
Santiago Páez empezó a portar un arma a los once años, cuando descubrió el dolor y la defensa: su padre había muerto. Era el niño llorón, el hipersensible al que todos bullearon, pero mucho cambió a esa edad. “Aprendí a defenderme de la peor manera: empecé a andar armado”.
—¿Estás armado ahora?
—Siempre lo estoy. (Saca una navaja de su bolsillo con la costumbre de un pistolero del Viejo Oeste). No se busca matar a alguien. Mira, esta arma tiene menos de cuatro dedos (dice mientras el metal plateado se posa en su mano). Cuando aprendes a manejar un puñal buscas hacer el daño suficiente para que el otro se lastime, nada más.
—¿Y alguna vez hiciste daño?
—Nunca.
—¿Alguna vez te asaltaron con un cuchillo?
—Jamás.
—¿Te has dado de golpes? ¿Eras peleón?
—No me daba de golpes, me pegaban, que era diferente. De niño me dieron duro. (Cuando estaba en la escuela, cuando se estudiaba en la mañana y en la tarde, durante la primera jornada “uno de los grandotes” golpeó a Santiago de tal manera que le plantó una idea en la cabeza: las cosas no pueden seguir así. Llegó a su casa para almorzar. Antes de regresar en la tarde a la segunda jornada de clases, agarró dos cuchillos de monte. “A la salida nos vemos”. Retó al compañero que le llevaba ventaja en años, peso y estatura, y al que describe como un toro. A la salida, antes de cuadrarse, Santiago le mostró los cuchillos y le propuso pelear con ellos. “Nos damos de igual a igual”. Aquellas palabras alejaron a su compañero antes de que empezara la pelea). Descubrí el miedo en su mirada. Todas las armas dan miedo, pero los cuchillos dan mucho más porque son siniestros.
—¿Aprendiste a manejar el cuchillo?
—Sí, un amigo paracaidista me enseñó a manejarlo.
—¿Coleccionas puñales? ¿Cuántos tienes?
—Ya no colecciono. Tengo más de veinte.
—¿Nunca los has usado?
—Nunca hubo la oportunidad. Como te digo, armado te temen.
—Enseñas el puñal y nadie se mete contigo…
—Nunca enseñas el puñal porque quedas al descubierto. Pero con la actitud y la posición del cuerpo ya perciben que estás armado y que estás dispuesto a defenderte.
—¿Alguna vez te cortaste? ¿Recuerdas la primera vez de un corte, así sea involuntario?
—No. En mi época no era común eso de automutilarse. Pero sí había un juego: prendías un cigarrillo y lo colocabas entre tu brazo y el de un amigo; mientras el tabaco se consumía, la piel de ambos se iba quemando. El primero en quitar el brazo perdía y pagaba la siguiente ronda. Yo nunca perdí.
En el brazo derecho, donde se ha tatuado a algunos personajes o símbolos de sus propios libros, hay una parte cerca del codo donde las marcas de los puchos apagados son el vestigio del juego. Arriba de ellas, en medio de otros tatuajes, aparece un pequeño arco del triunfo en llamas que representa a Los archivos de Hilarión (1998), el primer libro que le costó una mayor demanda a Santiago y, para recordar esa ardua tarea, decidió profanar por primera vez su propia carne. Lo hizo a finales de los noventa, por lo que es el más borroso de los tatuajes y significa más que una herida de guerra.
El escritor
Una noche, cuando no se le temía al virus, sino tan solo a la delincuencia, caminaba con la escritora Solange Rodríguez por La Mariscal, en Quito. Sin dudar, me dijo que Páez era el mejor escritor ecuatoriano. Años después, le pregunto si piensa lo mismo: “Son esas sentencias superfuertes, tan rotundas como peligrosas. Pero sí, me encanta su trabajo. Me sorprende que, en un mundo de egos, a él no le preocupe sobresalir como escritor sino tan solo escribir. Me encanta que rompe los géneros, que busca los límites para sobrepasarlos. Es un escorpión con sabiduría. De su literatura una, realmente, puede aprender eso que llaman la libertad de la escritura”.
