Salvaguardar el patrimonio en tiempos de guerra

El patrimonio es memoria e identidad, por ello salvaguardarlo, sobre todo en tiempos de guerra, ha sido una carrera constante, cuyos actores, escenarios y eventos transcendentes están contados en este artículo.

“Noche de los cristales rotos”. Las vidrieras y ventanales de los comercios judíos fueron destrozados con palos y piedrazos. Las mercaderías y muebles de esos locales fue destruida o saqueada.

La Segunda Guerra Mundial supuso un punto de inflexión en la preservación del patrimonio cultural. Los bombardeos estratégicos a infraestructuras patrimoniales, los saqueos sistemáticos a museos y templos de arte fueron tan devastadores que suscitaron una respuesta sin precedentes en la historia.
En 1954 la comunidad internacional se reunió en La Haya para firmar un tratado, con el fin de elevar la destrucción patrimonial a la categoría de crimen de guerra y dejar por escrito el compromiso de cada nación a inventariar sus bienes arqueológicos, artísticos e históricos, así como delinear planes de contingencia ante la amenaza de un conflicto armado.

En el caso de nuestro país, se creó el Sistema de Información del Patrimonio Cultural del Ecuador (Sipce) gracias al cual “la información de aproximadamente 170 000 bienes culturales, se encuentra en permanente proceso de depuración, homologación y actualización”.

Pese a los esfuerzos, como suele ocurrir con la mayoría de acuerdos bienintencionados, en muchas zonas de guerra el famoso tratado quedó en papel mojado. En los últimos años hemos sido testigos de destrucciones masivas en Yemen, Libia, Myanmar, China, Siria, Iraq o Ucrania.

Hace tan solo siete años vimos atónitos cómo el terrorismo del Dáesh arrasaba con varios monumentos de la heredad grecorromana de Palmira y en lo que va de 2022, la Unesco ha reportado daños irreparables en más de 200 enclaves culturales de las zonas ucranianas invadidas.

El espejo colectivo hecho añicos

Decía Milán Kundera que para liquidar una nación lo primero que se debe hacer es quitarle la memoria: “Se destruyen sus libros, su cultura, su historia. Y luego viene alguien y les escribe otros libros, les da otra cultura y les inventa otra historia”.

Patrimonio destruído.
Los escombros de la biblioteca de Sarajevo.

La destrucción patrimonial, tan bien descrita por el escritor checo en El libro de la risa y el olvido, ha sido la carta que todos los ejércitos han jugado desde la Antigüedad: el pillaje y el saqueo han sido desde siempre una parte del intercambio de hostilidades, una oscura tradición avalada incluso por legislaciones como la romana. La utilizaron en las guerras del Medievo y también los conquistadores europeos con nuestros antepasados precolombinos; los nazis para redondear el genocidio judío, el Gobierno turco para aniquilar al pueblo armenio o el ejército serbio, hace apenas treinta años, durante el asedio de Sarajevo.

A pesar de que los ejércitos se escudan en la falacia del daño colateral, lo cierto es que la destrucción patrimonial suele ser activa, premeditada y sistemática. Utiliza tácticas de terror y sometimiento con la clara intención de hacer añicos al “espejo colectivo” de un pueblo, borrar su memoria histórica y reescribirla al antojo de los invasores. Por consiguiente, en un contexto de guerra, tal y como señala el consultor en patrimonio Robert Bevan, en su ensayo La destrucción de la memoria (2016), los bienes culturales adquieren una cualidad totémica: una mezquita no es una mezquita, sino que representa la presencia de una comunidad que hay que borrar del mapa.

Se trata, entonces, de una limpieza cultural retroactiva, permanente e irreversible, una destrucción de la memoria colectiva, de la historia compartida, del apego a un lugar. Sobra decir que una sola vida es y será siempre mucho más importante que las piedras o los objetos de un museo. No obstante, quien destruye el patrimonio destruye también a las personas, las desarraiga, las exilia dentro de su propia tierra y las enfrenta a un doloroso duelo por ese anhelo tan humano de que los bienes patrimoniales, con toda su belleza y su historia, nos sobrevivan como un intento de trascender el destino individual.

