
La serie argentina El marginal estrenó su cuarta temporada el 19 de enero de 2022. La ficción, que tiene a un grupo de presos como personajes, se da en tres cárceles y en una sociedad enferma. Los capos (capangas, porongas) se conocen entre sí por la vida callejera, pero se disputan el poder mientras cumplen su condena o buscan escapar. De vez en cuando —en complicidad con el director de la cárcel de turno— salen a la calle a delinquir otra vez, ya sea por venganza o por encargo.
Entre estos personajes hay varios a tomar en cuenta. Sergio Antín (Gerardo Romano), director de la cárcel de San Onofre, cita al Michael Foucault de Vigilar y castigar y se ha empeñado en convertirse en puteador profesional. Miguel Palacios (Juan Minujín), alias Pastor Peña, es un policía que sabe de memoria versículos de la Biblia, pero encontrará una nueva ruta de escape en pasajes de La divina comedia.
La cárcel tiene, además, su mánager veterano de boxeadores, Bruni (Alejandro Awada), y su entrenador de criminales, el sicario James, alias Colombia (Daniel Pacheco). Está el guardia penitenciario Capece (Jorge Lorenzo), un exmilico muy facho que canta en italiano, a capela, mientras tortura. Y los villanos que más llaman la atención, ambos de apellido Borges: Mario (Claudio Rissi) que ha perdido la vista de un ojo en una pelea con Bruni, y Juan Pablo, alias Diosito (Nicolás Furtado), un adicto que nunca ha visitado a un dentista. Su rival más cruel es El Sapo Quiroga (Roly Serrano).
Pero lo que más sorprende es la estructura: a la primera temporada le sigue una precuela que sucede tres años antes, y así, volviendo siempre del pasado, se avanza hasta el desenlace. Este año aparecieron en escena Coco (Luis Luque), un cruel fanático religioso, y su cuñado díscolo, Bardo (Ariel Staltari), que interpretó a Walter en otra serie, Okupas (2000), ese retrato de época pintado con la amistad callejera en el cambio de siglo.
El marginal es César, líder de la Sub 21, una pandilla de pibes chorros, jóvenes marginados por otros marginados. Son la última escala organizada dentro del crimen carcelario: blanco de incendios, racismo y atentados varios. Su vida es uno de los pocos reflejos reales en el verismo aplastante de la serie, y el actor Abel Ayala juega con eso: “Estoy yendo al psiquiatra para sacarme a César. Lo más difícil es que no se te meta el personaje en la vida real. Me agarra un poquito eso: me dan ganas de asesinar, ¿viste?, salir a chorear, hacer un par de cosas turbias”, dijo sonreído en una conferencia de prensa.
La serie puede ofender, salpicar e irse contra las creencias del espectador, pero no hay ficción que alcance para entender la realidad. El marginal ensaya una conciencia sobre las cosas que hay que cambiar y te funde en un laberinto de pensamientos que quizá no conduzcan a la quimera de la empatía.
•
La villa es un laberinto de casuchas en el patio/cancha de la cárcel. Ahí esperan los pibes de la Sub 21 a que Mario Borges reciba una sorpresa. La intuye pronto: han “condimentado” su comida con el dedo mutilado de su cuñado. Lo mataron por venganza y se lo han enviado entre tallarines y una cadenita que lleva su nombre, como un mensaje.
Borges no se inmuta. Se pasea con el dedo por el comedor como un trofeo y antes de morderlo les dice: “Pueden avisarles a todos esos mierdas de ahí afuera que cuando Dios creó la luz… Borges ya debía dos facturas”.
“Es una porquería de persona. Es horrible, es un monstruo”, decía Claudio Rissi sobre su personaje en una entrevista televisiva. La frase de Dios, la luz y las facturas la incorporó el actor.
San Onofre es en realidad la centenaria y cerrada cárcel de Caseros (Buenos Aires). Mientras filmaban, aunque ya se estaba instalando ahí el Archivo General de la Nación, usaron los “buzones de aislamiento”, celdas de castigo con paredes desvencijadas y una ranura para pasarles la comida a los presos, como se ve hasta la tercera temporada.
Instalaron, en la locación, covachas pintadas con imágenes de hojas de marihuana y Cristos crucificados, altares en honor a san La Muerte, una cancha, piscina, colchones bajo toldos entre pasillos iluminados por un tacho de luz manejado por un vigía durante las noches. Martina Gusmán, la atormentada trabajadora social Emma Molinari en la ficción, describió el entorno como “alucinante, fuerte energéticamente”.
Al contrario de las anteriores, estrenadas en la Televisión Pública Argentina, la cuarta temporada fue directo a Netflix y contó con el respaldo de la cadena Telemundo. Cambiaron de sets y rodaron en una cárcel diseñada para sus fines, Puente Viejo, paredes levantadas sobre la nave de lo que fue una fábrica metalúrgica.
La producción, que se lanzó en 2016, no está libre de críticas y ha sido acusada de varias formas: “mercaderes del estigma”, “circo” y “lo real ausente”, han escrito varios medios. Pero para valorar El marginal coincido más con Darta Mercedes Blinx: “Negocios son negocios, pero no son goles ni amores (…) No voy a caer en el juicio de compararla con la realidad carcelaria que va quedando un poco lejos de tanta mugre y maldad acumulada (cuando queda aún mucho por hacer en materia de derechos humanos), es una ficción y en eso sí goles son amores, y los negocios nos llevan hábilmente a estas redes”.
Es decir, la ficción no tiene que hacerse cargo de todo lo que representa en el plano social. Hay que separar las cosas. Lo representado de lo real. Nadie va a llegar a Baltimore esperando vivir un episodio de la mítica y obligatoria The Wire (2002), por ejemplo. ¿Por qué esperar entonces que en América Latina las cárceles tengan su reflejo en series o películas si estas no son documentales?
Decir que unos personajes se forjan a costa de quienes cumplen su rol en la calle o encarcelados —lo dijo Jazmín Manuel— me parece militar por un límite que la ficción no debe tener. Si no tratan de usar unos recursos que ya usaron o evaden los lugares comunes —como hicieron en sus tres primeras temporadas—, la ficción sirve como laberinto que distrae y genera ciertas preguntas. Espero que la ya anunciada quinta temporada sea la última de El marginal. Nada más.