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Diners 466 – Marzo 2021.
Por Diego Pérez Ordóñez
“He llegado a la conclusión, después de muchos años de tristes experiencias, de que una no puede llegar a ninguna conclusión”. Vita Sackville-West
Se suele identificar lo británico con lo excéntrico. De algún modo, el carácter insular está atado a la originalidad. A la promoción y propaganda de lo anglo como signo de lo distinto y peculiar. A la alegación de la particularidad isleña que, vendida apropiadamente, terminó en la separación de la Unión Europea, nada menos. Buena parte de la historia del Reino Unido guarda relación con su alegada rareza, con su representación de la añeja idea de la civilización, desde el sometimiento de Napoleón en Waterloo, hasta la derrota de los nazis, de la mano de un pueblo atado al destino, de la mano de Winston Churchill.
Si en otros lugares la cerveza se toma fría, en el Reino Unido se sirve a temperatura ambiente en la mayoría de los pubs (que, en la ortodoxia anglosajona, son distintos que los bares continentales europeos). Si en casi la totalidad del mundo se maneja por un lado, en esos lluviosos, neblinosos y apagados parajes, los automóviles circulan por el carril contrario. El tenis se juega sobre césped, en vez de sobre arcilla o cemento. La política se rige por usos y reglas centenarias e insólitas para el resto del planeta (las interpelaciones semanales de los primeros ministros, las peculiares normas de la Cámara de los Lores o los legendarios debates parlamentarios). Pompa y circunstancia…
De esas isleñas entrañas viene Vita Sackville-West (1892-1962), quien representó con creces la vida teatral y descomunal de la artista extravagante. Diseñadora de jardines y esteta, importante novelista (aunque poco leída en estos días), periodista, biógrafa e incisiva diarista, su exagerada existencia merece llenar millares de páginas y ocupar por horas varias pantallas. De vida sexual variada y liberal, Vita fue la inspiración y el motivo de Orlando de Virginia Woolf (una de las cumbres literarias de la novelística del siglo XX), así como una escritora de pluma afilada y de exquisitas maneras artísticas. Vita Sackville-West redefinió lo heterodoxo, pero siempre con una sólida base artística y con claras ambiciones estéticas.
Virginia Woolf y Vita Sackville-West mantuvieron una larga relación desde que se conocieron en 1923.
Nacida en el mero vientre de la aristocracia británica —y fiduciaria, por tanto, de todas sus excentricidades y procedimientos disidentes— a Vita no le faltaba ninguna espina en su corona de la originalidad. Hija única de dos primos hermanos, creció en una palaciega casa de campo del siglo XVI, que no pudo heredar en vista de la estricta legislación y costumbre nobiliaria británica. Nieta por vía materna de una famosa bailarina española, en su frondoso árbol genealógico, podemos encontrar condes, caballeros, hombres de Estado, acróbatas y barberos, en una peculiar combinación propia de la grandeza de su personaje. Los inicios de su actividad sexual no fueron menos libres, Vita tuvo tempranas aventuras con un conocido historiador de la arquitectura y con dos de sus compañeras de colegio. A los veintiún años contrajo matrimonio con Harold Nicolson, entonces un prometedor y joven diplomático, y con el tiempo un destacado historiador y diarista, también bisexual. Esta alianza entre dos caracteres diversos (ella más bien generalmente extrovertida y guiada por las pasiones, él, introspectivo y cerebral) resultó en un matrimonio abierto, legendario y conectado por varios flancos con la intelectualidad británica de la época, notablemente con el Grupo de Bloomsbury. Del mismo modo, la carrera diplomática de Nicolson llevó a la pareja a destinos entonces exóticos, como Estambul (en esos años, Constantinopla) y Teherán (en ese entonces, la capital de Persia).
