo, hasta que los no muertos me coman: el final no sería más bonito, pero sí más rápido y capaz también más digno.
Los que quedamos, los que aguantamos todavía, somos esto: sobrevivientes. Al menos, por ahora. Somos una versión menos épica de los habitantes del fin del mundo. Cada vez que salía para comprar jabón de platos con mi perra runa, temblorosa y pequeña, me sentía como Will Smith en Soy leyenda. Pero, obvio, menos intrépido, menos moreno y más chabacano.
Nos quedamos enclaustrados, confinados, en cuarentena perpetua, pero la vida no se deja contener con facilidad. Las fiestas con los amigos y los cumpleaños de los sobrinos se los festeja en Zoom. Descubrimos que el sexo virtual es posible pero que un polvo con mala conexión puede ser incómodo. Aprendimos que si algo puede ser peor que el teletrabajo es el teledesempleo. Cuando comenzaron a soltarnos, a dejarnos salir de a poco, con miedo, un amigo hizo un show de stand up en una cervecería pero, eso sí: “Respetando las reglas de salubridad y distanciamiento social”, me dijo. Fueron diez personas. “Ojalá haya sido un buen show”, le dije por teléfono, “esos tipos están arriesgando la vida de su abuelo para reírse, cabrón”.
*
El encierro prolongado es el caldo de cultivo de la ansiedad.
Por esos días recordaba El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, una novela donde dos presos, el uno disidente político y el otro disidente sexual, matan el tiempo en el encierro con historias de películas y revoluciones fallidas. Solo en mi departamento, pensaba en lo que nos quita esta pandemia: historias que no vivimos y revoluciones que se quedaron a medias.
Guardándonos de la enfermedad, nos olvidamos de la vida y eso es peligroso porque nos estamos acostumbrando.
Desde las ventanas y desde nuestras camas extrañamos lo que, se suponía, no íbamos a perder nunca. Viajes cancelados y proyectos caídos no son nada frente a la cotidianidad que nos arrebató la enfermedad. Cuando empezó este año, el año de la rata (que ahora suena a premonición, a suministros médicos, a sobreprecios y a avionetas accidentadas) jamás hubiera imaginado que iba a extrañar comprarle el periódico a la señora de la esquina, apretarme en el trolebús, ir al cine, llamar a un amigo a las tres de la mañana para saber dónde es el after, y caer y matar ahí la noche, correr en el parque, beber en un bar. Y respirar sin miedo.
Se hace lo que se puede con lo que se tiene. La suerte juega un papel importante cuando se trata de sobrellevar una pandemia. Cada vez que estaba por perder la cabeza hacía una lista de lo que la vida me había regalado: un departamento, agua caliente, una alacena bien surtida (menos la maldita miga de pan), la compañía de mi perra, algo de trabajo y, de vez en cuando, uno que otro porro. Tengo Internet y libros. Tengo más de lo que necesito. En redes sociales veo a otros sobrevivientes como yo. Gente que no sabe qué va a pasar, gente que apenas está descubriendo la incertidumbre. Somos comunidad, supongo.
La comunidad más solitaria de la que he sido parte.
*
La primera vez que tuve contacto humano más allá de mi tendera fue con mis vecinos. Antes de la cuarentena, apenas y habíamos intercambiado saludos en el pasillo. De pronto, una parrillada se convirtió en un juego de Monopoly que se transformó en una borrachera extraña. Éramos cuatro, dos primos del segundo piso y una venezolana del cuarto. En medio de la madrugada, vaciaba la escuálida cava que había armado. El aguardiente me sabía un poco a culpa. Bailar y beber no era algo que se hacía en los primeros días de la cuarentena. Podía oír a alguna posgradista de la Flacso odiándome por “romantizar la cuarentena”, pero la claustrofobia acumulada pudo más: canté, bailé y viví como no lo había hecho desde hacía mucho.
Recuerdo ver un video de “Hey Jude” en el que Los Beatles cantan en la mitad de un montón de gente, felices y abrazados: “Na-na-na na-na-na-na / Na-na-na-na / Hey Jude!”
—Eso nos faltó —le dije a mi vecino y sentí que los ojos se me empezaron a aguar—: abrazarnos más, chucha.
Mi emotivo exabrupto lo incomodó y decidí dejar de beber para evitarme bochornos sentimentales. Pero también decidí que iba a agarrar lo que me daba la vida con un renovado entusiasmo: las caminatas, los abrazos, los buenos discos y las buenas películas, el recuerdo de las mujeres que se acostaron conmigo…
Escribo estas líneas, los contagios suben y cada vez conozco a más gente que se ha enfermado por el virus o ha perdido a alguien por él: más gente enferma, más gente muerta, menos camas en los hospitales, ninguna cama en ningún hospital. Las reglas del confinamiento se han relajado pero hay quienes prevén un regreso a la cuarentena extrema.
Ya no sé qué esperar. Me conformo con ser este sobreviviente de la incertidumbre.
Esa tarde de abril salí por migas de pan. Hice la carne apanada que quería.
Fue la carne apanada más deliciosa que hubiese comido en mi vida.