Una idea ilustrada

La salvaguardia del patrimonio es una lucha a contrarreloj que, en pleno siglo XXI, sigue sin ganarse y que tardó miles de años en priorizarse. La idea sobre el respeto por el legado cultural se forjó hace poco más de doscientos años, con la Ilustración.

Patrimonio.
“The Monuments men”. Rescate de obras de arte durante la Segunda Guerra Mundial.

En 1758 Emmerich de Vattel escribió en El derecho de gentes, que “sea el que quiera el motivo porque se desola un país, deben respetarse los edificios que hacen honor a la humanidad”. El obispo francés Henri Grégorie acuñó el término vandalismo como el ataque a los valores de civilización expresados en el arte y en la arquitectura.

El concepto de patrimoine surgió, paradójicamente, en la Revolución francesa (1789), mientras los revolucionarios hablaban de la necesidad de proteger los bienes patrimoniales, hacían de la profanación de monumentos clericales su causa, convirtiendo iglesias en templos de la razón o comerciando con las piedras de La Bastilla como reliquias laicas.

En 1815 se debatió por primera vez en Viena sobre el restitutio in integrum o la restitución en su totalidad a los países europeos que habían sido expoliados tras las campañas napoleónicas. Fue a partir de esta convención, como explicaba la argentina Marta Vigevano en la conferencia Patrimonio cultural y conflictos armados, cuando se comenzó a crear “una idea de vinculación sagrada entre los pueblos, el territorio y los objetos culturales, por lo tanto, una necesidad de defensa de esos objetos”.

La sofisticación de los arsenales en los conflictos de finales del siglo XIX y principio del XX —buques cañoneros, trenes de guerra, tanques y zepelín— acrecentó el peligro y, a la par, la conciencia sobre esa capacidad destructiva y la búsqueda de acuerdos más sólidos. La Declaración de Bruselas de 1874 y los tratados internacionales de La Haya de 1899 y 1907 fueron muy esperanzadores, pero insuficientes ante la escalada bélica sin precedentes que estaría por venir con la Primera Guerra Mundial.

El terror que cae del cielo

La guerra desde el aire trajo consigo un cataclismo cultural sin parangón en la historia, que alcanzó el clímax con la Segunda Guerra Mundial, donde un solo bombardero de largo alcance era capaz de asolar una ciudad. El primer ensayo de este insólito proceso destructivo se sitúa, según Bevan, en La Kristallnacht (La Noche de los Cristales Rotos). Más de trescientos edificios de la comunidad hebrea, entre sinagogas, viviendas, locales comerciales, fueron atacados la noche del 9 de noviembre de 1938. Fue el inicio del Holocausto, el presagio de la destrucción de un pueblo.

En los años siguientes los señores de la guerra de ambos bandos arrasaron con todo cuanto pudieron en Florencia o Varsovia, Róterdam o Dresde, la ciudad alemana bombardeada por los aliados en 1945 y en la que el ensañamiento fue tal, que provocó un fenómeno conocido como tormenta ígnea que redujo a escombros su centro histórico e inspiró el término urbicidio.

Las respuestas a los ataques, casi siempre improvisadas, llevaron a museos como la National Gallery de Londres a ocultar toda su colección en las minas de Manod —Van Gogh, Da Vinci o Botticelli apiñados en cuevas laberínticas— o al Louvre de París a embarcarse en la hazaña logística de embalar alrededor de cuatro mil obras y trasladar estatuas de varias toneladas de peso, como la Victoria de Samotracia, en un plazo de 72 horas.

Patrimonio
Jacques Jaujard, director del Museo del Louvre, salvó de los nazis centenares de obras de arte del museo.

Por toda Europa se formaron unidades militares itinerantes —hubo una famosa brigada conocida como los Monuments Men, cuya historia fue llevada al cine por George Clooney en 2014— con el objetivo de recuperar el arte usurpado por Hitler. Soldados y voluntarios se jugaron la vida para salvar de los bombardeos a los tesoros imposibles de ser transportados, valiéndose de costales de arena, ladrillos o andamios.

Una estela de destrucción interminable

Una década después de la hecatombe más de un centenar de países firmaron la Convención de La Haya de 1954, para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado. “Los daños ocasionados a los bienes culturales pertenecientes a cualquier pueblo —reza el documento— constituyen un menoscabo al patrimonio cultural de toda la humanidad, puesto que cada pueblo aporta su contribución a la cultura mundial”. De este acuerdo surgió, entre otras cosas, el emblema del Escudo Azul para identificar los bienes culturales que deben ser protegidos y a quienes trabajan en su protección.

