La zona de Maldonado, al occidente de la provincia de El Carchi, fue probablemente el último reducto donde se sembró coca. Por lo menos hasta la década de 1920 había parcelas dedicadas a su producción. ///
Por Fernando Hidalgo Nistri ///
No se preocupe el lector, no le voy a fastidiar con un discurso más sobre asuntos tan trillados y tan cansinos como el tema de las drogas, su prevención, el narcotráfico o el deterioro mental que producen entre los consumidores. Tampoco me voy a meter a hacer alegatos a favor o en contra de estas sustancias. Eso es cuestión que corresponde a expertos mucho más documentados que yo. Ahora lo que quiero ofrecerles es tan solo unas cuantas pinceladas, tanto de la historia del consumo como de las formas de acceso a los estupefacientes. Sobre este tema se ha tratado muy poco y definitivamente existe un gran vacío al respecto.
En el Ecuador hay una larga tradición de consumo de drogas. El mundo indígena, a través de los yachags locales, las usó a discreción en sus fiestas y rituales. Los viejos cronistas que recorrieron el país destacan cómo los valles calientes de la región de la Sierra eran cotizados y estratégicos nichos ecológicos donde la hoja de coca se cultivaba de manera abundante. Estar en posesión de uno de estos estratégicos lugares era tener una condición de privilegio e incluso la oportunidad de obtener pingües ganancias. Por alguna razón que ni los historiadores ni los antropólogos todavía han dilucidado, el Ecuador no se convirtió en un gran productor de hojas de coca. Nada que ver, por lo tanto, con lo que sucedió y aún sigue sucediendo en países vecinos como Perú o Bolivia.
No estoy en capacidad de fijar una fecha exacta del momento en el que los indígenas del viejo Quito dejaron de lado la costumbre de masticar hojas de coca. Lo que sí en cambio puedo asegurar es que hacia 1627 una disposición del obispo de Quito prohibió su consumo, dato que nos indica que en esas fechas su empleo todavía era corriente. De todas formas parece que hacia comienzos del siglo XVIII el asunto ya era algo marginal. Personalmente solo he podido constatar dos evidencias en este sentido. Una que no me llama mucho la atención y se refiere a un sembrío de coca en el valle del río Chimbo y que data de comienzos del siglo XVIII. La otra, en cambio, sí que me parece más relevante y es la que trae el explorador Ricardo del Hierro, quien en los años veinte registró una plantación en la zona de Maldonado, al occidente de la provincia del Carchi.
En la región Oriental, por el contrario, los indígenas no interrumpieron la práctica de consumir alucinógenos al punto que la costumbre pervive hasta nuestros días. Ahí la reina de las drogas ha sido y es la famosa ayahuasca, un tipo de planta que luego de un complejo proceso de elaboración producía una pócima con una poderosa capacidad de producir alucinaciones de larga duración.
Por el contrario, el mundo blanco mestizo no fue un asiduo consumidor de estas drogas durante el período hispánico y, si hubo algunos casos, no serían más que simples excepciones. Por lo menos de lo que yo conozco, la documentación de archivos no trae información que diga lo contrario. Sus preferencias se fueron más bien por el alcohol, un producto que abundaba en el país y que, además, resultaba asequible a los bolsillos. Su aventura en el consumo de estupefacientes fue tardía y data de tiempos republicanos. Para ser exactos las primeras experiencias fueron con la marihuana.
Aquí, no obstante, la pregunta del millón es: ¿cuándo y cómo se introdujo el cannabis en el Ecuador? Hay que confesarlo, es muy difícil establecer los detalles de su historia, pero sí en cambio es posible identificar, por lo menos, dos vías de entrada a través de las cuales plantas y semillas sentaron sus reales en el Ecuador. La primera fueron los marinos extranjeros que periódicamente llegaban al puerto de Guayaquil. Muchos de ellos habían recorrido el mundo entero y se habían acostumbrado al uso de estupefacientes, sobre todo opio y marihuana. Ellos se convirtieron en los principales abastecedores de la primera de estas sustancias a las numerosas colonias chinas afincadas a lo largo de las costas del Pacífico. Pero también se encargaron de propagar el uso de marihuana entre los estibadores y los empleados del puerto de Guayaquil.
La segunda vía de ingreso fueron nada más y nada menos que las farmacias. Sobre todo hacia la segunda mitad del siglo XIX, estos establecimientos las distribuían libremente y sin restricciones a la población. Amparados por el prestigio que ostentaban estos establecimientos, el consumo de cannabis no produjo el más mínimo temor, ni mucho menos escándalos o protestas públicas. Tan es cierto esto que la venta del material se publicitaba libremente a través de llamativos anuncios en los principales diarios. El Comercio, un periódico de Guayaquil, muy popular en la década de 1870, publicó uno recomendando la compra de “Cigarrillos indios de Cannabis indica”, fabricados por la farmacéutica Grimault y Cia. El uso era netamente medicinal y se prescribía sobre todo para los asmáticos. Este tipo de anuncios siguieron apareciendo por lo menos hasta fines del siglo XX en otros periódicos. Hay que aclarar que no se exigía receta médica para su expendio.
