Segunda luna de miel.

Por Mónica Varea.

Ilustración Sol Díaz.

Edición 424 – septiembre 2017.

Firma--Varea--1Sin darme cuenta de la dimensión de mis palabras, como siempre sin pensar, muy suelta de huesos dije: “La editorial me manda a Manta por trabajo”. Apenas terminé la frase supe el error que cometí, pero ya era tarde, los ojos de borrego ahorcado de Santi lo decían todo. “Ah cierto, no me había acordado que fuimos a Manta de luna de miel”, acoté tratando de hacerme la indiferente, pero como dije: “¡Ya era tarde!”, el romántico empedernido, vitalicio y militante de mi marido se había colado al viaje. Y bueno, tampoco soy tan mala, insensible, de maldad absoluta, una vez abrochados los cinturones, puse el teléfono en “modo avión” y yo me puse en “modo romántico”.

Al llegar a Manta nos topamos con una enorme ciudad, llena de cemento, con grandes avenidas y edificios y hoteles y todo. Santi tenía la intención de recoger los pasos, en cambio yo tenía la sensación de estar investigando un crimen al pretender recorrer palmo a palmo el lugar de los hechos, a mí me daba pavor porque parecía que iba a haber hasta levantamiento de cadáver; sin embargo, asumí con estoica bondad el hecho bochornosamente cursi de una segunda luna de miel, ya no había vuelta atrás.

Lo primero fue ir a visitar el hotel que nos acogió casi 40 años atrás. La sorpresa fue triste, el hotel Gaviotas se había caído en el terremoto de 2016, sobrecogidos vimos los escombros de lo que fue nuestro primer “nido de amor”. Al ver cómo los ojos de Santi se llenaban de lágrimas, lo animé diciéndole: “tranquilo, nuestro matrimonio está bastante menos derruido”. Eso lo animó y seguimos la búsqueda de lugares que ya no están.

Salimos a comer los deliciosos mariscos de la zona y luego caminamos por la ancha playa El Murciélago de punta a punta. Esa primera noche de antemano le recordé que estaba agotada porque el vuelo a la ciudad manabita sale de madrugada.

Al otro día yo estaba de mejor ánimo, dispuesta a darle gusto en todo, así que luego de pasear y desayunar mariscos, y almorzar mariscos, y cenar mariscos, todo se iba poniendo interesante. ¿Te acuerdas cómo nos gustaban las discotecas? Dijo él como invitándome a entrar a una que nos quedaba el paso, yo me sonrojé y me desleí de amor, pero en seguida recordé que ¡tengo un juanete!

Llegamos a la amplia habitación y Santi no prendió la luz, parecía que los mariscos habían empezado a hacer efecto, pero no, lo que yo tenía era una constipación que no me permitía sentarme, ¡peor acostarme! Pensé que iba a estallar, pero no quería que él lo notara, necesitaba una urgente solución. “¿Has oído en la tele del Tamakura?, cómpramelo”, rogué. Él me dio un beso de película y voló, al rato llegó feliz y con otro beso de película me entregó ¡un Kamasutra! Yo con el libro en la mano y con cara de idiota, tuve que decirle la verdad: “Santi, tengo pedo atravesado”. Puso su sonrisita hipócrita de no importa, amor, y me preparó un agua de anís.

Finalmente, el tercer día, continuó la ingesta desbordada de mariscos, la caminata en la playa y la búsqueda infructuosa de lo que Manta algún día fue.

Volvimos tarde, nos acostamos y ahora sí los mariscos del desayuno, almuerzo y la merienda, por fin, ¡me hicieron efecto! Pasé haciéndolo toda la noche, a ratos abrazada, a ratos sentada en el inodoro, sin parar hasta la hora de tomar el vuelo de regreso.

Esta segunda luna de miel nos ha perjudicado porque mi dieta de tres días de suero oral me dejó hecha piel y escombros, estoy en ruinas igual que el hotel Gaviotas… ¡y a mi marido le gustan las gorditas!

 

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