Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Edición 422 – julio 2017.
En 1888 el monstruoso filósofo Friedrich Nietzsche sentenció la muerte de Dios en una de sus frases más citadas, conocidas y descontextualizadas de la historia, que se encuentra en su obra La Gaya ciencia. Para estar claros Nietzsche no tomó un revólver y ejecutó a Jesucristo, al espíritu santo o al mismísimo Dios padre de un sentón —ni pretendió que ninguno de nosotros lo hiciéramos—; más bien usó dichas palabras para dar cuenta de la progresiva secularización de Europa que provenía del triunfo de la ciencia y los valores científicos a finales del siglo XIX. Así mismo, siendo un crítico voraz del cristianismo, apuntaba a la muerte de Dios como una auténtica liberación del ser humano, del que él consideraba un yugo opresor. Un sistema religioso que impone la idea de una verdad universal —ilusoria— que sometía a hombres y mujeres a vivir una vida similar y monótona, dictada por una moralidad dicotómica de bien y mal y, sobre todo, a negar y renegar de la vida presente con su profunda complejidad y dosis de éxtasis y sufrimiento, en pos de la promesa de una inexistente vida posterrenal. Todo esto para él constituía el rechazo de la vida presente, por eso, el deceso de Dios era una forma triunfal en la que el ser humano afirmaba su humanidad descarnada y su capacidad de darle sentido a su existencia. No por medio de un sistema moral impuesto por esta religión inventada por los débiles, sino a través del abrazo genuino y vital del sufrimiento humano.
En el mundo de la ficción histórica, en el año 1639, dos padres jesuitas (Rodrigues y Garpe) viajaron a Japón en búsqueda de su mentor, el padre Ferreira, quien había desaparecido y cuyo desenlace se mezcla con peligrosos rumores de apostasía. Martin Scorsese basa su última película Silencio, en la novela de Shusaku Endo que trata sobre la búsqueda del padre inspirador de los dos sacerdotes (Liam Neeson), al tiempo que se adentra en la espinosa historia del intento de evangelización de Japón y en las torturas, sacrificios y tormentos que sufrían los cristianos ocultos y clandestinos durante ese período de la historia en el que se dio el intento fallido de la Iglesia de cristianizar a este pueblo asiático.
En la película la fe y la duda conviven en una precaria armonía, que se rompe cada vez que uno de los protagonistas, ya en manos de la Inquisición japonesa, presencia los horrores que atraviesan inocentes víctimas por profesar el cristianismo. Él, cura jesuita que persiste en la búsqueda de su mentor, se convierte en una suerte de mesías que encarna la salvación de esos cristianos conversos, a pesar del sufrimiento, tortura física y espiritual de la que son víctimas. Pero es al mismo tiempo un mesías atravesado por la imposibilidad, que sufre la pasividad y el profundo silencio de Dios ante el dolor y la impotencia más honda cuando sus súplicas y rezos desesperados quedan sin respuesta.
Y luego viene una sentencia atroz cuando el inquisidor explica al jesuita que ellos no tienen nada que hacer en esas tierras lejanas, que jamás han convivido con el cristianismo que les resulta foráneo, en suma, que les dejen en paz. Entonces el jesuita insiste en la existencia de la verdad universal de la que es portador y que debiera conocerse en los confines del mundo. Pero esa verdad única no existe, le dice el maestro japonés. Cada uno, cada pueblo, cada individuo, debe encontrar la suya propia y el intento de imposición, resulta una forma de violencia.
Es posible que en Scorsese también estén presentes el intento de salvar su fe —se declara como un católico no practicante— y la mirada nietzscheana sobre la historia del cristianismo como una suerte de padecimiento incierto. Es probable que el filme no resuelva ni sus dudas ni las nuestras, aunque él se haya embarcado en él como un ejercicio de exorcismo espiritual. Si ven la película, como lo recomiendo, creo que quedarán en estado de conmoción y sin respuestas. Pero como diría el viejo Nietzsche, ese es el sustrato mismo de la vida. Les queda a ustedes, lectores, seguir su diálogo interno para descifrar, o no, si el sufrimiento padecido por los cristianos tenía sentido o si era una muestra más —como diría el filósofo— de debilidad de personas que buscaban el cobijo en el confort de la creencia en un ser superior.