Si como dijimos la cultura del consumo de hojas de coca en el Ecuador se interrumpió, por curioso que parezca el tema resurgió hacia fines del siglo XIX cuando se quiso reintroducir su cultivo. Los que con más entusiasmo se empeñaron en la empresa fueron nada más y nada menos que el expresidente Luis Cordero Crespo y el eximio vate y diplomático azuayo Honorato Vázquez. Ambos patricios vislumbraron la posibilidad de sembrarla en las vertientes orientales de la cordillera Oriental. Con muchas dosis de ingenuidad creyeron a pie juntillas que este ramo podía sacar al Austro ecuatoriano de la profunda crisis económica en la que por entonces se hallaba sumida la región. Los alegatos en favor del proyecto fueron publicados nada más y nada menos que en la popular y piadosa revista El Porvenir, órgano del Partido Católico Progresista. La idea no era tanto comercializar la hoja sino extraerle los alcaloides para usos farmacéuticos.
Otro capítulo no menos sugerente de la historia de las drogas en el Ecuador es ver cómo en el siglo XIX y comienzos del XX el “hombre blanco” se aficionó a consumir la potente ayahuasca. Muchos de los exploradores, comerciantes y caucheros que por entonces frecuentaban las selvas orientales bebieron y repitieron gustosos la sustancia en cuestión. Lo más interesante de esto es que al menos algunos de ellos dejaron plasmadas sus experiencias alucinógenas en el papel. El famoso Manuel Villavicencio (1804-1871), autor de la primera geografía ecuatoriana y buen conocedor de la región oriental, la tomó y este es el relato de su alucinado viaje. “Cuando he tomado el Ayahuasca he [experimentado] un viaje aéreo en el que recuerdo percibía las perspectivas más deliciosas, grandes ciudades, elevadas torres, hermosos parques y otros objetos bellísimos; luego me figuraba abandonado en un bosque y acometido de algunas fieras, de las que me defendía…”
Eudófilo Álvarez (1876-1917), un explorador latacungueño y, así mismo, gran apasionado de la región Oriental, también experimentó con la ayahuasca. Tan idealizado tenía todo lo relativo a la Amazonía que no dudó en hacer apología de esta liana de los dioses y tenerla como una de las maravillas que el Ecuador podía ofrecer al mundo. El siguiente elogio se explica por sí solo: “Y si no nos basta y queremos arrancar nuevos y nuevos secretos al amor, a la voluptuosidad y al misterio, allí tenemos, no el opio de los chinos, no la morfina, sino algo más ejecutivo que todo aquello, allí tenemos el Ayahuasca o el Natema”. Pero mucho más interesante resulta la lectura de las visiones que le provocó la ingesta de esta pócima. “Tomemos el zumo de aquellas raíces y será para nosotros como si se abriesen de par en par las puertas del paraíso. ¡Qué mundos y mundos a cual más bello veremos pasar como en prodigiosa fantasmagoría por nuestra imaginación calenturienta!, ¡qué horizontes sin fin veremos dilatarse a nuestra vista, bañados de suave luz y colores nunca vistos, poblados de ciudades lejanas y misteriosas! y cómo veremos pasar legiones y legiones de mujeres aladas y divinas ejecutando danzas mágicas al son de armonías celestiales… ¡Ah los efectos del Natema!”.
El otro gran círculo consumidor de drogas y de estimulantes ya es más conocido: los círculos de la llamada generación decapitada. Todo esto ya más o menos nos lo explicaron en las clases de literatura del bachillerato. Sus integrantes, la mayoría jóvenes de buenas familias y económicamente pudientes, se embarcaron en la aventura de lograr el spleen y evadirse de una sociedad a la que consideraban aburrida, retrasada, pueblerina y en definitiva poco estimulante. Los decapitados fueron en realidad un producto de esa modernidad que de una manera u otra trajo el ferrocarril. En sus vagones no solo vinieron mercancías y nuevos materiales de construcción con los que las ciudades y las poblaciones del interior cambiaron radicalmente de faz, sino también ideas, modas y nuevas formas de comportarse. Un grupo de jóvenes encabezado por Arturo Borja, Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Guillermo Destruge y otros más implantaron en el Quito de comienzos de siglo el culto a los poetas malditos. Ellos son los que pusieron de moda a Baudelaire, a Samain, a Verlaine. En lugar de convertirse en jóvenes aplicados y de “provecho” — posibilidades tenían—, se dedicaron a los placeres mundanos y a vivir noches de desenfreno en locales como el famoso Café Central, La Palma, Fígaro, La Copa de Oro o en garitos de menor rango social y moral.
