Por Jorge Ortiz.
Edición 433 – junio 2018.
El relevo en la presidencia de Cuba abrió muchas incógnitas, pero despertó muy pocas esperanzas.
No fue un final épico, grandioso, de revolucionarios infatigables con el fusil al hombro, de aquellos cuyo ícono y emblema fue el Che Guevara en la famosa foto del Guerrillero Heroico. Fue, más bien, un final moroso y burocrático, con bostezos y apatía, que recordó los tiempos finales de la Unión Soviética, en vísperas del desplome definitivo, cuando el gigante vencido trataba de proyectar un vigor y un empeño que ya nunca más tendría. Y, así, Raúl Castro dejó la cúspide del poder en Cuba —y con él, por ahora, toda su dinastía— “sin gracia ni romance”, según la descripción contundente y pulcra de Yoani Sánchez, la más lúcida y valiente periodista cubana.
Quien lo reemplazó fue, muy al tenor del relevo, un ‘apparátchik’ gris pero leal, que hizo toda su carrera política como funcionario del Partido Comunista y, aunque nunca fue militar, su proceder fue siempre obediente y no deliberante. Ateniéndose a la ortodoxia castrista, Miguel Díaz-Canel no cometió errores ni se hizo enemigos, por lo que escaló sin prisas ni pausas en la jerarquía del gobierno, hasta que en 2003, por designación directa de Raúl Castro, llegó al buró político del comunismo cubano. Diez años más tarde, en 2013, fue nombrado vicepresidente. Y desde el 19 de abril es el presidente de Cuba. Pero, ¿tiene el poder?
La respuesta la dio Díaz-Canel el día de su posesión, en una admisión dócil y sincera de su subordinación: Raúl Castro, como primer secretario del Partido Comunista, “encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”, porque “se mantiene por legitimidad y mérito propio al frente de la vanguardia política, como el referente que es para la causa revolucionaria…”. Ese “mérito propio” es haber sido, a su vez, un subalterno silencioso y cumplidor de su hermano mayor, Fidel, desde aquel ya lejano 1° de enero de 1959 cuando “los barbudos” ocuparon La Habana al cabo de veinticinco meses de insurgencia armada.
Más aún, Díaz-Canel debe tener muy claro que cualquier iniciativa propia de liberalización y apertura podría significarle un despido fulminante y el ostracismo perpetuo. O algo peor. Como les sucedió a sus compañeros de generación Felipe Pérez Roque y Carlos Lage, quienes parecían llamados a ser los herederos de los hermanos Castro, el uno como líder político y el otro como conductor económico, y que en 2009 fueron cancelados sin contemplaciones, deshonrándolos, acusados de haber tenido “ambiciones que les condujeron a un papel indigno”. O como les ocurrió al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony de la Guardia, héroes de las guerras cubanas en Angola y Etiopía, que en 1989 fueron acusados de alta traición y fusilados. Nada menos.
Hasta la victoria siempre
Pero, por otra parte, también está claro que, tras el colapso de la Unión Soviética en 1990 y de la actual catástrofe de Venezuela, en ambos casos por sus modelos económicos ineficaces e inservibles, Cuba se quedó sin los apoyos externos que siempre necesitó para sobrevivir. Y es que el sistema cubano no se sostiene por sí solo. Ya no hay, por lo tanto, opción a las reformas: no sólo son indispensables, sino también urgentes. Los lemas, muy valientes, combatientes y conmovedores, de “hasta la victoria siempre” y “socialismo o muerte” son perfectos para la agitación y la propaganda, pero son trágicos para la conducción de un país. Sobre todo cuando, como en el caso del castrismo, hay delirios numantinos muy visibles y peligrosos (Recuadro).
Ya Raúl Castro reconoció la inevitabilidad de la apertura cuando, en julio de 2006, heredó el poder de su hermano Fidel, víctima de una enfermedad intestinal que le causó padecimientos atroces y hemorragias constantes durante una década entera, hasta su muerte en noviembre de 2016. “A Raúl Castro —de acuerdo con el relato de Yoani Sánchez— le tocó lidiar con la compleja herencia recibida: una nación en números rojos, con una creciente apatía ciudadana, un éxodo que desmentía el supuesto paraíso socialista que narraba la propaganda oficial, un entramado de prohibiciones que hacía que la vida cotidiana fuera asfixiante y una deficiente institucionalidad que languidecía bajo los caprichos del comandante en jefe”.
