Por Roberto Rubiano Vargas.
Fotografías: archivo de C. Salas.
Edición 439 – diciembre 2018.
Carlos Salas es un sólido pintor colombiano con la mirada puesta en el universo del arte. Se formó como arquitecto antes de convertirse en artista plástico. Ha sido galerista, editor y comentarista del medio artístico. También es el protagonista de la tercera película de su hija Ana María Salas. Un documental titulado En el estudio. Su preestreno fue el 30 de octubre pasado y dos días después entró a salas comerciales, lo cual es un decir pues obviamente es una película muy poco comercial. Es el registro de un momento creativo del pintor, recogido con amor y admiración por su hija: su colega, su confidente, su consultora permanente.
Este documental nos permite acceder al proceso creativo de un artista que ha consolidado su obra sin renunciar a su decisión y su empeño por explorar la abstracción; es decir, la pintura sin anécdota, sin evidentes contactos con la realidad. La pintura que trata de sí misma o que trata de la esencia de las cosas vivientes: el color, la forma, el movimiento de la materia pictórica convulsionando en la tela pegada al bastidor.
Eso no quiere decir que no haya sido tentado por la figuración y que incluso considere que su obra tiene un pie, de manera permanente, en la figuración. Tal vez porque es una pintura que explora lo esencial, el color y las formas orgánicas. En el libro que hace tres años le dedicó el periodista José Hernández, nos recuerda que en 1984, a los veintisiete años de edad, en una noche de trabajo iluminativo encontró su camino en “una versión cierta de la abstracción”. Desde entonces ha sido larga y prolífica su trayectoria en ese lado del arte abstracto. Aunque eventualmente intentó volver a la figuración por un período breve. “Cuando emprendí el camino a la figuración hice el viaje de ida en avión. El de regreso ha sido a pie. De pronto todavía estoy regresando”.
Salas cree que usar la pintura para la representación figurativa es muy limitado si se compara con los recursos que ofrecen el cine y la fotografía que, además, han evolucionado mucho. Y cree que “se incapacitó a la pintura figurativa, pues los valores pictóricos están por fuera de la pura representación”.
En el documental de su hija vemos a Salas pintar como si estuviera dominando materiales radiactivos. Lo vemos trabajar en un taller despojado, como la celda de un fraile, donde las herramientas y los pigmentos y pinturas que usa recuerdan más la producción industrial que el desorden habitual de tubos de color y pinceles de cualquier estudio de pintor.
Es un proceso en el que utiliza espátulas de diversos tamaños, cinta industrial, pinturas de pared, pigmentos, cordeles entintados, soldadores de electricista y cualquier herramienta que le sirva para producir la materia de sus imágenes. Como si de ese desorden de herramientas y materiales de repente emergiera el orden artístico: el equilibrio de las formas. En algún momento dice que para él descubrir el cautín de soldador fue como para Chaplin el descubrimiento del sombrero hongo. Y lo vemos una y otra vez marcando la tela, sobre la cual ya hay varias versiones de la obra, que se cubren unas a otras, hendidas por los firmes trazos que obtiene del calor eléctrico del cautín.


En las afueras de Bogotá
El estudio de un pintor habla mucho de su obra y de su carácter. Y siempre hay algo de privilegio en acercarse al espacio de un artista.
El documental sobre Carlos Salas está filmado en su antiguo estudio y sirve de conexión entre ese que ocupó durante tantos años y el actual. El relato sobre el viejo estudio se abre y cierra con un paneo sobre el paisaje que se divisa desde el nuevo lugar de trabajo. Allí me recibió un viernes en la mañana.
Salas vive en una casa que es en cierta forma una prolongación de su obra pictórica. Está en lo alto de una montaña con vista al valle de la Calera, un municipio anexo a Bogotá que, cada domingo, permite a los bogotanos hastiados de la contaminación respirar un poco de verde y tranquilidad.
Es una construcción más bien racional en la que él diseñó la manera de mirar el paisaje. La casa misma, si se pudiera observar a vuelo de dron, podría parecer una de sus obras donde la abstracción mineral y vegetal de la naturaleza es rayada por las líneas poderosas del cemento y el acero de la construcción.
En ese espacio conversé con él rodeado por sus libros, herramientas y cuadros sin terminar. Salas considera que toda obra que se encuentra en el taller está en proceso y llega al extremo de afirmar que, si alguna obra en manos del coleccionista regresara por alguna razón a su taller, podría ser intervenida.
Su taller también es un espacio minimalista en sus aspectos decorativos. Él concibe ese lugar como un lugar separado del mundo “con muros altos y sin injerencia del exterior”, donde la obra pueda evolucionar permanentemente. “El taller es un espacio de producción más que de inspiración”, dice.