Su célebre relación con Virginia Woolf, entre 1925 y 1935, coincidió (o quizá fue el dínamo) de la más fecunda etapa creativa de ambas artistas. Del lado de Woolf, la década incluyó obras de la calidad de La señora Dalloway, Al faro, la mentada Orlando y Las olas. Por parte de Vita Sackville-West, Seductores en Ecuador, Los Eduardianos e Historia familiar, por ejemplo. Es en Orlando donde podemos encontrar un himno, una larga y espesa carta de amor de Virginia a Vita. Como se sabe, la novela gira en torno a una visión sarcástica de la historia de la literatura inglesa, interpretada por un personaje-poeta que, a través de los siglos, muda de sexo de hombre a mujer. Más allá de las circunstancias amatorias, por los juegos del tiempo, por la capacidad de fabulación, por el ingenio, Orlando merece su estatus dentro de la literatura de vanguardia. “Pero Orlando —dice Irene Chikiar Bauer, exhaustiva biógrafa de Virginia Woolf— es más que un ejercicio brillante y liberador. Gracias a ese libro Virginia logró ascendente sobre Vita: la había halagado como solo ella era capaz de hacerlo e incluso había conseguido superar los celos que le provocaban sus relaciones con otras mujeres… Los atributos de Orlando (el personaje), su belleza, sus espléndidas piernas, remiten a los encantos que Virginia celebraba en Vita, en tanto ella misma había experimentado el tipo de celos que una y otra vez aparecen en la historia, y que desesperan a Orlando cuando Sasha huye de él, al tiempo que el Támesis se descongela y recobra su libertad”.
Sissinghurst es uno de los jardines campestres más románticos de Inglaterra.
La relación entre ambas artistas fue profunda, vigorosa y artísticamente productiva. La propia Virginia Woolf dio fe del calado de su dependencia en una entrada de su diario, en enero de 1926: “Vita me ha dejado hace un momento (veinte minutos, ahora son las siete.) ¿Cuáles son mis sentimientos? De una turbia niebla de noviembre, las luces mortecinas y húmedas”. De todos modos el dietario de Woolf está plagado de alusiones a esta asociación a un tiempo dependiente y fructífera.
Orlando, una obra superlativa, se nutre de la materia prima esencial de la gran literatura: la ansiedad humana sobre el transcurrir del tiempo, los sedimentos y pecios de la memoria y los avatares de la identidad. Críticos de la talla del polémico Harold Bloom han anotado que en esta novela —puesta, además, en el contexto del resto de la producción novelística de Virginia Woolf— la ambición de la escritora adquiere ribetes shakespereanos y que, en la tradición del célebre doctor Johnson, el genio literario se manifiesta en la absoluta originalidad.
La otra faceta creativa de Vita Sackville-West estuvo fincada en su trabajo como jardinera, labor a la que volcó su inventiva y sus ingenios artísticos. En parte para digerir haber quedado fuera de la asignación de las propiedades familiares, en 1930 compró el castillo de Sissinghurst, en los campos de Kent, una antigua edificación que había servido, en algún punto, como mazmorra para prisiones de guerra franceses y que hundía sus raíces en el siglo XII. Cuando Vita y su marido compraron la propiedad, el edificio principal estaba en ruinas y les tomó más de tres años limpiar los terrenos para así poder erigir su jardín soñado, que vio sus primeros resultados en 1938. A pesar de su aparente timidez con extraños —y guiada por razones económicas—, Vita abrió su creación al público en ese año y, según cuentan sus biógrafos, gozaba del contacto con los visitantes, guiándolos por los entresijos, caminos y galerías del jardín.
Con la planificación a cargo de Harold Nicolson y los procesos de plantar por Vita, el jardín del castillo de Sissinghurst está organizado por “habitaciones naturales”, cada una con un estilo, un tema o unas variedades de vegetación distintas. Esta estrategia de compartimientos y esclusas verdes le da a la obra natural de esta escritora convertida en jardinera un carácter íntimo y de cierto secreto.
Tras una vida de múltiples magnitudes —artística, literaria, diplomática, de jardinería— Vita Sackville-West murió en 1962, a resultas de un cáncer abdominal. Con independencia de su asociación con el retrato de Virginia Woolf, la figura de Vita sigue siendo el compendio del talento múltiple, de la excentricidad británica y de la vocación de ser personaje.