Por José Luis Barrera
Ilustaciones: Shutterstock
Diners 461 – octubre 2020.
UNO
“¡Solo enfermedades heredaste de nosotros!”, escribió mi abuela en el epígrafe de mi vida. Y la frase me descuartizó veinte años después, la noche del 23 de agosto de 2010.
Ese día estaba lavándome la cara cuando noté que, en el costado izquierdo del cuello, había una protuberancia casi del tamaño de una pelota de golf. Enseguida pensé en el abuelo, en mi madre, en el tío de papá, todos víctimas colaterales de una batalla entre células.
Los meses siguientes me dediqué a buscar excusas y a convencerme de que no estaba enfermo. Me sentía fuerte, ¡fortísimo! Y, salvo por el tumor —que no hacía ni siquiera un amago de marcharse—, mi cuerpo era el de un atleta.
Caminaba sobre la cuerda floja que unía mi trabajo —al que fui para huir de la realidad más que por ganar dinero— y dos o tres consultorios médicos; en estos esperaba encontrar la negación de la enfermedad y no su tratamiento. Casi lo conseguí: “¿cómo va a ser posible que un muchacho tan fuerte tenga cáncer?”.
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