Al igual que en su estudio anterior, su habitación está junto al lugar de trabajo, bajando un piso. Puede decirse que es un pintor que duerme junto a su obra. Como los músicos de rock que en su etapa de aprendizaje prefieren dormir con la guitarra que con la novia (esto al menos contaba Keith Richards, de los Rolling Stones, en su autobiografía).
Los espacios de la obra
Salas, tal vez por su formación como arquitecto, tiene ideas definidas sobre la forma en que las obras deben integrarse a los espacios donde se van a exponer o a terminar finalmente.
Obvio que, en ese aspecto, no puede influir en cada uno de sus coleccionistas o compradores. Pero es un tema que se percibe en sus reflexiones consignadas en el libro que le dedicó José Hernández, que, dicho sea de paso, es un amplio catálogo sobre su obra y un buen resumen de su pensamiento artístico, ya que es una larga entrevista realizada a lo largo de muchos años, cuando Hernández pasaba la mayor parte del tiempo en el Ecuador.
El montaje de su obra suele necesitar de grandes superficies. “El juego de la obra con el espacio es importante —cosa que generalmente no se tiene en cuenta cuando se trata de pintura—. Considero que las salas neutras de exposición tienden a domesticarlas”.
Tuvo períodos en los cuales fue galerista y dirigió un medio especializado en artes visuales. La revista y galería Mundo duró diez años. Funcionó junto a la plaza de toros de Bogotá. Pero Salas siempre separó sus actividades como editor y galerista de su oficio como pintor, aunque al final todo fuera parte de un mismo frenesí.
“Gaula, Espacio Vacío y Mundo han sido los espacios que he fundado. El primero con dos artistas abstractos: Danilo Dueñas y Jaime Iregui; el segundo con un periodista y escritor: José Hernández, y el tercero con un administrador de empresas: mi hermano Juan Manuel. El primero lo pensé como lugar de los artistas, el segundo como un lugar de edición y el tercero como una empresa artística que lograra posicionarse en el mercado y no fuera tan frágil como los otros dos. A raíz de estas experiencias he podido conocer las dos caras de la relación del artista con el galerista”.



Espeleólogo del inconsciente
Salas invade sus telas, invade los espacios, trata de cooptar todo lo que le rodea con sus reflexiones y con su obra. “Mi pintura, aparte de sus propios procesos plásticos, surge de una indagación acerca del tiempo y del espacio. En mi vida y en mi arte la relación con el pasado es fuente de búsqueda constante”.
Es un pintor introspectivo, una suerte de espeleólogo del inconsciente. Aunque tiene claros los períodos de su obra, considera que su proceso personal “no siempre es lineal, pues hay cuadros de 1995 que están más cerca de los que hice en 1980 que de los que pinté en 1994”.
Salas da la impresión de ser una persona que ha reflexionado mucho sobre el arte y sobre su manera de estar en ese mundo. Es un hombre ordenado en sus recuerdos, un hombre de ciclos cumplidos. Hay algo racional en su pintura y los espacios en los que vive. La abstracción es como la poesía. Hay quien hace manchones como textos recortados y quien abstrae de la naturaleza las formas como lo hace un buen verso. ¿A cuál de esas posibilidades de la abstracción pertenece Salas? Pregunta retórica con respuesta obvia. Es un pintor que actúa bajo el mandato de su subconsciente, arriesgando ir más allá cada vez. Hay períodos de Salas en los que ha puesto su obra a disposición del espectador, al dejar pequeños fragmentos del cuadro pegados en imanes sobre una superficie de metal para que el espectador las cambie a su antojo. Y hay que estar muy seguro de sí mismo para intentar algo así.
Me atrevo a decir que Salas trabaja con sus reflexiones acerca del arte; las relaciones que encuentra entre la literatura, el cine o la filosofía con la pintura. Que su reflexión es parte de la materia misma de su pintura. Como si las palabras y los pensamientos terminaran por disolverse en los pigmentos y en los acrílicos y en el humo de la pintura quemada por el cautín eléctrico y se convirtieran en una capa más de las muchas que se sobreponen en cada una de sus obras.
Carlos Salas es un artista que siente gran optimismo frente a este trabajo tan artesanal, manual y minoritario que es la pintura. Pese a que estamos rodeados de adelantos técnicos en relación con las imágenes. Y que estas nos asaltan en la calle, en el celular o en la casa, él cree que “la pintura tiene un amplio campo de exploración que no ha sido aún recorrido”. Y que “el arte tiene una ventaja muy grande: sus tiempos son largos. Es importante que la obra sea para nuestros contemporáneos, pero si no es así puede invernar hasta otro momento más propicio donde haya un verdadero encuentro entre la obra y su espectador”.