Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 441 – febrero 2019.
Aparte del periodismo, mi hermana Ligia practica una especialidad macabra: ser la portadora de las peores noticias familiares. Por eso, después del susto de abrir su e-mail, me agradó sobremanera encontrarme con la nueva de que ella y Pepe, su nuevo marido, tan simpático, tan epicúreo, tan representante de la ya extinguida estirpe de los contadores de chistes, vinieran a visitarnos. Siete años vivíamos en Múnich y jamás habíamos recibido visitas de la familia. Naturalmente los chicos se pusieron felices. Manos a la obra, dijimos con Eugenia y empezamos el arreglo de la casa. No nos explicábamos cómo habíamos vivido sin un aparador para la vajilla, sin cortinas, sin siquiera una pantalla para el foco principal de la sala. Tampoco habíamos advertido que el espacio y la luz, ya de por sí mezquinos, eran usurpados por una caterva de muebles vetustos, aparatosos, incongruentes, todos heredados de amigos que se iban o renovaban su casa, o recuperados de la calle. Precisamente nuestra enorme cama la habíamos salvado del inevitable reciclaje municipal. Por primera vez sentimos que del wc, incluso cuando lo ocupaba nuestro pequeño Mateo, se expandía en todo el apartamento un tufo a deposición de borracho. La humedad, de pronto, era evidente, pues, el papel tapiz de los dormitorios aparte de haberse ondulado estaba invadido de manchas musgosas propias de las pocilgas. Retapizamos todas las paredes y cambiamos ciertos muebles por otros nuevos, incluida la alfombra de la sala comedor, pero el maldito apartamento seguía oscuro, enano, frío. Y eso no era todo, pues, bastaba acercarse a la ventana para darse cuenta de que vivíamos en un gueto. Basureros colectivos vomitando desechos de tan llenos, desvencijados electrodomésticos y muebles esparcidos en la acera. Y, para colmo, el gato de la vieja vecina, habituado a esperar que alguien abriera la puerta del edificio para cumplir sus necesidades en el exterior, ahora andaba diseminando sus miserias en el pasillo. Teníamos los nervios como agujas y por primera vez los chicos presenciaron varias de nuestras disputas. La última se convirtió en un infierno, con florero nuevo en añicos, leve herida de uña esmaltada en mi pómulo y una crisis de asma de nuestra frágil Luna, que requirió la atención médica domiciliar. Faltando apenas dos días, Eugenia y yo estábamos despiertos en la madrugada, cosa nada rara en mí pero algo totalmente insólito en ella que duerme como en estado de coma. Lalo, me dijo con la voz de su extinta madre, mañana en la noche tomo un tren para Leipzig. ¿Qué?, le pregunté, sobresaltado, volteando mi cara hacia su lado. No respondió ni yo tampoco tuve el valor de decirle otra cosa. Continuamos despiertos e inmóviles, con los ojos abiertos en plena oscuridad, escuchando el bramido lejano de los autos. De pronto, se oyó un estrépito lento y alargado como un choque múltiple, seguido más que de silencio de un abismal vacío que se fue poblando con el lastimero sonido de las sirenas, todo tan remoto. Lalo, me dijo con una voz que no era suya, me voy para siempre. Patrulleros y ambulancias seguían aullando a la distancia y yo, con la boca abierta, sentía que me faltaba el aire. ¿Y los niños?, alcancé a decir. Me los llevo, respondió y dándome la espalda empezó a sollozar durante un siglo, hasta que se quedó dormida. Entonces, caminando en puntillas fui hasta mi escritorio, marqué el número de Ligia, para decirle que no viniera, que Eugenia venía de morir.