Ruanda, milagro o espejismo

Han transcurrido poco más de dos décadas y, pese a todo pronóstico, las heridas del genocidio de Ruanda parecen haber cicatrizado. Están, sí, se palpan, también, pero hay señales de que la memoria colectiva ha logrado desanclarse del terror de los cien días más aciagos de su historia. Los incentivos económicos llegados desde Occidente y las políticas del Gobierno han dado un volantazo a la economía, de tradición agrícola, para encauzarla hacia el sector de los servicios y la tecnología.

Apertura-Ruanda

Por Paulina Gordillo

 

Eran las ocho de la noche del 6 de abril de 1994. Un misil, salido de Dios sabe dónde, hacía diana en el Dassault Falcon-50 que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali, Ruanda. Detrás del primero, otro proyectil aseguraba el éxito del atentado: no dejar ni rastro de esa docena de vidas que iba a bordo.

El objetivo del ataque tenía un nombre, una nacionalidad y un cargo importante: Juvénal Habyarimana, ruandés, presidente del país. Junto a él iba su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira. Ambos jefes de Estado, ambos de la etnia hutu y ambos portadores de, según como se mirara, buenas noticias.

Venían de un encuentro interafricano que buscaba ratificar el acuerdo de paz entre las enemigas etnias hutu y tutsi, y por el cual Habyarimana se comprometía a implantar un Gobierno de transición que incluyera a los opositores de su régimen, los guerrilleros tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR).

Aquel misil, cuya procedencia aun hoy se cuestiona, no solo hizo volar en pedazos la aeronave presidencial, sino que arrancó de cuajo las entrañas de la misma Ruanda.

A los pocos minutos de la tragedia, la radio pública de Las Mil Colinas difundía la noticia viciada con gravísimas incitaciones a la violencia: “¡Matar a las cucarachas tutsis!”, “¡Aniquilarlas a todas!”. La paramilicia hutu de los Interahamwe y los falangistas radicales se armaron con lo que más a mano tenían —un garrote, un machete o un cuchillo— y, al grito de ¡tuzabatsembatsemba! (“¡les vamos a matar a todos!”), invadieron las casas vecinas para acabar con todo cuanto tutsi habitara en ellas.

Los hutus moderados, que eran miles y se negaron a participar en la cacería, pagaron su traición con muerte y tortura. La ofensiva tutsi desde Uganda respondió al instante y, en menos de un mes, unos 250 mil fugitivos habían cruzado la frontera con Tanzania. La comunidad internacional asistió con mirada esquiva al horror de esos días —la ONU retiró los cascos azules de la zona— que acabaron el 4 de julio, tras la intervención de ocho países africanos.

Las cifras del genocidio, que se dicen pronto, tardarán mucho en olvidarse: cinco muertos por minuto, 300 por cada hora. En total y para redondear, cerca de un millón de muertos de una población de ocho millones. El exterminio se llevó al 75% de la población tutsi y, entre los hutus, a unas 300 mil vidas. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU concluyó, además, que hubo alrededor de 500 mil mujeres violadas: el 70% contrajo sida.

Y se obró el prodigio

Cuando el Frente Popular Ruandés, liderado por Paul Kagame, se hizo con el poder, Ruanda era poco más que una tierra fantasma: si el 12% de la población había sido exterminada, un 43% cruzó la frontera en busca de refugio. Unas tres cuartas partes de los que quedaron, en su mayoría mujeres y niños, lo hicieron hundidos en la pobreza extrema.

La comunidad internacional, que tanto había vacilado en detener la masacre, se lavó la conciencia apurando recursos para reconstruir el país: entre 1995 y 2000 llovieron en Ruanda más dólares que agua. En los años sucesivos, los fondos extranjeros llegaron a representar un 70% del PIB.

Con la reconciliación social garantizada, la reconstrucción de las infraestructuras y el retorno de los exiliados, el milagro ruandés se obró en tiempo récord y la economía de este pequeño y superpoblado país (en una superficie similar a la de Guayas y Los Ríos, conviven unos doce millones de habitantes) aceleró el galope a velocidades jamás vistas entre los países subsaharianos.

En 2000 el Gobierno puso en marcha su Visión 2020, un ambicioso programa que, entre otras cosas, pretendía estrechar los niveles de pobreza hasta 30% y mantener crecimientos anuales medios del 8% del PIB.

Si los objetivos se consiguen, Ruanda estaría lista para colarse entre los países de renta media (de los $ 230 de 2000 a $ 900 en 2020), y cambiar el modelo económico agrícola (el 90% de la población depende del cultivo de té, café o plátano), hacia otro basado en los servicios y las tecnologías del conocimiento que, de momento, representan 3% del PIB.

Dieciséis años después y a tan solo cuatro de cumplirse o no las perspectivas, el programa da señales de ir por el buen camino, pues si en 2000 el índice de pobreza superaba el 65%, en 2013, había retrocedido hasta 45%.