Fue entonces cuando una serie de “prohibiciones absurdas” (así las describió Raúl Castro) fueron levantadas. Fue permitido, por ejemplo, que los cubanos tuvieran una línea de telefonía celular o una computadora con un limitado acceso a Internet y, más aún, que pudieran comprar una vivienda. Incluso, apartándose del dogma socialista, fueron toleradas la actividad económica privada (aunque disimulándola tras el eufemismo “trabajo por cuenta propia”), la inversión extranjera y hasta el usufructo particular de tierras que durante decenios habían estado ociosas. Cuba llegó a tener medio millón de trabajadores autónomos y cuatrocientas cooperativas manejadas como pequeñas empresas. Las firmas estatales, intocables durante medio siglo, empezaron a ser auditadas para tratar —sin mucho éxito— de frenar “el despilfarro, la corrupción y la ineficiencia”.
Esa apertura permitió aliviar la carga estatal de la burocracia, a pesar de lo cual el empleo público sigue representando tres cuartas partes de la fuerza de trabajo, con un salario promedio equivalente a veinticinco dólares mensuales. Los altos cargos del Estado y del Partido Comunista y quienes reciben remesas de parientes que viven en países capitalistas (que representarían entre el cinco y el siete por ciento de la población de Cuba, de once millones y medio de personas) operan en un área de privilegio, la de los ‘pesos cubanos convertibles’, donde el acceso es amplio a una serie de bienes que son inalcanzables para quienes permanecen en el ámbito de los ‘pesos cubanos’, lo que constituye una dualidad monetaria que Raúl Castro no logró resolver. Y que, por supuesto, es uno de los desafíos iniciales para su delfín.
La apertura que no fue
La apertura que intentó Raúl Castro, muy tímida y tartamudeante, no pretendía una liberalización o, al menos, una leve modernización, sino tan sólo incorporar ciertas prácticas de mercado para tratar de salvar el sistema socialista, que por entonces, finales del siglo XX e inicios del XXI, se tambaleaba al filo del abismo. La crisis económica se había vuelto característica de la vida en Cuba, con millones de personas pasando los días al límite de la subsistencia. Ante la creciente insuficiencia de la propaganda, el gobierno intensificó la represión para mantener resignaciones y obediencias. Y así llegó el año 2014, cuando, acorralado, Castro acordó con Barack Obama la normalización gradual de las relaciones con los Estados Unidos. El golpe de efecto fue apoteósico.
Fue apoteósico, sin duda, pero se quedó en golpe de efecto. La obstinación ideológica pudo más que el pragmatismo. El viejo razonamiento de los socialistas más duros y rudos (“si el pueblo nos apoya, el pueblo acierta y avanzamos juntos hacia la emancipación proletaria, pero si no nos apoya, el pueblo se equivoca y, aun así, nos quedamos, pues el pueblo nos necesita aunque no se dé cuenta…”) detuvo muy pronto los cambios pactados con Obama. Y después de haber desplegado las velas con pompa y circunstancia, Raúl Castro las replegó con la mayor discreción, temeroso de que la expansión de la economía ciudadana, en detrimento de la economía estatal, le mermara poder al gobierno y terminara por derrumbar el sistema socialista. Es así que la concesión de licencias para el “trabajo por cuenta propia” fue suspendida en agosto de 2017, una de cada cinco microempresas privadas ya fue cerrada y las críticas contra el emprendimiento particular arreciaron.
