“Si hasta las cosas te rechazan, ¿qué puedes esperar de la vida?”

Diners 465 – Febrero 2021.

Por Gabriela Paz y Miño
Forografías: Edu León

La arquitectura hostil es una nueva tendencia urbanística que busca borrar del paisaje lo que muchos no queremos ver: la pobreza extrema.

Durante diez años Manel Garcés deambuló por las calles de Barcelona. Cuando no tienes un techo —ni propio ni alquilado ni ocupado ni compartido— ese verbo, deambular, es fuego sobre la piel sudorosa en verano y hielo entre los huesos, en invierno.

Es andar y andar, de un sitio al otro, durante el día. Dormir con un ojo abierto, durante la noche, y permanecer en “modo sobrevivencia” las veinticuatro horas. Estar “en situación de calle” es un desafío físico y emocional que no da tregua. Nunca.

 

Para Manel, barcelonés de 53 años, ese fue un aprendizaje desolador y solitario, como es para la mayoría de personas, empujadas a una situación similar, por una serie de circunstancias personales y sociales. Hombres y mujeres que se enfrentan cotidianamente a agresiones gratuitas, indiferencia, prejuicios y, en los últimos años, también a un tipo de planificación (o mera improvisación) urbana, conocida como “arquitectura hostil”.

Acostumbrarse a las miradas esquivas, temerosas y de rechazo. “Te ven y, si pueden, cambian de acera o se apresuran. O simplemente te vuelves invisible”.

Pinchos en los bordes de las ventanas de negocios y entidades, mallas o alambres que impiden la entrada a pasadizos cubiertos, reposabrazos colocados estratégica(cruel)mente en el medio de bancos de parques o paradas de autobús, para evitar que la gente se estire; suelos llenos de piedras o bolas o cualquier remedo de escultura metálica; aspersores de agua que se encienden de improviso, aunque no haya hierba o plantas que regar…

Obstáculos, a veces disfrazados de decoración o funcionalidad, pero cuyo objetivo es alejar de la vista lo que no queremos ver: la pobreza.

El trauma de volverte invisible

De los diez años que vivió en la calle, Manel Garcés estuvo cinco en la vía pública y cinco en un parking del centro de Barcelona.

Diez años sin hogar son muchos días de extravío. Manel, quien llegó a la calle por la suma de varios reveses (pérdida de trabajo, muerte de un familiar cercano, alcoholismo, desahucio), armó su vida lo mejor que pudo. Comía gracias a que una amiga suya trabajaba en un bar. Ponía a prueba su paciencia para aguantar el sermón de un pastor evangélico, que precedía a la entrega de sánduches, en una iglesia. Tampoco faltaba algún vecino que se acercaba con un plato de sopa. “En la calle no te morirás de hambre”, asegura Manel, “pero sí hay gente que muere de frío”.

Con su colchón a cuestas, este hombre —hoy recuperado de su adicción al alcohol e inquilino de un piso de alquiler social gracias a la ayuda de una fundación— se acostumbró a permanecer alerta. En diez años vio cómo muchas personas pugnaban por conservar su metro cuadrado de supervivencia, porque en la calle “todo tiene dueño”. “Todavía no había los pinchos o las separaciones en los bancos, pero ya empezaron a cerrar los cajeros de los bancos”, dice este catalán, que ahora trabaja como voluntario, asistiendo a gente que sigue en la calle.

“Cuando llovía yo me acomodaba debajo de una escalera pero, si algún vecino me echaba o alguien me reclamaba, cogía mis cosas y me iba. Hay que ir con cuidado: hace unos meses, un loco se cargó (mató) a cuatro chicos sin techo”.

Eso —dice— es vivir en la calle. También es orinar, como hacía él, en una botella que llevaba siempre consigo, sobre todo para las noches. Y si la emergencia es mayor, acudir a algún bar. Es ducharse en los baños de una fundación. Pernoctar, hasta escuchar los pasos del primer vecino. Entonces coger las pocas pertenencias y empezar otra vez a deambular.

Acostumbrarse a las miradas esquivas, temerosas y de rechazo. “Te ven y, si pueden, cambian de acera o se apresuran. O simplemente te vuelves invisible”.

Barcelona: veinticinco entidades que no cubren la demanda

En Barcelona hay 1120 personas que duermen en la calle. A ellas se suman alrededor de seiscientas que tienen techos provisionales (casas ocupadas, albergues temporales, acogidas puntuales). Todos ellos son los candidatos más cercanos a convertirse en personas en “situación de calle”.

“Pero en realidad cualquiera lo es”, dice Ferran Busquets, director de la Fundación Arrels, una de las entidades más importantes de Barcelona, que trabaja por las personas sin hogar. La misma fundación que ayudó a Manel Garcés a recuperar su vida. “Queremos marcar distancias con ellos, pero todos somos candidatos a estar en esta situación”.