Hay menos pobres en Ruanda, sí, pero siguen siendo demasiados. Según el FMI, los más de cinco millones de ruandeses que viven con $ 1,25 al día le impiden salir del ranking de los veinticinco países más pobres del mundo.

Kigali-Memorial-Centre_Esiebo

El Kigali Memorial Centre recuerda a las víctimas del genocidio 1994.

El rey Paul

Los hilos de esta nueva era se mueven desde la Rwanda Development Board (RDB), una institución gubernamental, creada en 2012 para promover planes de desarrollo y proyectos de financiación del Estado. Dirigida por el mismo Paul Kagame, la RDB funciona como una gran corporación a la caza de grandes inversores.

Los datos arrojados por el Doing Business 2015 del Banco Mundial —un informe comparativo sobre la calidad del clima de negocios entre 189 economías— aupaban a Ruanda al nada despreciable puesto 46 (Ecuador está en el 115).

Asimismo, las buenas notas obtenidas en el Índice de Percepción de la Corrupción de la Organización para la Transparencia Internacional de 2014 (49 sobre 100) demuestran que el Rey Paul —como lo ensalzaba un artículo del diario The Economist— ha sabido jugar muy bien sus bazas a la hora de manejar la marca país. ¿El resultado? Ruanda es miel para el capital extranjero.

Las principales inversiones llegan desde Asia. China ha apostado en el último lustro unos $ 170 millones en proyectos de infraestructura, comercio e ingeniería. Las bonitas y bien pavimentadas carreteras de la nueva Ruanda llevan impreso el sello Made in China, así como el gran ferrocarril del oriente africano, que en 2018 enlazará Kigali con Mombasa, Niairobi y Juba.

Y decir China es lo mismo que decir Singapur, el espejo en el que Ruanda se mira. Kagame, como apuntaba Xavier Mas de Xaxás, en un reportaje del diario español La Vanguardia, “quiere que Ruanda se parezca a Suiza y Singapur”. “Entre sus referentes destaca Lee Kuan Yew, el dictador ilustrado de Singapur, que convirtió una colonia atrasada en una plaza financiera y comercial esencial del sudeste asiático. Kagame aprendió de Lee la importancia de los detalles —Lee prohibió la goma de mascar y Kagame, la música alta— y la necesidad de llevar el país como una empresa”.

No en vano el Kigali Master Plan, el proyecto de diseño urbanístico de la capital, está en manos del grupo singapurense Surbana. Distritos como el de Nyarugenge o Gishushu se pavonean con prodigios arquitectónicos como el Kigaly City Tower, el edificio más alto de la ciudad, dotado de una infraestructura inteligente y, entre otras instalaciones, un hub de alta tecnología que ofrece servicios financieros.

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Los gorilas de montaña viven en el parque Nacional de los Volcanes.

¿El Sillicon Valley de África?

La Torre de la Ciudad es solo una muestra de lo que se lleva gestando en Ruanda desde hace años: la gran apuesta del Gobierno por el desarrollo de las tecnologías de la información y el conocimiento.

La web de la RDB reseña el modo en el que el país ha conseguido situarse entre las naciones africanas con mayor desarrollo en esta clase de tecnologías y explica que el éxito se debe, ante todo, a la mano de obra cualificada, barata y joven (ojo al dato: el 90% de la población es menor de 50 años), las infraestructuras adecuadas, los bajos niveles de corrupción y el entorno bilingüe (las lenguas oficiales son el inglés y el francés).

En un artículo publicado por el diario Global Post, en 2014, Paul Kagame escribía: “Necesitamos asegurarnos de que los jóvenes africanos se den cuenta de que la prosperidad depende de su capacidad de innovación y de su espíritu emprendedor”. Tal parece que los jóvenes africanos han caído en cuenta y muchos de ellos buscan su lugar en sitios como el ya emblemático Klab, la incubadora de empresas tecnológicas más importante de Kigali. En este laboratorio de ideas, el emprendedurismo y la creatividad son fundamentales.

Cualquier persona con una buena idea consigue en el Klab los medios adecuados para desarrollarla. Allí se practica el coworking, y tanto estudiantes como profesionales e, incluso, funcionarios del Gobierno, trabajan para desarrollar todo tipo de aplicaciones móviles, gadgets o software que puedan facilitar la vida a los ruandeses, en especial a los de las zonas rurales que carecen de servicios básicos como la electricidad.

Justamente y para atenuar esta dificultad el Gobierno ha ideado un proyecto de autobuses equipados con computadoras que recorren los lugares más remotos y ofrecen a los vecinos la posibilidad de aprender a manejarse en el mundo virtual. Esta solución es temporal, pues según las Perspectivas Económicas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), la penetración de Internet en Ruanda llegará al 95% este mismo año.

Ahora bien, la consecución de metas tan optimistas requiere un plan que asegure un suministro eléctrico como Dios manda. Y eso es precisamente lo que busca el Kivuvatt, un proyecto pionero financiado por varios países europeos y operado por la empresa norteamericana ContouGlobal, que convertirá el gas metano presente en las profundidades del temido lago Kivu —en 1986 murieron 1 700 personas asfixiadas por los gases desprendidos por esta bomba de relojería natural— en fuente de energía comercializable. Si todo sale bien, el próximo año el 70% de la población tendrá acceso a la electricidad.

