Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 435 – agosto 2018.
A veces mi mente regresa a esa casa. A esas mañanas felices en las que intentaba escribir por primera vez. Esa casa estaba decorada con cuadros de abuela, olía a tía, y tenía todo: lavadora, secadora, floreros, tenedores, mantelitos, alfombras, camas tendidas con sábanas limpias. Nosotras (mi amiga y yo) vivíamos ahí como quien vive en un hotel. No pagábamos arriendo y cada mes los servicios se pagaban solos.
Me habían botado del trabajo. Era agosto. Los arupos florecían en Quito y no me daban ganas de salir del desempleo. Hasta desarrollé una teoría diogenesca: no había para qué trabajar. O como diría Wilde: el trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer. Los seres humanos estudiábamos para ir a la universidad. Íbamos a la universidad para hacer un doctorado. Hacíamos un doctorado para tener una casa. ¿Por qué no saltarse los pasos e ir directamente al objetivo final?
Yo ya tenía la casa. Bastaba con subir a la terraza y tomar el sol. Es increíble cuánta abundancia puede haber con poco dinero. Iba al mercado con cinco dólares y compraba choclo, habas, mote, sandía. Y estos alimentos me parecían deliciosos, vivos. En ese tiempo, en esa casa, amaba la vida. Tenía muchas ganas de sentir el sol en la piel, de leer, de comer fruta. Era una especie de exacerbación de los sentidos. En la terraza miraba las nubes —puede sonar muy hippie, pero estaba segura que hacerlo era vital en mi proceso existencial—. Mirar las nubes, mirar el cielo, debería ser ley para alguien que quiere escribir o vivir o darse cuenta de que vive.
A la terraza llevaba libros elegidos a dedo. Mi consigna era que no debía ser selectiva en el proceso. Debía cerrar los ojos y coger los libros, al azar. La única regla era que no fuesen repetidos. Porque hay que leer lo que más se pueda. Porque el arte es largo y la vida corta. Leía un poco de Nietzsche, un poco del diccionario Larousse, un pasaje de la Biblia, un poema de Stevenson. También escribía mucho, empezaba a escribir, y como que no lo hacía con la cabeza sino con el cuerpo, a ciegas, con hambre. Tal vez escribía así porque vivía para escribir; tomaba mi vida personal como un juego y hasta me enamoraba para escribir historias. Sin embargo, la única historia que viví principalmente para escribir es la única con que no pude hacerlo. Mis mejores vivencias están intactas, no se dejan tocar por las palabras y cuando las escribo como que pierden algo. Porque haberlas vivido representa de alguna manera un sacrificio. Porque a veces vivimos para escribir. Y cuando no podemos escribirlo… la cagada. “Un poema de Baudelaire no justifica su dolor”, dijo alguna vez Kerouac. Pero esa vez era al revés, esa vez la vida parecía escribirse sola.
Hay que reconocer que esta idea tiene mucho de burguesa. Para tomar el sol y leer libros al azar hace falta dinero. Y por supuesto, en mi caso llegó el día en el que la abuela regresó del viaje y nos tocó salir de la ilusión y buscar trabajo. Entonces dejé de concebir la idea de una vida hedonista, o lo que fuere, para empezar a considerar la idea de momentos existenciales. Por ejemplo, en alguna parte leí que hay lugares en los que la gente que puede deja pagando un café extra, entonces los que pasan por las cafeterías con ganas de un café, y sin plata, pues ahí lo tienen. Me gustó porque tomar un café implica nutrir el ser: nadie toma un café porque tiene hambre o sed, se toma un café porque se quiere pensar, ver el cielo, conversar, imaginar; es una necesidad intelectual, plástica, espiritual, qué sé yo, pero creo que estas necesidades también deberían ser consideradas vitales. A ratos sentimos que nos morimos y no nos hace falta agua ni alimentos sino mirar el cielo, ver una buena película, pensar, y voy más allá de la cursilería, hablo en serio, uno (o al menos yo) se puede morir por no tener tiempo para perder el tiempo, tiempo para pensar lo inútil.