El invento del transporte vertical, es decir, los elevadores, influyó en la fisonomía arquitectónica urbana y animó a elevar las edificaciones al cielo.
La necesidad de desplazar pesadas mercancías o facilitar la movilidad de las personas data de miles de años. Antes de que hubiera una cabina lo suficientemente segura para el desplazamiento vertical, los primeros intentos se valieron de poleas, cabrestantes o molinetes, operados con energía humana, animal, a vapor o hidráulica.
Una de las versiones más antiguas es que Arquímedes creó un prototipo con cuerdas y de operación manual en el año 236 a. C., mientras en la antigua Roma se usaron montacargas para trasladar fieras y gladiadores desde pisos subterráneos hasta la arena del coliseo.
Luis XV también necesitó un artilugio, una especie de “silla voladora”, para que sus amantes accedieran a sus habitaciones en el palacio de Versalles, mientras el inventor ruso Iván Kulibin complació a la emperatriz Catalina II, ya entrada en años, con un módulo para desplazarse a pisos superiores del Palacio de Invierno.
Según el canal de televisión History, a mediados del siglo XIX se comercializaron ascensores que funcionaron con vapor o agua, pero no eran confiables para llevar pasajeros porque las cuerdas se desgastaban o no eran resistentes y más bien se utilizaron a principios del siglo XIX en minas y barcos.
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