Hablando como argentinos (otra vez)

Okupas se estrenó originalmente en el año 2000, se convirtió de inmediato en objeto de culto y luego pasó dos décadas desaparecida, hasta ahora. La serie argentina, disponible en Netflix, ha vuelto para recobrar el espacio que le corresponde, y esta segunda venida tiene su parte de milagro.

Cuando todo era
nada era
nada el principio
Vox Dei

Quizás ustedes también lo hayan notado porque esto viene pasando desde hace ya muchos años, desde comienzos de siglo, digamos. Argentina, el país más europeo de Latinoamérica, la sucursal del primer y viejo mundo, ya no queda tan lejos o, mejor dicho, ya no nos parece tan cara ni tan exclusiva; al contrario, el peso argentino se desplomó y el país soñado tuvo que volverse inclusivo a la fuerza.

A partir del año 2000 Argentina se convirtió en un destino casi local y doméstico para una generación de ecuatorianos, me parece, de clase media alta en su mayoría. Ya en mi generación, me refiero a los que nacimos alrededor de 1980, hubo no varios sino muchísimos estudiantes que, ante el dolarizado costo de las universidades ecuatorianas, optaron por mudarse a Buenos Aires, donde resultaba más barato estudiar y vivir, y además, se podían usar palabras que antes nos estaban prohibidas. Palabras como mina o minita para mencionar a ciertas mujeres; dicho sea de paso, los ecuatorianos casados con argentinas que conozco están hoy por hoy divorciados. Palabras como asado, por ejemplo; ya nadie te invita a una parrillada, la gente dice, “ven a mi casa este sábado y hacemos un asado”. Y yo pregunto, “¿qué vamos a escuchar, Sumo o Los Redonditos?”

Andá a cagar, che.

Yo mismo, ya graduado de la universidad y trabajando en un bar de La Mariscal, podía ahorrar lo suficiente para permitirme tres o cuatro meses al año en Capital Federal más o menos, dedicado a leer, escribir, ir al cine, a conciertos, a museos, a tomar Quilmes de litro y a comer carne y vísceras como descocido. Ahora bien, todo hay que decirlo, y por esos días el argentino promedio sacaba comida de los basureros con las manos y en los hoteles de lujo se ofrecían “tours de la miseria”, es decir, recorridos guiados por las villas en las que crecieron D10S y tantos otros mesías. (Algo similar, aunque mejor organizado, pasa ahora con las favelas de Río de Janeiro, por mencionar una referencia).

Era una especie de fiebre y yo también la tuve, también me contagié. Estaban los que hablaban de ir a Miami como de ir a la playa y, capaz un poco más alternativos o más noveleros, quienes hablaban de Buenos Aires, de estar allá y sobre todo de “vernos allá”, como si se tratase de un club cuya membresía se conseguía con dólares y no con legado, como herencia. Yo, aunque más o menos enamorado de una ecuatoriana, escogí no ver a mis paisanos y traté de aventurarme con los argentinos.

A veinte años del estreno de Okupas, la serie que marcó a la televisión argentina en el año 2000.

Hice amigos, sobre todo en conciertos de Charly García, y una vez los escuché hablar de Méndez porque, me explicaron, la sola idea de pronunciar el apellido Menem les daba asco y les traía los peores recuerdos: padres desempleados, empresas locales cerradas, gente sacando comida de los basureros con las manos. Eran todos veinteañeros, algunos incluso menores de edad, y hablaban de Méndez queriendo decir Menem y queriendo decir también el fin de una época o simplemente el fin. “Nos dimos cuenta de que no éramos primer mundo, ¿viste?”.

Para ubicarnos, todo esto debe haber pasado cerca del concierto de los Rolling Stones de 2006 en el estadio de River y, ya que estamos, aprovecho la ocasión para celebrar que Charlie Watts es ya parte de la religión. Recuerdo sentirme sobrepasado e intimidado por la oferta cultural y roquera de Buenos Aires, pero también recuerdo que la gente me decía, “Y, no es nada, antes veías a los Rolling el viernes y, qué se yo, a James Brown el sábado”, y que esos conciertos también eran parte de la década ganada por Menem, de cuyo apellido nadie quería acordarse.

No recuerdo, o he olvidado, que alguien me hablara de Okupas con el fanatismo y la pasión con la que yo trato de impulsarla hoy por hoy entre mis seres queridos. Quizás porque es una miniserie o una “serie limitada”, como se llama en nuestro presente a las cosas que nacieron con conciencia de su propio fin: parece haber sido concebida como una película larga o una novela rápida. Fueron once capítulos transmitidos entre octubre y diciembre del año 2000 y esto habla bien de los argentinos porque, como gente de mundo, fueron los primeros en mirar hacia adentro y filmar lo que estaba pasando. Vale verse el ombligo, sobre todo cuando está sucio, sobre todo cuando apesta.

Con Okupas, se dice, se acabó la televisión grabada en sets, bien iluminada y optimista. Esto no es cierto, esa televisión sigue y seguirá existiendo mientras la sigamos viendo, pero Okupas se para sobre los hombros de sus contemporáneos y destaca y brilla y tiembla como una cámara sobre los hombros.

La serie parte con Ricardo, un tipo de clase media (esto es clase media argentina, prohibido olvidar) que pasó de la adolescencia a la primera adultez con Méndez, es decir, entre 1989 y 1999. Ricky estudiaba, pero ya no; quería trabajar, pero ya no; tenía una banda, pero ya no; tenía futuro o sentía ansias por el futuro, ya no. Lo encontramos viviendo donde su abuela, durmiendo en calzoncillos y hasta el mediodía, y ya en el primer capítulo lo vemos mudarse a una casa “abandonada” en un barrio donde aquello de la propiedad privada es más bien subjetivo, donde el más loco le gana al más fuerte.

Ricky, suelto en el recién inaugurado siglo XXI, debe responder con acciones y decisiones un tema del que suele ocuparse la filosofía: ¿Cómo ser bueno en un mundo malo?

(Maradona, por ejemplo, metió la mano y dejate de joder, boludo).

Las circunstancias no dan para pensarlo demasiado: él ya no puede ser bueno.

O eso cree.

Y le convendría, la verdad.

PD: Okupas, vendida como una serie pura, cruda y dura, no se encarga solo de la calle, habla también y con verdad sobre los códigos, sobre lo que puede hacerse y lo que no, así como habla sobre la amistad entre hombres con una franqueza que se agradece, con sentido del humor y sentido del horror y conocimiento de causa. Los personajes, entrañables todos, dan la idea de un mundo entero y autónomo. Y sí, hay un favorito, siempre lo hay. Le dicen “Chiqui” y es la bondad en persona y tiene un corazón que no le entra en su cuerpo agigantado de grandote. Un personaje como Chiqui es muy difícil de escribir y casi imposible de filmar, pero los argentinos lo lograron, otra vez. Hoy se me hace necesaria una pregunta antes de cada encrucijada, “¿Qué haría Chiqui?”.

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