La pérdida del empleo, la ruptura de los vínculos familiares, las carencias de una red de apoyo, una enfermedad, un desahucio… pueden ocurrirle a cualquier persona. También las adicciones, la depresión, los problemas de conducta o los trastornos mentales que conlleva vivir en una situación de vulnerabilidad. “Mucha gente, en lugar de ver la injusticia que tiene al frente, ve la molestia. ¿Por qué? Porque, si no, tendría la responsabilidad de actuar”, dice Busquets.

Según los datos de Arrels, cuatro de cada diez personas que viven en el espacio público, en Barcelona, dicen haber sido atendidas. Además del Ayuntamiento de Barcelona (que en la temporada de invierno pone en marcha la Operación Frío), hay alrededor de veinticinco entidades que trabajan para combatir esta situación, sin cubrir la demanda.

Si él pudiera hacer un perfil, este sería: hombre, cuarenta años para arriba y con una permanencia promedio de tres años en la calle. “Esta es una realidad masculinizada: las mujeres acceden a trabajos más precarios. Tristemente, también a la prostitución. A veces incluso pagan un cuarto en un piso con su cuerpo”, dice el director de Arrels. “Los hombres llevan el fracaso con más culpa. Además, de los cuarenta para arriba se vuelve difícil la reinserción laboral, peor si estás en la calle. Hay un estado constante de agotamiento y las personas son más proclives a las afectaciones mentales y a enfermedades. Viven un promedio de veinte años menos que el resto de la población”.

No tener nada y perder más

La Fundación Arrels atiende a unas dos mil personas cada año. Aunque el principal objetivo es conseguir un techo para ellos y ellas (sobre todo para los que llevan más años en la calle), también se ofrece otro tipo de apoyo: orientación, servicios básicos, de alimentación y de cuidado personal, talleres ocupacionales, acompañamiento en la enfermedad y en la muerte.

La eliminación de la arquitectura hostil es una de sus banderas de lucha. “Sabemos que ese banco no es la solución al problema, pero quitárselo a una persona sin techo es destrozarle su forma de funcionar”, dice Busquets. “Si cambiarte de piso es difícil, imagina lo que es encontrar otro lugar en la calle”.

La gente de Arrels ha hecho una lista de esas dificultades. No se lo ha inventado; la trabajó con mujeres y hombres afectados. ¿Las respuestas? Estos obstáculos complican el día a día, incrementan el estrés y la ansiedad, suponen una vulneración de derechos, dificultan la localización a los equipos que trabajan en las calles, criminalizan a las personas y, sobre todo, no actúan sobre las causas del problema.

“Un señor que conocemos sigue durmiendo en el mismo portal donde lo ha hecho durante los últimos siete años, aunque hace unos meses le pusieron unas jardineras para que no pudiera estirarse. Cuando la Guardia Urbana le llama la atención porque las piernas le quedan en medio del paso, él contesta: “Cortármelas si queréis y así no molestarán”, dice uno de los testimonios.

La página de Arrels tiene un mapa “colaborativo”, para añadir información sobre obstáculos de arquitectura hostil. ¿El objetivo? Visibilizar este tipo de estructuras o elementos, muchas veces colocados por el propio ayuntamiento, por iniciativa propia o por pedido de los vecinos.

La hostilidad no tiene horario

Su casa es una tienda de acampar azul, ubicada en un parque junto al Centro Cultural Islámico de Madrid, más conocido como la mezquita de la M30. La edificación de doce mil metros cuadrados, con seis plantas y fachada de mármol, es la mezquita más grande de España. También es el fondo de una improvisada “urbanización” de tiendas de acampar y puestos individuales, en los que muchos hombres y mujeres (la mayoría de ellos, extranjeros de origen árabe) pernoctan, al aire libre.

Allí están Anua y Leila (nombres protegidos), una pareja internacional: él es marroquí, ella es española. Su carpa, de estilo tipi (cónica), se ilumina desde dentro, en las noches frías, cuando ellos encienden velas de cera.

Ella, madre de una niña que vive en casa de su abuela, no se queda todas las noches. Pero él, un hombre delgado, de barba incipiente y ojeras profundas, vive en esa tienda desde febrero. Antes trabajaba como chef en el restaurante de otro marroquí y ganaba seiscientos euros, con un contrato falso (aún no tiene permiso de residencia y no quiere obtenerlo por la vía del matrimonio, que Leila le ofrece). La crisis lo dejó en el paro y ya no pudo pagar un alquiler. Ahora, junto a la mujer por la que “agradece a Dios”, soporta las inclemencias del clima y la hostilidad humana.

“Hay gente que pasa y te insulta. Incluso, algunos que antes vivían aquí. Te toman fotos y las suben a FB, quejándose”, dice Anua. Leila también ha sentido esa agresividad. Ninguno de los dos conoce el término “arquitectura hostil”, pero sabe lo que es ver niños durmiendo con sus madres en el suelo helado, o despertar a las siete de la mañana con los gritos de la policía, en la “puerta” de su carpa.

En Madrid hay alrededor de tres mil personas sin hogar. Y en toda España, aproximadamente cuarenta mil. Los recursos públicos y privados para atenderlas no dan abasto, más ahora debido a la crisis provocada por la pandemia.

