Casi nadie registra en su cabeza a una mujer trans y vieja. Casi nadie registra la vejez de una mujer que nació siendo un hombre y que nunca se identificó como uno. Quizá porque son pocas, porque a muchas las torturaron y las mataron.

Pepa tiene en su mano derecha dos ramas muertas. Pepa camina con fatiga como si en sus pies cargase dos charcos pantanosos. Pepa mira pero no mira, sus ojos neblinosos se distraen en paredes imaginarias.
No sabe leer.
No sabe escribir.
Pepa es Pepa, pero también es José. José Alberto Nissan. Ella dice que tiene 71 años, pero el calendario muestra que son 72. Nació la madrugada de un miércoles de 1951, en Mulaló, una parroquia rural de Latacunga.
Su madre se llamaba Aurora y prefiere no nombrar a su padre, que murió atropellado por un auto. José fue un niño del campo. A los dieciocho años se mudó a Quito para convertirse en una mujer de la ciudad.
“Días tengo para comer, días no tengo. Días tomo café, días no tomo, pero así es la vida, señorita. Cuando tenía plata ahí estaba la familia, ahora nadie se acuerda. Ahora que soy viejo. Dios le pague a usted, señorita que ha venido. Yo no sé leer ni escribir, pero en cocinar no me gana nadie. Yo antes paraba en la avenida Amazonas. Hacía mi plata. Ahora no. Días como, días no como. En la avenida Amazonas paran todos los homosexuales. Yo me hacía buena plata, pero la mala cabeza de uno señorita, no saber guardar.
Cualquier amigo me ve, me dice: Pepa, ¿ya tomaste café, ya almorzaste?, y me regalan cualquier cosita. Cincuenta centavos, un dólar para una cola. Cómo dice el dicho, cuando el árbol está caído ahí se ve a los amigos. Una señorita que vende en la calle me regala café, Dios le pague, Dios le dé siempre. Ahora que me ven así, no me preguntan ni cómo estás, si has comido o no has comido, dónde estás durmiendo, cómo duermes, pero bueno, Dios es grande, Dios es poderoso.
Cuando yo era la Pepa me ponía minis.
Ahora soy José”.
A José, no le importa si la llaman La Pepa o le dicen El José. Que a su edad, esas cosas ya no importan, me dice.
José no espera. José no imagina.
Sin futuros en mente. Sin esperanza.
En un edificio blanco
Aquí, parece que nadie se detiene. Pasos largos, presurosos, cortos, diminutos, con tacones, en silencio. El sonido de un bastón golpeando el cemento. Postes verdes con carteles de mujeres desaparecidas, amarres, lecturas de tarot, anuncios que prometen la liberación de los vicios. Un hombre sentado junto a la estatua del humorista más importante del Ecuador, don Evaristo Corral y Chancleta, tiene un cartel en sus manos, donde con tinta negra y roja, se lee:
SOBADOR
SE CURAN LESIONES
FREGADOR
Mujeres con paraguas rojos y amarillos. Hombres negros, hombres blancos. Prostitutas y burócratas y trabajadores de la “cultura” y mendigos. La Plaza del Teatro es un retrato de Quito, del Centro Histórico de Quito, de la capital. Está en las calles Guayaquil y Flores, acompañada del Teatro Nacional Sucre.
Aquí, en el edificio blanco, decorado con imágenes de dioses y musas doradas, en la segunda puerta de madera, contando desde la izquierda. Aquí vive Pepa. En la calle.
La Pepa Nissan, así la llaman sus amigas, de la asociación de mujeres trans Nueva Coccinelle: La Muñeca y Nebraska Montenegro, quien es presidenta de la organización.
Palo/sangre/muerte
Es 29 de mayo de 2023, once de la mañana. En el centro de Quito, en la calle Esmeraldas entre Venezuela y Luis Vargas, me espera Nebraska. El sol pega fuerte, quema. Nebraska mueve su melena negra buscando: izquierda, derecha. Tiene las manos, la una sobre la otra, posadas en su abdomen. Es alta, pechos grandes, altiva como el volcán.
A lo lejos tiene una expresión rígida, cuando me acerco, sonríe con sus ojos que brillan detrás de unos lentes gastados. Su voz es firme, cálida, modulada. Cuida sus palabras como alguien a quien le costó encontrarlas.
