Siempre Alice, o el santo oficio de las palabras

Por Gonzalo Maldonado Albán
Edición 462-Noviembre 2020

“Tu mundo son tus palabras”, decía Hegel. Para este filósofo el lenguaje es la máxima expresión del ser y de la conciencia. Porque las palabras son el dispositivo tecnológico más antiguo del mundo; uno que permite capturar ideas y emociones para luego guardarlas en ese catálogo personal que llamamos memoria. Si nos quedáramos sin palabras, seríamos incapaces de relacionarnos con el mundo. No sabríamos cómo interpretar los actos de otras personas ni entender para qué sirven las cosas que nos rodean. Sin palabras careceríamos de identidad porque no tendríamos memoria.

Esto es precisamente lo que sucede con Alice Howland (Julianne Moore), una profesora de la Universidad de Columbia que, poco después de cumplir cincuenta años, es diagnosticada con un síndrome temprano de Alzheimer. Sin caer en la sensiblería, la película muestra cómo Alice deja paulatinamente de ser lo que fue alguna vez: una experta en lingüística, esposa de un médico exitoso y madre de tres hijos.

La pérdida de memoria empieza con hechos que, al principio, pasan desapercibidos: olvida momentáneamente lo que quería decir durante una conferencia o saluda dos veces a la novia de su hijo. Pero a medida que transcurren los meses —el paso del tiempo está marcado por las esporádicas reuniones familiares— la enfermedad empieza a agravarse: pasa horas en blanco, totalmente ausente de lo que sucede en su entorno y sus habilidades motrices se deterioran dramáticamente.

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