Según la crónica de Yoani Sánchez, “Raúl Castro tuvo miedo de perder el control y no correspondió a las medidas tomadas por Barack Obama”. Y con la llegada a la presidencia estadounidense de Donald Trump cualquier posibilidad de reanudar el acercamiento quedó cerrada. El flujo de inversiones, remesas y turistas cayó a niveles escuálidos. Ahora, ¿hacia dónde podrá volver su mirada Díaz-Canel en busca de algún apoyo? Rusia, con los anhelos de grandeza imperial de Vladímir Putin, sin duda querrá recuperar su influencia en el Caribe, pero su propia situación económica es una limitación severa. Y los rusos aún recuerdan —y repiten— el chiste cruel según el cual un asistente entró el 10 de noviembre de 1982 en el despacho del anciano y enfermo jefe de Estado soviético Leonid Brézhnev y, para darle una alegría que lo tonificara, se inventó la noticia de que los comunistas habían tomado el poder en el Brasil. Brézhnev palideció, alcanzó a gritar: “¡No, otra Cuba no!” y cayó muerto.
Queda, desde luego, China que, con Xi Jinping, ha vuelto a las prácticas maoístas de la autocracia, el dogma marxista y la represión y que, además, está en una actitud de expansión frontal, con el objetivo declarado de alcanzar la cúspide del poder mundial en el año 2050. Pero los chinos, prolijos y cautelosos, saben lo mucho que le costó a la Unión Soviética su padrinazgo de Cuba. Y saben también el chiste sobre Brézhnev. Ellos quieren mercados abiertos para sus productos baratos y gobiernos complacientes para sus inversiones de alta rentabilidad y pocos controles. ¿Querrán dedicarse a subsidiar Cuba? Tal vez. Pero parecería que las brújulas cubanas apuntan más bien hacia Vietnam.
¿Otra “Doi Moi”?
En 1975, al término de los veinte años de su triunfal guerra contra los Estados Unidos, Vietnam, reunificada bajo un régimen socialista, emprendió una campaña agresiva de colectivización del campo y las fábricas, acompañada por una purga radical de opositores y críticos. Los resultados (como había ocurrido en la Unión Soviética en los años treinta y en China en los años cincuenta) fueron calamitosos: la economía se desplomó, el hambre se generalizó, las epidemias se propagaron y millones de personas huyeron hacia donde pudieron. Hasta que en 1986 empezó la era ‘Doi Moi’, la era de la ‘Renovación’.
En efecto, ese año el gobierno abrió de lado a lado la economía, legalizando primero e incentivando después la creación de empresas privadas, deteniendo todos los procesos de colectivización, alentando la inversión extranjera y, en fin, estableciendo una economía de mercado briosa e impetuosa, cuyos resultados fueron asombrosos: la pobreza, que al final de la guerra estaba en 70 por ciento, bajó a 58 en 1992 y a 29 en el año 2000. Hoy, 14 por ciento de sus 91,5 millones de habitantes están bajo la línea de la pobreza, pero su tasa de crecimiento económico sigue entre las más altas del mundo, por encima del 8,5 por ciento anual, con ingresos promedios que pasaron de 20 a casi 300 dólares por mes. Su producto interno bruto per cápita escaló de 2.700 dólares anuales en 2014 a 6.925 en 2017. Cifras impactantes, qué duda cabe. La Doi Moi cambió el país.
La contrapartida es que Vietnam sigue siendo una dictadura de partido único, con control férreo, libertades muy escasas y derechos restringidos. La censura es total. El modelo fue denominado “economía de mercado orientada al socialismo” y su inspiración es la apertura que Deng Xiaoping emprendió en China en 1978. En los dos países el decrecimiento de la pobreza fue —y todavía es— deslumbrante. Aunque, claro, también creció el número de millonarios: los hay por decenas de miles en China y en Vietnam. ¿Qué toleran mejor las sociedades: los millonarios o la pobreza, la escasez, el racionamiento y el éxodo de millones de sus jóvenes? La respuesta parece obvia. Sin embargo, en Cuba está prohibida la acumulación de riqueza. Podría ser, no obstante, que a Díaz-Canel no le quede otro camino que una Doi Moi.