La droga más popular y que más circulaba entre los poetas fue la morfina. Pero también experimentaron con el opio, una sustancia relativamente fácil de conseguir en los fumaderos que la colonia china tenía diseminados sobre todo en Guayaquil. Tampoco le hacían ascos a otras drogas y estimulantes de menor calibre como el ajenjo. Curiosamente no llegaron a conocer el cannabis.
Desde luego este movimiento albergó a muchos noveleros y trasnochadores cuyas aficiones literarias eran nulas. Su afiliación al grupo no fue tanto porque mantenían convicciones profundas sino tan solo por mero esnobismo. Hubo un momento en el cual los “decapitados” generaron mucho atractivo y hasta un punto de fascinación entre la juventud de la época. Esto determinó que muchos trataran de imitarlos en todo, incluso en su gestualidad y en sus pulcras y refinadas maneras. Así, por ejemplo, se pusieron de moda esos rostros pálidos y demacrados, fruto de la mala vida que llevaban. Asimismo, como las drogas y estimulantes que consumían eran productos caros, hubo quienes optaron por hacer trampas para no quedarse fuera de juego. Así, pues, resulta que en los bares, en lugar de beber ajenjo, optaban por pedir a un camarero, con el cual previamente habían parlamentado, una mezcla de leche con menta, mezcla que por lo visto imitaba la apariencia de esta sustancia.
En la década de 1920 el consumo de drogas rebasó los límites y se convirtió en un verdadero problema y motivo de escándalo. No solo estaba el caso de la retahíla de suicidios que se asociaban a las drogas sino que, además, había muchos jóvenes que mostraban serias dificultades para rehabilitarse. Conforme señala Wilson Miño en su estudio sobre estos poetas, varios sectores pedían energía y mano dura para cortar de raíz estos males. Bajo esta presión social, la policía tomó cartas en el asunto haciendo varias redadas en locales donde se había denunciado el consumo de estupefacientes.
Pero la gota que colmó el vaso tuvo lugar en 1921, cuando la policía detectó y requisó un paquete de morfina enviado desde Panamá. En 1916 se había dictado la primera ley que regulaba la importación de morfina y otros opiáceos. Los medios de comunicación no tardaron en difundir la noticia, de modo que la actuación policial se convirtió en un revuelo de proporciones mayúsculas. Para añadir más morbo al asunto los diarios se permitieron publicar las identidades de los jóvenes compinchados. Todo un escándalo muy difícil de digerir para una sociedad tradicional en la que el nombre y el apellido contaban mucho. Las políticas represivas fueron en buena medida promovidas por los médicos, un sector especialmente obsesionado con las políticas sanitarias y por mantener vigentes a toda costa la moral y el orden público. La histeria llegó a un punto en que el presidente Tamayo amenazó con establecer correccionales para recluir a los morfinómanos y a todo sujeto al cual se podía tipificar de vicioso.
La acción policial y la presión social que se ejerció terminaron de raíz con el consumo de estas sustancias. A partir de la década de los años treinta en adelante, la moda pasó a ser historia. Otros entretenimientos y otras distracciones ocuparon el tiempo de los jóvenes de las clases media y alta. Para estos años difícilmente se encuentran noticias alusivas al asunto. La única droga que realmente circulaba era el cannabis y su consumo se hallaba focalizado en sectores marginales, sobre todo entre delincuentes, holgazanes y facinerosos. A través de la crónica roja y de ciertos artículos de la popular revista Vistazo, asociamos el consumo de la “yerba maldita” a sujetos tan peligrosos como el Chico Silencio o el Chico Panamá, dos avezados criminales que mantuvieron en vilo a la Costa durante unos cuantos años. La misma revista nos informaba cómo los reclusos de la célebre penitenciaría Modelo de Guayaquil mataban las horas fumando marihuana. Así, pues, lo normal era que una redada de la policía en las guaridas de ladrones hiciese aflorar buenas dosis de yerba.
El consumo de cannabis entre las clases media y alta se reactivó, y con fuerza, hacia comienzos de los setenta. Si es posible fijar una fecha a partir de la cual el consumo de drogas y afines empezó a generalizarse yo diría que esta se halla en torno al año 1970. Todavía recuerdo con claridad esos días cargados de tensión en los que en mi colegio cundió la noticia de que la marihuana había hecho acto de presencia. Según las malas lenguas, fueron unos norteamericanos, basquetbolistas por más señas, quienes habrían sido los primeros en inhalar esos humos que transportaban a chicos imberbes a unos territorios fantásticos y surrealistas. ¡Cuántas veces no los vi hacer preciosidades y maniobras imposibles con esas famosas esferas color naranja y de marca Spalding! Desconozco lo que ocurrió en otros colegios, pero sí es evidente que a partir de ese momento la marihuana empezó a circular de manera creciente y hacer estragos entre los incautos y noveleros chicos de los colegios ecuatorianos.