Santiago ha escrito veintidós libros: novelas, cuentos y ensayos. Es uno de los mayores cultivadores del género policial y de la ciencia ficción. Ha trabajado obras para todos los públicos, incluyendo eso que califican como literatura juvenil (a cualquier edad la leemos, ¿no?). Ha ganado premios. Ha obtenido grandes críticas. Ha sido criticado. Eso sí, todos quienes lo conocen afirman que es un escritor de verdad.
—¿Desde cuándo decidiste ser escritor?
—Desde que era un niño. Uno se hace chef por el gusto a la comida. Yo sabía desde pequeño que quería ser escritor por el gusto a la lectura. Leía todos los días y las vacaciones eran los momentos más felices porque leía toda la noche y dormía todo el día.
—¿Qué influyó para que seas escritor?
(Esta pregunta tendrá múltiples respuestas. Distintos momentos que marcaron su niñez y afilaron el arma que ya tenía dentro. Están los diez tomos de Los mosqueteros que descubrió en la casa de su bisabuelo, quien tenía una imprenta y encuadernó aquellos libros a inicios del siglo XX; están sus viajes en bus junto a su abuela, donde veía a las caseras y a los ancianos, y tenía claro que las jornadas de trabajo y las arrugas escondían muchas historias por contar; están sus visitas a su tía abuela en la Loma Grande, donde el peinado de una vecina tenía la forma del miedo).
—¿Cómo es eso?
—Su pelo me miraba fijamente y me sacaba unos dientes. Me aterrorizaba. Con el tiempo me di cuenta de que la señora tenía un mono tití, que se entremezclaba en su cabello. Su peinado me asustaba literalmente.
También están las historias bíblicas. Esas que leía con su abuela en una edición antigua, cargada con ilustraciones “alucinantes”, de la que nació su gusto por la ciencia ficción.
—Eras muy pegado a tu abuela. ¿Sabía que eres ateo?
—Sí, y sufría mucho. Y por eso mi respeto a los creyentes, que siento que son menos pendejos que los ateos, que uno por lo menos: ellos tienen un mundo mítico más maravilloso que el nuestro.
Un gigantesco ángel bordea casi todo el brazo de Santiago. Es un dibujo realizado por su hijo Matías. Se lo tatuó por Antiguas ceremonias (2015) y fue el rito que más le dolió, tanto como escribir una novela tan fragmentada como vanguardista, en la cual seres nómadas y criminales matan en medio de la hambruna, donde el rito hace que hierva la sangre mientras sobrevuela el Ángel de Mercurio, incapaz de llenar de bondad a los seres mundanos, perversos y violentos.
El profesor
Santiago Páez fue docente durante tres décadas, ahora está jubilado. Quienes fueron sus estudiantes en Comunicación y Literatura de la Universidad Católica, en Quito, coinciden en que es tan escritor como personaje. Boina o sombrero, tirantes, lentes oscuros, barba en forma de candado, sus navajas, su bastón —hoy por hoy su arma favorita (nadie sospecha de ella)— lo hacían ver como el actor de una película negra, el protagonista de su propia vida.
“Desde la primera vez que lo vi, sabía que era un escritor. De hecho, fue superbuen profe, pero tenía claro que, más que un maestro, es un escritor”, cuenta la periodista Abril Altamirano, quien señala que las clases más aburridas (fundamentos o teorías de la comunicación) podían ser las más interesantes, gracias a las formas de Santiago, quien nunca tomaba lista (nunca la tomó) y que tenía la capacidad de generar emociones.