Ante ello, las respuestas son más estéticas que estructurales. En ciudades como Barcelona, San Sebastián, Granada, Málaga, Santander o Tarragona, se han emitido ordenanzas que, a nombre de la seguridad, prohíben actividades como lavarse en una fuente, pernoctar en un parque, acampar, mendigar, buscar en la basura. Los controles son estrictos en las zonas comerciales y turísticas. La lógica detrás es el consumo puro y duro: si eres pobre, no consumirás y, además, asustarás a otros posibles clientes. En los noventa la filósofa española Adela Cortina creó un término para ese rechazo a lo pobre y a los pobres: se llama aporofobia.

En Madrid, sin embargo, se produce una paradoja. Quien la hace notar es el hermano Juan Antonio Diego, director del albergue Santa María de la Paz, de la Orden San Juan de Dios, con capacidad para 110 personas. “Ha habido una serie de campañas para retirar los bancos de las calles, pero es permitido empadronarte (regístrate en el municipio local), poniendo: banca en la vía, frente al número tal”.

Personas sin hogar, voluntarios y trabajadores de Arrels junto a vecinos y vecinas de Barcelona se movilizan por diversas zonas de la ciudad para reivindicar que vivir en la calle no es algo normal.
LA FUNDACIÓN Arrels, trabaja desde 1987, atendiendo y orientando a las personas sin hogar que viven en las calles de Barcelona. Los acompaña para conseguir una vida lo más autónoma posible cubriendo las necesidades básicas, proporcionando atención social y sanitaria y garantizando alojamiento a aquellas personas que se encuentran en una situación más vulnerable. Es una entidad fundamentada en el voluntariado con el apoyo de profesionales.

El religioso arroja otra luz sobre el tema de la precariedad. Hay —asegura— una indefensión aprendida, que hace que algunas personas lleguen a pensar que no merecen nada. El planteamiento del albergue Santa María de la Paz es romper esta mirada. “Yo siempre pregunto: ¿Cómo te gustaría que fuera el centro, si aquí tuviera que vivir tu padre, tu hermano o tú mismo? Oímos, con demasiada frecuencia la frase: total para esa gente. ¿Cómo que total?”.

El centro es cómodo, luminoso, con espacios para socializar y relajarse. Las habitaciones podrían ser las de un hotel. “Aquí ha llegado gente huyendo de otro dispositivo de atención de Madrid, porque era un sitio con cien colchonetas en el suelo, con ruido, robos, violaciones, riesgo de covid. La primera noche que uno de esos hombres pasó aquí nos dijo que no pudo dormir por tanto silencio”.

El religioso, que lleva ocho años al frente del centro, ha visto cómo el perfil de sus usuarios ha cambiado. De hecho, él lo llama el “desperfil”. “Antes llegaban personas que llevaban muchos años dando tumbos. Con la salud quebrada, problemas de alcohol, drogas, juego; sin cualificación laboral. Ahora tenemos aquí personas con titulación, abogados, ingenieros; gente que ha dirigido empresas. La línea que separa lo que llamamos vida normal de situaciones así es cada vez más fina”.

Girona: “Som sostre” sale a la calle para crear vínculos

Una helada noche de noviembre de 2017, Cristian Lienlaf, un chileno residente en Girona, lanzó un llamado por FB. En catalán escribió un mensaje que empezaba así: “Mañana haré una sopa para repartirla entre la gente sin techo… quien quiera apuntarse…”.

La sopa era un pretexto para acercarse a hombres y mujeres en situación de calle, en esta ciudad del noreste de Catalunya, donde viven alrededor de 150 personas sin un techo permanente (10 % más, a raíz de la covid-19).

El llamado de Lienlaf tuvo eco: se vio rodeado por vecinos que se presentaron con el objetivo de repartir alimentos, pero sobre todo de iniciar un vínculo con las personas en esta situación.

De esa primera visita nacieron varias más y luego la inquietud de volver esa iniciativa algo permanente. Así se creó la Fundación Som Sostre (Somos Techo), que actualmente atiende entre cuarenta y cincuenta personas sin hogar, que no reciben ningún tipo de ayuda del Ayuntamiento de Girona ni de los servicios sociales.

“En Girona hay por lo menos diez lugares en los que se han colocado obstáculos para evitar que la gente se proteja. Los argumentos son la inseguridad y la insalubridad. Pero en esta ciudad, hay un bajísimo índice de delitos asociados con el sinhogarismo”, dice el activista.

¿El efecto? Lienlaf lo resume así: “Si te rechaza tu entorno, si diariamente recibes miradas prejuiciosas y poco amigables, estos obstáculos ya son una clara declaración de hostilidad. Es decir: no te queremos cerca de nosotros ni de nuestra familia”. Una persona sin hogar llegó a decirle que se siente como “el cáncer de la ciudad”. “Si hasta las cosas te rechazan, ¿qué puedes esperar de la vida?”.

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