A Nebraska todo le costó, le sigue costando.
Vivir.
Existir.
Sobrevivir.
Tiene 67 años. Usa pantalón de tela, camisa, una leva con rayas blancas y negras. Sus piernas son raíces cansadas y doloridas. Nebraska está en batalla desde que nació. Una madre muerta cuando era un bebé. Un padre muerto cuando era un adolescente. Siete hermanos que no volvió a ver nunca, y una que murió de cáncer.
Me imagino que todos estarán muertos, eran mayores, y si es así, que Diosito los tenga en su gloria.
Desde los quince, se las arregló vendiendo pinchos afuera de un hotel en Salinas. Trabajaba para educarse porque no quería ser ignorante, dice. Nebraska es de Guayaquil. Como la mayoría de las mujeres trans de la tercera edad que viven en Quito, migró queriendo ser libre, ser “normal”.
Quito las recibió con palo, con sangre, con muerte. En esta ciudad aún viven quince abuelas trans que malvivieron los años ochenta y noventa, cuando en el Ecuador era un delito ser homosexual. Son las sobrevivientes del 516, el artículo del Código Penal que condenaba las relaciones entre personas del mismo sexo.
No podían salir a las calles, la Policía las detenía. Antes de encarcelarlas, las golpeaban con palos, las desnudaban, las metían en la laguna de La Alameda, las electrocutaban y las ahogaban con fundas llenas de gas.
Muchas murieron, dieciocho desaparecieron. A inicios de los ochenta, la Rana René, una de las mujeres trans que no sobrevivió, fue descuartizada. Encontraron su cuerpo regado por la ciudad. Los brazos en la Universidad Central, la cabeza en la iglesia de La Merced y el torso en la pileta de la plaza San Francisco.
En la calle Esmeraldas, Nebraska alquila un departamento en el primer piso de un edificio viejo. Es su casa y la oficina de la asociación. El suelo de baldosa es impecable, por las ventanas rotas que están cubiertas con plástico y cartulina, la luz del sol entra generosa.
Las paredes blancas están llenas de recortes de periódico, de retratos agrandados de la juventud. De esa juventud déspota, angustiada, tristísima. Pero también enérgica, valiente, poderosa. A la derecha, hay un enorme espejo. Nebraska es vanidosa. Usa lápiz de labios rojo.
La prostitución y la peluquería. Si querían trabajar no podían hacer nada más: prostitutas o peluqueras, me cuenta Nebraska. Que todavía no pueden, que ahora hay muchas jóvenes estudiadas, que se quemaron las pestañas pero que de poco o nada les sirve porque nadie les da trabajo. Que a pesar de los años hay cosas que no cambiaron, como la esperanza de vida para las mujeres trans en Latinoamérica, que es de 30 a 35 años.
“Antes no nos importaba porque nuestras fuerzas eran inagotables. Ahora estamos viejas. Hay compañeras que aún tienen que prostituirse y esto es un crimen. Estamos olvidadas. Abandonadas. Es tan difícil vivir con estos años encima, porque no tenemos oportunidades; somos viejas y lo viejo es obsoleto”.
Grietas y sombras
A mis espaldas, un pedazo de viento. En segundos, frente a mí, aparece una mano bronceada, definida por el tiempo: arrugas tenues, anillos de acero, uñas largas y redondas. Con una vocecilla casi extinta murmura:
—Buenas tardes, señorita.
—Pero mire, ahí está. Ella es La Muñeca —dice entusiasmada Nebraska.

A La Muñeca la rodea una frialdad luminosa. Es cauta como un gato que desconfía de una extraña. Saluda y prefiere la distancia. Tiene el pelo sujetado en una cola, dos argollas plateadas, buzo blanco de cuello alto, una chompa deportiva azul con negro, jeans celestes y botas altas de cuero. 78 años. Es peluquera. Carga en su espalda un bolso negro, después me dirá que es el bolso en donde guarda las tristezas. Se sienta en el filo de la pared. Cruza la pierna izquierda sobre la derecha. Espera.
