Las empinadas calles de Quito no pueden ser un obstáculo para quienes deciden retomar ese buen gusto por volver a la bicicleta.
La pandemia me devolvió algo que había perdido hace mucho tiempo y que realmente amaba: la bici. Aún recuerdo con alegría las largas jornadas de pedaleo en Pekín, a mis dieciocho. Una bici roja y pesada, con el mismo timbre de los carritos de helados que había que tocar para abrirse campo entre miles de bicicletas que circulaban por las calles de Pekín. Una bici en la que me desplazaba de Sanlitun, donde vivía, a la estación del metro para ir a la radio, mi primer trabajo. Una bici con la que me perdí en los callejones —hutones— hoy desaparecidos en la enorme ciudad de Oriente. Ruedas y pedales que me hacían sentir libre y feliz. Aún recuerdo el encargo hecho al pobre Rubén Astudillo, poeta y hombre paciencioso que era entonces agregado cultural de la Embajada del Ecuador: mi bici roja. Rubén, santa paciencia, me la trajo de Pekín a Quito entre las cosas de su mudanza.
Quito imposible, de lomas y cuestas, de subidas empinadas, era demasiado para mi pobre bici roja, de metal pesado, sin cambios ni velocidades, y demasiado, también, para mi cuerpo, que rápidamente se volvía perezoso y sedentario. Ahí quedó la pobre, arrumada en una esquina, luego del primer intento de ir desde la 10 de Agosto y Carrión, donde vivíamos, subir por la avenida Colón y seguir por la 12 de Octubre hasta la casa de mi padre. Nunca más. Fierros viejos que luego, en alguna mudanza, desaparecieron.
Una igualita me hizo un guiño de ojo en diciembre. Y como si hubiera vuelto a ser niña, pasé varias veces por la tienda mirándola una y otra vez hasta que me decidí. Esta no es roja, es rosada. Y tiene un canasto igual a la bici de mis amores. Salí de la tienda con la bici pensando en que si a los veinte no podía con las subidas quiteñas, ahora, que paso los cincuenta, sería imposible. Ni siquiera sabía si recordaría eso de pedalear. Pero decidí cumplir el capricho. Me subí en ella y sentí nuevamente esa sensación de libertad y alegría. Pude pedalear de nuevo y me di unas vueltas por el barrio, aunque me encontré con decenas de obstáculos, empezando por las tapas de alcantarilla que se han robado y que está justo en el delgado carril para las bicicletas.
Con las subidas y bajadas todavía no puedo. La bici es igual de rústica que la que tenía hace treinta años. Y mi cuerpo aún más perezoso y sedentario. Pero no hay felicidad más grande que dar vueltas a La Carolina abriéndose paso entre quienes pasean perros, caminan y trotan por ahí. O que ir al parque Bicentenario y pedalear una y otra vez, mientras Esteban, mi sobrino, se adelanta a toda velocidad con sus patines. Gracias, pandemia, por devolverme esa libertad.