 

Una bonita fachada

“Kigali es una ciudad inusual en el este de África”, le cuenta a Mundo Diners la corresponsal de EFE en África, Desirée García, en una conversación electrónica. “Es pequeña pero está muy urbanizada, con calles bien señalizadas y asfaltadas, donde se respetan las normas de tráfico y hay una moderna red de transporte”. “Al contrario que en la mayoría de ciudades africanas —añade—, no hay bullicio en la calle ni grandes congregaciones de gente. Todo es mucho más ordenado y limpio, algo a lo que sin duda ha contribuido la prohibición de bolsas de plástico”.

Así es: otra de las iniciativas que han situado a Ruanda en la vanguardia es precisamente esa, la guerra declarada al polietileno. Desde 2007 el uso de bolsas plásticas está prohibido y las pocas que pueden existir están gravadas como artículos de lujo. El Ministerio de Ambiente coordina con cuerpos policiales para vigilar el cumplimiento de la normativa en los establecimientos y persigue al mercado negro de bolsas que, aunque increíble, se propaga rápidamente.

La participación del pueblo en esta lucha es también fundamental. El último sábado de cada mes los ruandeses mayores de edad están obligados —no se libra ni el presidente— a participar en el umaganda: una antigua tradición de limpieza colectiva, muy similar a nuestra minga, gracias a la que consiguen mantener en envidiable buen estado los espacios públicos.

Y si las calles de Kigali están libres de basura, lo están también de vendedores ambulantes y mendigos. En Ruanda la mendicidad está castigada y aquel que ose contravenir la disposición es enviado al centro de rehabilitación de Iwawa, una isla en medio del lago Kivu, a treinta kilómetros de la costa más cercana.

Allí, indigentes, toxicómanos y delincuentes menores son sometidos a diversos programas de reinserción social, según la falta cometida. Lo que sucede en este reclusorio no está muy claro, pues los internos no tienen ningún tipo de contacto con el exterior. La controversia que ronda la isla ha llevado a algunos medios extranjeros hablar del “Guantánamo ruandés”.

 

¿Progreso sin democracia?

Intentar ahondar en la realidad de Iwawa significa tirar del hilo de un ovillo de intrincadas polémicas que ensombrecen la imagen de Paul Kagame. Aquellos tiempos en los que personajes como Bill Clinton se deshacían en elogios (“es uno de los líderes más grandes de nuestro tiempo”, dijo el exjefe de la Casa Blanca, allá por el 98) parecen haber quedado atrás.

Desde que en 2008 el Tribunal de Grande Instance de Francia y la Audiencia Nacional Española imputaran a Kagame como máximo responsable de los delitos de genocidio y de lesa humanidad, durante y después del genocidio, las miradas extranjeras hacia el Iluminado ya no son del todo aprobatorias.

Un informe de la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, echó más leña al fuego en 2010 al concluir que las fuerzas militares comandadas por Paul Kagame cometieron ataques sistemáticos contra los hutus refugiados en Congo después de la masacre, y por los que murieron unas 300 mil personas.

Y es que el historial del líder del Frente Patriótico Ruandés se ve eclipsado desde el mismo instante en que estalla el genocidio. Durante años se barajó la teoría de que el hombre fuerte del FPR estuvo detrás del atentado contra el presidente Habyarimana. Y a pesar de haber sido absuelto en 2012 por un tribunal francés, el documental de la BBC, Ruanda, la historia no contada (2014), reavivó el debate hasta el punto de que actualmente la prensa extrajera tiene muy difícil la entrada al país. “El Gobierno endureció la política de concesión de visados a periodistas. Para conseguirlo se necesita tener una invitación formal de algún residente o institución”, explica Desirée García.

En sus visitas a Kigali, García dice haber percibido la existencia de temas de los que no se puede hablar ni preguntar, al menos públicamente, relacionados más que nada con cualquier cuestión que vulnere al discurso oficial sobre lo ocurrido durante el genocidio.

Es ilícito, por ejemplo, hacer distinciones entre hutus y tutsis —la procedencia étnica se borró del carné de identidad en 1995— o poner en duda el relato único e irrefutable que el régimen pregona, enseña en las escuelas y recrea año tras año en la celebración conmemorativa del genocidio de cada 4 de julio en el estadio de Amahoro, y en la que participan miles de fieles de un mesiánico maestro de ceremonias, llamado Paul K.

Los actuales opositores han denunciado desde el exilio que el régimen de Kagame es que auténtica dictadura del terror, que reprime —o hace desaparecer— a todo aquel que intente plantarle cara. A pesar de estas acusaciones, Kagame sigue gozando de una gran popularidad entre los ruandeses: en las elecciones presidenciales de 2010 arrasó con el 93% de los votos y, si nada se tuerce, repetirá legislatura en 2017.

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