Ronda de noche

Ilustración: Miguel Andrade

A don Viaskinni lo he visto desnudo algunas veces, pero este domingo a medianoche casi me mata del susto. Había decidido bañarse sin ayuda de nadie. No sé cómo logró bajarse de su cama y reptar hasta la sala de las duchas. Yo lo encontré saliendo de allí. Mejor dicho, lo halló el haz de mi linterna.

Desnudo, la calva brillante, los brazos de simio apoyándose en el suelo y los velludos muñones de sus muslos arrastrándose, como si más bien estuviera hundido en el piso. Casi groseramente lo tomé como a un monstruoso bebé, sus brazos de veterano de guerra se aferraron a mi flaco torso, y atravesé el largo dormitorio hasta soltarlo en su camastro.

Eso hubiese sido todo, pero la maldita noche recién empezaba. Una hora más tarde, la anciana de la cama 47 empezó a pronunciar reiteradamente un nombre, Diego o David, no lo recuerdo. Lo susurraba, como si el aludido estuviera sentado al pie de su cama y la ignorara. Poco a poco, como si este se distanciara sin despedirse, lo llamaba en alta voz y después a gritos, en la silenciosa oscuridad del dormitorio.

Pese a los somníferos y la sordera, los ancianos de las cincuenta camas empezaron a despertarse, a removerse y algunos a sentarse. Entonces, como una ola creciente, el dormitorio se fue poblando de balbuceos, gemidos y clamores de niños seniles llamando a su madre. Como si de pronto y de manera unánime recordasen sus desgracias, o vinieran de tomar conciencia de la soledad, el engaño, la falta absoluta de piedad de parte de la vida.

Yo, exasperado, iba y venía a grandes trancos entre las camas, tratando de apaciguarles. Pero los ancianos, que en su mayoría necesitaban ayuda para el aseo, la comida, la movilización, de pronto lograban sentarse y algunos resbalaban al piso y, como una legión de zombis, se encaminaban balanceándose hacia mi mesa.

Basta, carajo, basta, empecé a gritar, chasqueando las palmas, aunque nadie me oía, simplemente porque no estaban allí. Por primera vez en este trabajo sentí terror. Encendí todas las luces. Cargué uno que otro y los volví a sus camas, increpándolos. Pero nada detenía sus gemidos. Así es que mis manos, por cuenta propia, cubrieron con una almohada los gritos de la señora del 47. Sin embargo, el nombre que ella aún clamaba, seguía sonando en mi cabeza y en el otro lado de la almohada.

Hasta que al fin recuperó la paz, y, con su ejemplo, todos fueron saliendo de su trance sonámbulo y volvieron en silencio, gateando o caminando, hacia sus camas.
En la mañana, vieron sin interés, como cualquier escena rutinaria a los camilleros enrollando el cuerpo de la cama 47. En la tarde, una anciana parapléjica contaba a otra la pesadilla colectiva de la noche: todos gritaban y se levantaban y caminaban, hasta cuando el enfermero puso la almohada en el rostro de la Inesita, para que se callara.

—También yo soñé lo mismo —dijo la cadavérica anciana de la 33.

—Yo, soñé que cantaba y bailaba en la trinchera —dijo Viaskinni, el viejo sin piernas que tenía la voz de parlante.

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