Por Mónica Varea
Si la palabra gracias tuviera un superlativo, diría graciototas a mis lectores.
También agradecería a papá porque me dejó una herencia inagotable: su honestidad, sus libros y sus historias de sobremesa. Lo que no me enseñó, porque tampoco lo supo, fue a vivir el duelo, la ausencia, la tristeza. Porque la vida es así, porque la muerte es parte de la vida y porque hay diversas formas de morir. Morimos cuando nos mienten, cuando nos quedamos solos, cuando la distancia es muy grande.
Un día nos levantamos y vemos que todo lo que hicimos no sirvió para un carajo y nos damos cuenta de que hemos perdido la gana de vivir. Como sin querer la tristeza se apodera de nosotros, nos doblega, nos atenaza, nos inmoviliza… Llega y nos hace esclavos, se alía con el miedo y juntos juegan a burlarse de nosotros. Se sienta a nuestra mesa, se duerme con nosotros, parece que llega a quedarse.
Yo hago lo posible por buscarle un escondite, la tapo con maquillaje, la cubro con colores claros y collares, la escondo detrás de la risa, pero ella sola se limpia, se desnuda, se borra. Parece que pierdo el tiempo, porque a la larga ella se esconde sola. Donde no la ve nadie, se instala sin mi ayuda justo en la mitad del pecho.
Parece que a la tristeza le gusta llegar por la tarde. Llegar despacio, sin hacer ruido y acomodarse. La tristeza no golpea la puerta, entra; el dolor no se anuncia, llega; las lágrimas no piden permiso, brotan, y la mentira mira con cinismo y aplaude.
Pero lo importante es dejar la tristeza guardada, y reír, reír a carcajadas, reír como locos porque lo malo no es perder la cabeza, sino perder la esperanza. Tenemos que reír en lugar de llorar y escribir para que otros rían.
Por suerte vivimos en un país luminoso donde el sol nos ayuda a ver el lado bueno de la vida y encontrarle un sinónimo a la palabra muerte, uno que por lo demás es una función vital, vitalísima.
Aquí cuando los chicos se enamoran, no dicen me muero por él o por ella, ¡No!, aquí se cagan de amor. Cuando ahogan las penas en alcohol no es raro oírlos decir, llorando en el hombro de un amigo: ¡me cagó hermano, me cagó! Tampoco morimos de miedo, o de frío, no, ¡para nada! Aquí cagamos de miedo y de frío, y lo más lindo es que ya no morimos de risa, ¡nos cagamos de risa!
Como toda regla, esta tiene su excepción, Santi la confirma, a él yo lo sigo matando de iras y a veces de risa. Lo bueno es que aguanta todo, inclusive los cuernos, porque en 2015, no uno sino dos hombres me hicieron feliz, ¡soy tía abuela!
¡Salud por este 2016! Busquemos motivos para reír, porque de eso va la vida, de reír en lugar de llorar, de perder la cabeza pero no la esperanza.