Sálvese quien pueda.

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.

Edición 450 – noviembre 2019.

Firma--Huilo

Vine a Quito porque me dijeron que aquí vivía el dueño del teatro en el que desaparecieron de uno en uno todos mis hijos. Vine con mi Olivetti Lettera 25, ya vieja, pero que a veces escribe sola. También con mi viejo revólver que nunca tuvo balas pero que me acompaña en los avatares, por si se lo requie­re como adorno a la hora de la venganza. No me da miedo terminar como un manojo de ceniza tirado en un río distante de Albura, pero me aterra el frío, la incertidumbre, la fal­ta adecuada de información. Usted conoce al dueño del teatro de bolsillo, pregunto a los viandantes. Y los viandantes me ladean como si yo fuese un mal recuerdo. Un fantasma de aquellos que brotan para arruinar la vida indi­vidual, sin que nadie, ni la víctima, se percate de su presencia. Señora de los perritos, usted sabe adónde lleva esta calle circular, pregunto y la señora me pellizca y me dice, ah, si fueses mi hijo, te envenenaría.

Todo es muy grande en esta ciudad don­de yo no consto. Me cruzo de acera y todos me ven o me ignoran como si no me hubie­se cruzado nunca. Me duele la cervical como cuando estoy en el cine y la pantalla cuelga del techo.

Vine a Quito porque me dijeron que mi padre había perdido la memoria. Porque me dijeron que Albura era un socavón. Que era penoso y hasta torpe ahogarse estando vivo en una concha de polvo. También me dijeron que podía ir hacia el norte, cruzar el puente fallido de la frontera y entrar en otra lengua que es la mejor forma de disolverse. Gracias por la información, les dije y me encaminé hacia el sur. Mi padre, cuando hablaba solo delante de mí, solía decir que en el sur em­piezan las cosas, aunque todo después de es­tirarse terminaba destruido. Por eso vine y no me arrepiento pese a que no encuentro nada. La verdad es que no busco, incluso cuando me inclino para buscar. Por qué no buscas, me pregunta disgustado, famélico, el cuervo que suele posarse en mi hombro siniestro. Como él ya lo sabe, me quedo en silencio. Él sabe que la mudez también es lenguaje borboteante, solo que de regreso. Más tarde, cuando dormimos en algún vagón que hue­le a mierda antigua, le contesto que sí busco pero al revés, o que sin buscar ya sé que el pa­dre estuvo aquí y ya no lo está. Como noso­tros él también fue fugitivo. Por fin, entonces, dormimos pensando en que recién mañana saldremos de Albura.

¿Que qué extraño de Albura? El cadáver de mi adolescencia al que dejé tirado en ple­na vorágine solamente por el afán desmedido de salvarme. También el partidero. También la carencia de luz en la calle de la planta eléctri­ca que era la calle de Lalolalópez. El destello de sus ojos de miel hirviente en la penumbra. Su lengua roja e infinita siempre remojando sus agrietados labios. Su cabellera azulina de tan brillante y negra. La roca de Bolívar en el río Tahuando, grande como un aerolito y que tenía una cuenca como mano de gigante. Allí secamos nuestras respectivas ropas, mientras descubríamos secretos y sabores de nuestra escuincle desnudez. Allí quedó para siempre la primera sangre.

Lalola. Lalola. Décadas más tarde, ajada y verdosa, la vi salir en chancletas de un bar oscuro como la boca de la esfinge. Posó una bolsa de basura junto a un poste, miró el cie­lo sucio y volvió a entrar. Me fui sollozando hasta llegar al jardín de infantes en donde hallaron el cuerpo acuchillado de Salomón, mi perro con cara de santo. También Lalola había huido de Albura. Tampoco ella se ha­bía salvado.

 

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