Por Gonzalo Dávila Trueba.
Ilustración Camilo Pazmiño.
Edición 425 – octubre 2017.
Ni con palo de romero se puede encontrar dos hinchas de equipos distintos que hayan podido ser amigos, pese a luchar durante años no por ideología alguna —pensábamos de manera similar— y peor por racismo —jamás tuve nada en contra de los negros—. La rivalidad era por el fútbol: yo sigo siendo hincha del Deportivo Quito, el mejor equipo del mundo; él, de la Liga. Que nuestro respectivo equipo ganara significaba tener la dicha, el argumento y la razón suficientes para mofarnos hasta la saciedad del otro.
Una ocasión llegó al restaurante con aire de cardenal y extendió el brazo para que besara su anillo y luego, majestuosamente, ordenó que le preparasen arroz con huevo: Liga había ganado un partido contra el Quito. Quedé íntegramente engranujado por la rabia contenida y el escozor no me pasó sino cuando, posteriormente, el resultado fue adverso para Liga. Pero él, vivísimo, desapareció del planeta Tierra.
Por esos años, Rodrigo Paz desarrolló una adicción que le obnubilaba la mente: el pulpo al ajillo. Tal era su pasión por el plato que, según decía, lo usaba inclusive como paliativo sicológico pues, con doble ración de ajo, iba feliz al dentista para vengarse de cualquier dolor que le pudiera infligir.
Un 5 de diciembre, luego de servirse las consabidas viandas, salimos a la calle y, en la intersección de la Tamayo y Foch, Rodrigo, como alcalde de Quito, detenía a los vehículos para que sus ocupantes compartieran felices el chinchón que les brindaba por las aún bellas fiestas de la ciudad, que no perdían todavía su identidad histórica.
En 2001 la adicción de Rodrigo había madurado al punto que tenía que ir a por el pulpo con mayor asiduidad de la acostumbrada. Llegó con toda la tropa. Cuando la mesa de la venganza infinita estuvo lista, apartada de aquella que habitualmente Rodrigo ocupaba, preguntó el porqué del cambio de ubicación, y el mesero adujo, muy comedidamente, que ahora le correspondía la sección B, especial para las personas que tenían su equipo en aquella categoría.
Supongo que Rodrigo se habrá engranujado con picazón y todo ya que el camino expedito a la B se fraguó en el último minuto del último partido: el que perdía se iba a la B y la Liga lo hizo con eficiencia.
Rodrigo no logró superar la adicción. Regresaba de sus viajes a contarnos que en ninguna parte había comido un pulpo como el del Mare Nostrum. Su adicción contaminó a la dirigencia pues el profesor Hohberg, Polo Carrera, Oblitas o el Patón Bausa eran nuestros asiduos clientes y se daban cita para degustar desde la inolvidable mariscada hasta el adictivo pulpo.
Al Deportivo Quito le dio patatús luego de ganar dos inauditos campeonatos al fío y ahora yace en paz. Esto desubicó a Liga pero, según dicen, es un dolor muy profundo aunque pasajero y ya retomará la senda del triunfo.
Vientos de extravío gubernamentales distorsionaron el proceder síquico de los quiteños y el Mare Nostrum cerró sus puertas para siempre. Mientras tanto, Rodrigo Paz es y seguirá siendo una especie de hombre en extinción, incorruptible, trabajador y empecinado, a pesar del desbalance que experimentará su organismo por la ausencia de su pulpo al ajillo.