Pero el nuevo presidente de Cuba no es militar, es un burócrata, y los militares desconfían de los burócratas. Y los militares son quienes tienen el poder: en los años noventa, tras las ejecuciones de Ochoa y De la Guardia, el castrismo había conjurado el peligro de una alternativa política sustentada en los héroes de las guerras africanas, pero, como compensación, tuvo que entregarles a los militares el control de la economía. Ellos son, desde entonces, la “nueva clase” que sustenta el sistema socialista y se aferra a la ortodoxia. Ellos son quienes mandan en el buró político del Partido Comunista. Al fin y al cabo, Fidel Castro nunca se quitó (al menos mientras estuvo sano) el uniforme verde oliva. A su vez, Raúl Castro fue ministro de Defensa, con rango de general del ejército, desde 1959 hasta 2008. Y, como lo admitió Díaz- Canel, Castro “encabezará las decisiones de mayor trascendencia”.
Toda liberalización política, por consiguiente, está descartada. Las designaciones seguirán siendo similares a la de Díaz-Canel: 99,83 por ciento de la ‘Asamblea Nacional del Poder Popular’, 603 de 604, es decir todos los votos, menos el propio. Y todos los asambleístas del mismo partido. Nada parecido a las disidencias, discrepancias y pluralidad de opiniones distintivas de cualquier sociedad libre. La democracia, con sus derechos, garantías y libertades, tendrá que esperar. Mientras tanto, el primogénito de Raúl Castro, Alejandro, ya es coronel del ejército y está al frente del aparato de inteligencia. Así, pues, el nuevo presidente estará marcado muy de cerca, hombre a hombre. Pero la economía aprieta. Con todo lo cual es innegable que el relevo en la presidencia de Cuba abrió muchas incógnitas, pero despertó muy pocas esperanzas.
EL RECUERDO DE NUMANCIA
El sitio a la ciudad, con torres, catapultas, empalizadas, fosos y al menos treinta mil soldados romanos, comenzó en octubre. Nadie podía entrar ni salir. El propósito era forzar la rendición por hambre y frío. Dentro de las murallas quedaban ocho mil personas, de las cuales cuatro mil eran hombres en capacidad de combatir. El resto eran mujeres, niños, ancianos y enfermos. Otros veinte mil romanos habían tendido un cerco más distante para impedir la llegada de refuerzos. Y diez mil más estaban en campamentos alejados, como fuerza de reserva. Era el año 134 antes de Cristo. Y la ciudad era Numancia.
El asedio, feroz pero inconstante, había durado veinte años. Numancia, ciudad celta en el norte de lo que más tarde sería España (en la provincia de Soria, en Castilla y León), había resistido con terquedad y coraje los ataques del que ya era el mayor imperio de su tiempo. Los romanos, cansados de reveses y fracasos, decidieron ese año acabar de una vez por todas con los empecinados numantinos. Y, para hacerlo, le encomendaron la tarea a uno de sus mejores generales, Publio Cornelio Escipión Emiliano, conocido como Escipión el Africano Menor.
El cerco fue tendido con prolijidad y paciencia: siete campamentos, trescientas torres, tres fosos y más de treinta mil estacas, con arqueros, honderos y ballesteros distribuidos por los nueve kilómetros del perímetro y con doce elefantes que eran usados como torres móviles para ataques inesperados. La estrategia de Escipión era no lanzarse al asalto mientras la ciudad pudiera combatir, para ocuparla cuando se hubiera rendido y entregado, agobiada por la falta de todo. Y eso tendría que ocurrir tarde o temprano.
Pero eso jamás ocurrió. En septiembre del año 133, al cabo de once meses de sitio, tras haber soportado hambre, enfermedades, el frío del invierno y el sofocamiento del verano, los numantinos ya no pudieron resistir más. Se habían quedado sin comida ni agua. Habían llegado, incluso, al canibalismo. Ya nada tenía sentido. Ni siquiera la vida. Quemaron, entonces, la ciudad y destruyeron lo poco que pudiera serles útiles a los romanos. Y, en un ritual desesperado, los hombres mataron a sus mujeres, sus hijos y sus madres. Y se suicidaron. Numancia había caído, pero sus enemigos no obtuvieron nada.
Ese es, desde entonces, 2.150 años, el símbolo de Numancia: la resistencia feroz y atroz, la idea fija más allá de la vida. La persistencia irreductible cueste lo que cueste. La tenacidad llevada al límite. ¿Heroico y ejemplar? Es posible. ¿Absurdo e irracional? También.