Santiago Peña es su actual editor, pero también fue su estudiante. “Me quedé extasiado con sus Crónicas del breve reino. Leí su tetralogía cuando estaba en el colegio San Gabriel. Me las hizo leer Javier Cevallos Perugachi, quien también nos contó que el Santiago sacaba un puñal en su primera clase. Bueno, en la mía no pasó cuando ya fui a la U. Lo que sí, me interesé mucho por su literatura. Tenía varios de sus libros y después, cuando empezó a dar charlas para mi proyecto de Kafka Escritores y comenzó a publicar con Cactus Pink (el sello dirigido por Peña), pude expresarle lo mucho que me gusta su obra y le pedí que me autografíe sus libros, que empecé a leer desde el cole. Por cierto, Cactus nace con una edición de su novela Olvido.
—Tus estudiantes no te olvidan. Muchos te aprecian…
—Y eso es lo que más me llena, porque yo fui profesor no por vocación, sino que me tocó. Por eso, siempre tomé los cursos de los primeros años. Mi pretensión nunca fue ser académico. Un académico da, por lo general, cursos más avanzados y genera conocimiento. Yo reproducía conocimiento, porque lo que quería era producir literatura, escribir mis libros.
Fito Páez canta en “Brillante sobre el mic”: “recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar, aromas que me quiero llevar”. Estoy seguro de que si conociera a Santiago aumentaría: historias que prefiero tatuar. Olvido (2010) es una novela inolvidable. Selma, el personaje principal, pierde la memoria y entre fotografías y calles trata de saber quién es. También dibuja pájaros y es por este motivo que Santiago tiene una minúscula ave en su brazo. Quizás Selma haya olvidado a su creador, pero él la impregnó de esta manera en su propia carne para recordar la fragilidad de la memoria.

El cuerpo
Santiago Páez tiene sesenta y tres años; se casó con Elena, se divorció de ella; se casó con Teresa, se divorció de ella; se volvió a casar con Teresa, con quien tiene su único hijo, Matías, quien es artista. Estudió Derecho, Antropología, Comunicación y Literatura. Está en forma, saltando un día le pega por veinte minutos a un cuchimbolo. Debajo de sus lentes oscuros esconde esa mirada de “no te acerques a mí porque sé que te puedo lastimar”, pero que se equilibra con una inconsciente sonrisa de gato. Es alto y conserva una masa muscular firme para su edad.
En su brazo derecho, con el que escribe a mano antes de teclear una historia, también hay un par de guantes de box que representan su más reciente novela, que saldrá este año, donde aborda ese deporte que tanto le apasiona, así como la homosexualidad, un tema recurrente en su literatura. También se tatuó una calavera que no se puede encasillar en un solo libro, pues la muerte resulta vital en toda su obra. Cada vez que Santiago termina una historia, un campanazo marca el fin de la pelea. Más allá de los golpes, si el sonido de la campana aún retumba en su cabeza, significa que aquella historia debe inmortalizarse en la piel.
—¿Ningún personaje de Crónicas del breve reino?
—Es la novela que consideran mi gran obra, pero no me tatué. Fue un libro que planifiqué un año y al que dediqué cuatro para escribir. Pero fue una especie de trote que disfruté, no me noqueó como los libros que ahora llevo en mi piel.
—El cuerpo y la ciudad, Quito específicamente, son como un mismo territorio en tu literatura. ¿A qué se debe?
—Primero habitamos el cuerpo, y hay que tenerlo muy claro, porque es nuestro territorio. El cuerpo nunca ha sido un lugar amable, es un territorio hostil, te traiciona, se te rebela, se te muere. En mi caso, no sé dónde termina mi cuerpo y empieza la ciudad, la cual, al igual que nosotros, lleva joyas, pero también los tatuajes que la marcan.
—¿Duelen los tatuajes?
—Sí, te están agujereando cientos de veces. Pero a veces duelen menos que la escritura.
—Escribir es tatuar una hoja en blanco…
—Escribir es ser un tímpano. El mundo resuena de una manera atroz, porque el mundo es terrible. El mundo enloquece y eso reproduces. Piensa, no eres la música ni el que sopla: eres la trompeta.