Por Ana Cristina Franco.
Ilustración Luis Eduardo Toapanta.
Edición 431 – abril 2018.
Yo fui inmortal. Fui inmortal a los siete años y más inmortal todavía a los veintiuno. Esas pequeñas apariciones de la muerte eran solo esporádicas espinas en el corazón. Espinas ajenas. Los demás morirán, nosotros nunca. Morir es una mala costumbre de los otros. Hasta que pasa: ves una fotografía de hace tres años y descubres que eres otra. Y no es una arruga ni menos cabello ni algo distinto en el cuerpo. Eso es lo de menos. Es el brillo en los ojos. Eso que no es tangible, que no se puede nombrar, pero que ya no está.
¿Cuántas mujeres somos? ¿Cuántos seres humanos es un ser humano? ¿Cuántas mujeres habitan en una mujer y se transforman como el río? ¿Cuántas cambian de piel en una sola y múltiple mujer que es una y es millones?
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Una sociedad que no acepta la muerte no puede aceptar la vejez. Pero si la vejez es discriminatoria, la vejez femenina lo es más aún. En nuestra sociedad, una mujer le tiene más miedo a envejecer que a morir. “No es que los hombres envejezcan mejor, sino que a ellos sí se les permite envejecer y a nosotras no”, dijo Carrie Fisher, la princesa Leia. En el imaginario colectivo la sabiduría que la vejez otorga a la mujer es desacreditada al relacionarla inmediatamente con la maldad y la corrupción, imagen que deviene en el arquetipo más temido por la cultura machista: la Bruja. En el caso de los hombres la sabiduría que llega con los años es celebrada y se transforma en sensualidad. Ejemplo de ello es el cliché del (sabio) profesor de filosofía ennoviado con su joven y guapa alumna veinte años menor que él. Para ellos la vejez es un premio, mientras que para nosotras un castigo.
Hay un hecho: el cuerpo femenino cambia más que el masculino, empezando porque nosotras vemos nuestra sangre una vez al mes. Una vez al mes vemos el líquido que nos da vida, que nos recorre, las posibilidades de esa vida y también de la muerte. Nuestra sangre. Una vez al mes sangramos, nos des-sangramos, expulsamos algo de vida para siempre. Por eso a las mujeres que están menstruando no se les permite asistir a ceremonias de ayahuasca: el movimiento energético que genera una mujer es enorme. No hablemos de gestar y parir. El cuerpo después de tener uno, dos, tres hijos. El cuerpo de las abuelas. Nosotras estamos cambiando todo el tiempo.
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Es irónico: vivimos para amar, pero cada vez que amamos, morimos un poco. La misma explosión del amor trae consigo una sombra. La experiencia existe por el amor, pero el amor solo es posible con el dolor; parece que el amor está hecho de la misma materia con que está hecha la muerte.
Crecer (o envejecer) es perder la inocencia. Es como si tuviéramos que pagar con luz por la experiencia de vivir. Esta experiencia, entonces, sería una mezcla amarga.
Un cuerpo que ha vivido y amado es un cuerpo desgastado pero respetado, claro, si es masculino. Para el imaginario masculino la mujer solo sería amable antes de envejecer, es decir, antes de que su cuerpo haya acumulado la suficiente experiencia: antes de que haya amado.
Una mujer solo puede ser amada si no ama, porque la que ama es la que vive, sufre, se transforma y trasciende. Así, envejecer es una amenaza de soledad. Las mujeres preferimos morir a envejecer porque envejecer significa, en esta sociedad, no ser amadas. Por eso luchamos por cosas que no se pueden escribir como leyes. Porque no se puede establecer una ley que obligue a honrar el rostro de las abuelas, las arrugas en sus manos, que son coladas de maicena; ni los senos de las mujeres después de amamantar, que son vida y dan vida; ni el vientre después de parir ni todas las huellas de la experiencia. No existe una ley que nos permita, a la vez, amar y ser amadas.