Sobre la vida en el campo

Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 465-Febrero 2021.

Cuando era niña vivía en el valle. Tenía un perro. Tenía un árbol. Tenía un diario tipo My Little Diary, con candadito dorado y llave secreta, en el que escribí mis primeros textos. En las noches solía acampar en el patio con mis primos, temíamos al chupacabras y veíamos las estrellas. Ahora mi reencuentro con el campo tiene otros matices. En primer lugar no vivimos en una casa cercada con acabados de madera y lechugas orgánicas. La cosa es mucho más rural. San Juan de la Tola es un pueblito cerca de Píntag. Hay una iglesia. Hay casas de adobe. Hay casas de cemento. Hay muchos perros vagabundos que ladran a toda hora. Hay vacas. Hay moscas. Hay caballos. Hay niños. Hay campesinas. Hay tiendas en las que venden K-Chitos y Coca-Cola.

Lo primero que me sorprendió fue la relación de la gente con la tierra. Llegamos y nos contaron que acá lo primero es aprovechar la tierra, sembrarla. Si tú no siembras en tu casa, te siembra el vecino. La tierra es de quien la cuida, suelen decir. Pero ahora que lo pienso, más bien va por otro lado. El dueño es lo de menos. No importa de quién sea la tierra sino que se esté aprovechando para lo que es, para dar vida. La generosidad de la gente aquí no consiste en compartir “lo suyo” con el otro, parte de asumir que quizás nada es “propio” y, así, también les pertenece a todos.

Soy un ser citadino: mis manos están dormidas, ciegas, son torpes para la tierra. La primera vez que me propuse sembrar algo, fracasé en el intento. Después de luchar y sudar una hora con el azadón, armatoste aterrador que yo no podía manejar, un guagua vino corriendo a socorrerme. Él, a sus nueve años, era más hábil y sabio que yo. Mientras plantábamos juntos una matita de ají, encontramos un enorme gusano de varias patas. Pregunté al pequeño maestro si el bicho era peligroso. “Si le pica, tiene que ir al hospital, y ahí le han de avisar si vive o muere”, me dijo, como si nada. Y luego me contó numerosas leyendas terroríficas en las que los bicharrajos y bestias del campo atacaban a los campesinos.

Más allá de que estas leyendas sean ciertas o no, en el campo existen otros valores. Aquí, morir o matar es pan de cada día. Por ejemplo, la otra vez mi esposo encontró herido al gallo del vecino, que tiene por nombre Flor de Haba (el gallo, no el vecino). Corrió a avisarles que el animal estaba sangrando y había que hacer algo. Pero, en lugar de llamar a un veterinario, le respondieron de la manera más natural: “Ese gallo viejo ya está de hervirle, mejor”. Nuestra primera reacción fue de sorpresa ante esa aparente crueldad. Es que nosotros estamos acostumbrados a domesticar a los animales, a ponerles correa, a llamarnos sus “amos”. Pero a veces esa domesticación más que una creación de lazos deviene en una relación de poder afectiva que nos da la ilusión de que otro ser vivo nos pertenece, cuando lastimosamente no es así. Y aquí la gente parece saberlo. Porque no miran a los seres vivos con apegos ni con crueldad ni con compasión, sino como seres que forman parte de un ciclo. Ah, y también a diferencia de nosotros, son capaces de matar lo que comen.

Irónicamente la gente sin apegos, la más generosa, también es la más pobre. El otro día un campesino le dijo a una vecina que le preocupaba que cuando muriera no encontraría un lugar en el cielo. No por falta de bondad, sino por falta de espacio. ¿Cómo se reserva un lugar ahí?, ¿cómo se gestiona? La angustia existencial de este campesino, que desde que nació no ha hecho más que trabajar, no era saber qué pasaría cuando terminara su vida, sino si incluso después de muerto seguiría siendo pobre.

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