En 1972 se celebró la Convención de Patrimonio Mundial en la que se establecieron la Lista de Patrimonio Mundial y la Lista de Patrimonio Mundial en Peligro. En esta última se pueden inscribir bienes culturales y naturales en situaciones de peligro grave, como conflictos armados que han estallado o corren el riesgo de estallar.

Lamentablemente, el acuerdo ha sido violado por varios países que han entrado en la espiral bélica de las últimas décadas: en 1991, durante la guerra de los Balcanes, la marina yugoslava ordenó el lanzamiento de cientos de obuses sobre la Ciudad Vieja de Dubrovnik, inscrita ese mismo año en la Lista de Patrimonio en Peligro. La destrucción de este y otros enclaves culturales como la Biblioteca de Sarajevo, que albergaba miles de documentos de la era otomana y quedó reducida a cenizas durante uno de los asedios más largos e inhumanos que se recuerdan, fueron juzgados por primera vez en la historia como crímenes de guerra.

Nueve años después el régimen talibán ordenó dinamitar los monumentales budas esculpidos en la roca de un acantilado en la región de Bamiyán, en Afganistán, y que llevaban custodiando el valle desde hace más de quince siglos. En 2003, durante la posguerra de Iraq, las ruinas de la Antigua Babilonia fueron desmontadas piedra por piedra y el Museo Nacional de Arqueología fue arrasado: entre otros miles de tesoros, se perdieron las tablas del origen de la escritura sumeria.

En 2015 un proyectil destruyó gran parte del centro histórico de la ciudad yemení de Saná, uno de los asentamientos urbanos más antiguos del mundo —su origen se remonta 2500 años atrás—. Ese mismo año el autoproclamado Estado Islámico (ISIS) presumía de la destrucción en directo del templo de Baalshamin, una de las ruinas mejor conservadas de Palmira, con casi dos mil años de antigüedad.

Patrimonio destruído.
Uno de los budas de Bamiyán antes de ser destruido y después de la voladura talibán.

Esta tragedia patrimonial llevó a la Organización de las Naciones Unidas a dar un paso más y crear, en 2016, la primera unidad de Cascos azules de la cultura, integrada por civiles y carabineros especializados en la lucha contra el tráfico de bienes culturales.

Pese a todos los esfuerzos, la estela de destrucción parece interminable: en la página web de la Unesco se actualiza día tras día la lista de los enclaves patrimoniales ucranianos afectados total o parcialmente, tras la invasión del ejército ruso el 24 de febrero de 2022. El número supera ya los doscientos. El Teatro Dramático Regional Académico de Donetsk, por ejemplo, fue bombardeado cuando dentro de sus instalaciones había unas 1200 personas. El ataque al Museo de Járkov provocó que sus más de 25 000 obras de arte quedaran expuestas a temperaturas invernales; el Museo Histórico-Cultural de Ivánkiv reportó la pérdida de veinticinco obras de la artista Maria Prymachenko —el “milagro artístico” que cautivó a Picasso y Chagall— tras el incendio provocado por los bombardeos.

Si a través de los medios de comunicación nos llegan imágenes de cómo en Ucrania se continúan empleando las improvisadas técnicas de protección de antiguas guerras —sacos de arena, ladrillos—, la última esperanza en medio de todo este sinsentido es que la tecnología no solo ha evolucionado para perfeccionar los arsenales, sino también para mejorar la salvaguardia. De hecho, en noviembre, la Unesco anunció la creación de una plataforma satelital que monitoreará al detalle el impacto de la guerra en la arquitectura y demás enclaves monumentales.

Asimismo, diferentes museos e instituciones culturales están empleando a contrarreloj escáneres e impresoras 3D para digitalizar inventarios o replicarlos en caso de destrucción inminente, lanzando colecciones de NFT abiertas al mercado internacional del arte para financiar las contingencias derivadas de la guerra. También se están desarrollando aplicaciones como Backup Ukraine y bases de datos interactivas para geoposicionar y proteger el patrimonio en un mapa del mundo sin fronteras.

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