La historia de una adolescente norteamericana, adicta a las drogas de su época, se ha convertido en una de las series más vistas del catálogo de la cadena HBO. ¿Acaso nadie se acuerda de cómo fue ser joven?
La angustia adolescente me ha pagado bien.
Ahora estoy viejo y aburrido.
Kurt Cobain
El que duerme con niños amanece meado.
Dicho popular

Me salí de Euphoria por la misma razón que me hubiera salido de una fiesta en la que hay solo adolescentes: fue llegar, ver quién estaba ahí, ver lo que estaban haciendo y decir Ok, entendido, pásenla bien, yo me borro. Y fue decir también esto: si sobreviven, llámenme cuando crezcan.
Quiero decir que vi la primera temporada (ocho capítulos de una hora cada cual) y fue suficiente. Ya me habían advertido que era fuerte, que daba miedo, que es increíble todo lo que están haciendo y por lo que están pasando los adolescentes hoy por hoy. Pero no fue nada de eso lo que me desanimó. La serie de HBO, exitosa donde las haya, presume de ser realista y es vista casi como pornografía infantil cuando muchas veces es infantil a secas. Tiene lo mejor y lo peor de la intimidad: muestra lo que no querías que vea, pero muestra demasiado y cansa pronto.

¿Podemos hablar de Euphoria como el retrato del adolescente actual? No del todo. La serie se encarga de un tipo de gente, los que están teniendo sexo, tomando drogas, yendo a las mejores fiestas, cruzando depresiones interesantes y dignas de atención, pero diría que los trata o los encierra en una versión intelectualmente aceptable de la saga Crepúsculo. Quizás estos no son vampiros, pero vaya que están flacos y les falta sangre.
Mucho tienen que ver las decisiones del director y guionista Sam Levinson. El tipo está nervioso y se nota. Mueve la cámara bastante más de lo necesario, gasta su tiempo y sus energías en secuencias acrobáticas que terminan distrayendo y hasta subrayando el carácter ficticio de la historia, atentando de esta manera contra el realismo que, en apariencia, dice perseguir. Levinson comparte con sus personajes un pasado en común: él mismo fue drogadicto entre los catorce y diecinueve años de edad, pero da la impresión de que, aunque lo haya superado, sigue pensando en ello como un elemento inseparable de la juventud.
Levinson no miente. O no miente todo el tiempo. En Euphoria se encuentran verdades universales como las siguientes: sí, un drogadicto dirá lo que sea; y sí, queremos tener sexo lo antes posible y en la mayor cantidad posible así nos traume o nos destruya; y sí, claro, entre los límites establecidos por la bipolaridad uno prefiere la manía a la depresión, al bajón, y por eso prefiere también seguir consumiendo. Pero en lo que realmente valdría hacerle caso es en esto: los adolescentes (lo mismo que los niños de primaria o los jóvenes universitarios) están atravesando momentos y personas y sustancias que proyectarán luego. Ojo al piojo.
Todo esto, claro, desde un punto de vista que prioriza la oscuridad por encima del humor, la esperanza o incluso el placer. Es una pena ver que estos chicos están drogándose y revolcándose todos contra todes, pero nadie parece estarlo disfrutando realmente. Quizás ese es el punto, ahora que lo pienso, quizás lo que les falta es precisamente una dosis de euforia; pero otro punto es que no aparecen por ningún lado las ventajas de pertenecer a una generación más abierta y enterada, a saber, libre de prejuicios ante la sexualidad y dispuesta a confiar de lleno en el otro.
Euphoria se considera a sí misma cronista de su tiempo y, como tal, deja rastro de un mundo lleno de distracciones momentáneas que, no tan irónicamente, obliga a sus habitantes a buscar emociones que trasciendan la actualidad: por eso tomo MDMA, por eso me corto las muñecas y los muslos, por eso tengo quince años y una cuenta de OnlyFans que me dará en una noche el dinero que mis padres han tardado una vida entera en reunir. (Es decir, que escapo de las tendencias uniéndome a ellas). Mezclar y agitar bien antes de servir sobre el patio de un colegio.