Lanzo preguntas que La Muñeca responde con prudencia. Nació en Quito, a los dos años se fue a vivir a Guayaquil. Estudiaba en el colegio Vicente Rocafuerte. Dejó su casa a los dieciocho, cuando su papá quiso meterla al cuartel para “enderezarla”.
“No me acuerdo de mi niñez ni de mi adolescencia ni de nada. Yo me acuerdo desde que me vine para acá, donde decidí ser lo que soy. Una vez nomás volví a Guayaquil, casi travesti, mis papás lloraban, pero se echaron al olvido porque yo ya no cambiaba”.
Su sonrisa es leve, tímida y casi invisible. Su cuerpo es delgado. Su rostro guarda una grieta criminal porque en los noventa, durante una persecución, los policías la atraparon, a golpes la metieron en una camioneta; su cara se estrelló contra una lata.
—Chapas malditos —dice. Y es la primera vez que su voz se enciende.
Me cuenta que el sábado fue a trabajar en la peluquería de su amigo Jimmy. Hizo un corte de pelo que cuesta cuatro dólares. Dos para ella, dos para él. Como fue un día muy malo, Jimmy le regaló tres dólares.
La Muñeca vive en Atucucho, al norte de Quito, donde el arriendo es más barato. Su dieta es de arroz, huevos y papas fritas.
Para ella, lo más triste de ser viejo es sobrevivir. No hay tristeza más grande que cada día pensar: ¿y ahora qué hago para comer?
A la deriva incierta
Nebraska me lleva hasta la puerta. Nos despedimos con un abrazo. No me voy sola, me acompaña La Muñeca, ella cruza su brazo derecho en mi brazo izquierdo. Caminamos juntas hasta la Plaza del Teatro a buscar a Pepa.
Nos despedimos. Otro abrazo.
En un salón de la calle Manabí, Pepa pide una crema de camarón y arroz con pollo. De su chalina negra salen sus manos que estuvieron escondidas. En la mano derecha le faltan dos dedos, el anular y el del medio. Cuando tenía catorce años, los perdió ordeñando una vaca. La oreja del balde de la leche le cayó en la mano.
Pepa vivía con su hermana, pero hace unos días (no sabe cuántos) la botaron de la casa. Tiene lo que está puesta: zapatillas y calentador negro, un saco de lana con rombos plomos y azules, su chalina, una gorra. También tiene un cartón lleno con fundas plásticas, una botella de Coca-Cola vacía y un pedazo de cobija vieja para engañar al frío.
Sin vergüenza —porque a los pobres no les queda ni la vergüenza— dice ella, Pepa me cuenta que antes vendía droga, que era buena estruchando, que estuvo presa ocho años en el antiguo penal García Moreno. Ahí la bautizaron como Pepa.

No termina la crema porque no le gustó la sazón. Resignada abandona la cuchara. Hablar con ella es estar en un barco a la deriva, es escuchar palabras silenciosas, frases inconclusas y párrafos que se repiten, porque quizá, al insistir, se alivia un poco.
“Yo paraba en la avenida Amazonas, señorita. Estuve presa por robo, por andar con malos amigos. Cuando era joven yo me vestía bien, ahora vea cómo estoy. Cuántas veces me enamoré, pero los hombres solo estaban cuando había plata, ahora me ven como al perro. Me quieren llevar a una casa hogar pero, ¿para qué?, aquí siquiera soy libre.
El maricón Alberto se burla de mí, porque soy pobre y vieja. En mis sueños, quería ser hombre, pero yo nací así. Dios no cumplió mis deseos. Yo me sentía mujer, no hombre. La cocina, lavar y planchar me gustaban bastante. Lavar me gustaba bastante. Planchar me gustaba bastante. El negro era mi color favorito. Antes chupaba, cuando era guambra me gustaba Susanita Aimara, Jaime Enrique Aimara y el ‘Pasito tun tun’, pero ahora que soy viejo qué voy a estar chupando y oyendo música. Es triste ser viejo, ser todo, no saber ni leer ni escribir, estar humillado, viendo que otro come”.
Con pasos lánguidos Pepa vuelve a su puerta de madera en el edificio blanco, donde los informales, los mendigos y las prostitutas adornan la ciudad. Son invisibles para los ojos de quienes acostumbramos esquivar la realidad.