Rodrigo Fierro: una luz que se mueve

Por Ana María Pozo ///

Foto: Juan Reyes ///

JPM_4042 

Suena el teléfono que está sobre el escritorio. La mujer escucha atenta. La sala de espera es pequeña, el piso está forrado con una alfombra gris y las paredes cubiertas con títulos y distinciones. La conversación es breve. La mujer entra a la oficina y abre las ventanas. El doctor quiere fumar.

El doctor Rodrigo Fierro es monolítico, como los moai de la isla de Pascua. Seguro y vertical. No tiene arrugas. En su rostro, los años se acumulan en las bolsas que cuelgan de sus ojos. Apoya sus brazos en el escritorio. Aparece el fuego y el humo que se desprende de la brasa del cigarrillo.

—¿Es verdad que su abuelo atendió hasta poco antes de morir? —me pregunta.

Mi abuelo, Arsenio de la Torre, fue profesor de semiología clínica en la Universidad Central, Rodrigo Fierro fue uno de sus alumnos. El Dr. Fierro tiene 85 años, es endocrinólogo y, a las siete de la noche, acaba de despedir al último paciente del día.

—Hasta el final. Atendía en su casa y los pacientes iban a visitarlo. Días antes de morir, atendió a la enfermera que lo cuidaba —le respondo.

Asiente porque es un moai que se mueve. Aspira el Marlboro blanco a través de una boquilla negra. El Dr. Fierro hablará de su infancia en una hacienda de Marcopamba, donde vivió y creció bajo la tutela de su abuelo Nicanor. Más tarde, recordará también los años en los que estudiaba en el Instituto de Patología Médica en Madrid, recordará a su maestro Gregorio Marañón, el médico humanista español pionero en los estudios de tiroides. Pero, en este momento, le hablo de mi abuelo que murió cuando tenía la misma edad que el Dr. Fierro. Y él escucha y asiente.

****

El abuelo Nicanor era el hombre más fuerte que había visto. Lo veía siempre en contrapicado, como ven los niños a las personas mayores, y parecía todavía más grande de lo que era en realidad. A Rodrigo lo acostumbraron a pasar sus vacaciones con él, en la hacienda de Marcopamba, en la provincia de Tungurahua. Rodrigo se levantaba a las seis de la mañana, antes de que saliera el sol. Él y su abuelo cabalgaban hacia Gualcanga, otra hacienda, que se encontraba a más de tres mil metros de tierra. Eran caminos de tierra rodeados por montañas.

En aquellos recorridos, Rodrigo descubrió cómo hordas de campesinos hambrientos cruzaban el cerro Igualata, desde la árida provincia de Chimborazo, para recoger los residuos después de la cosecha. Con los ponchos sucios y sin zapatos, desesperados y quemados por el frío, se arrodillaban junto a los huecos que había dejado la cosecha de papas. Buscaban qué comer. Rodrigo no miraba sus manos lastimadas de horadar la tierra. Solo veía en sus cuellos un bulto del tamaño de una pelota de tenis: una protuberancia llamada bocio. Los indígenas de la región tenían la piel gruesa como el cuero, las facciones toscas, la lengua hinchada en la boca abierta y babeante, los ojos estrábicos. La frente sobresalía y la nariz achatada se perdía en la suciedad de sus rostros. Algunos tenían el vientre abultado como los niños desnutridos de África y se movían con lentitud y torpeza. Algunos eran sordomudos y otros solo tartamudos.

Eran, según la cruel terminología médica, los cretinos andinos. En sus comunidades, en cambio, los llamaban “inocenticos” y con ello aludían, sin saberlo, a la extraña etimología del término. De una variante dialectal del francés, crétin significa cristiano y los montañeses de Valais, población cercana a los Alpes, lo otorgaban a quienes habían desarrollado el bocio tiroideo y tenían cierto grado de retraso mental. Los llamaban cristianos porque eran incapaces de ejercer el mal, aquella banalidad.

El cretinismo endémico, junto con el bocio, son los trastornos más visibles de la carencia de yodo. El yodo es un elemento químico de color violáceo. En teoría, los seres humanos necesitamos menos de una cucharada de yodo por cada 50 años de vida, pero se trata de un nutriente esencial para el funcionamiento de la glándula tiroidea. La tiroides, del tamaño de un fréjol grande, lo necesita para producir la hormona tiraxina (T4), aquella que permite que el metabolismo funcione, regula el crecimiento corporal y el desarrollo nervioso. Cuando el cuerpo carece de yodo, la tiroides trata de suplirlo y aumenta de tamaño. De ahí el crecimiento del bocio. También produce deficiencia congénita en hijos de madres que no han recibido yodo suficiente durante el período de gestación. De ahí el retraso intelectual y neurológico.

Aquellos cuerpos que vagaban por la tierra impresionaron a Rodrigo. Años después, cuando ya era estudiante de Medicina en la Universidad Central, uno de sus profesores presentó el caso de un indígena con el bocio tan grande que sus ojos siempre miraban el techo. Rodrigo escuchó el diagnóstico: “Vamos a dejar que madure”. Rodrigo entendió que no había cura: dejar que las células proliferen era condenarlo a muerte por asfixia. La endocrinología era una rama incipiente, inexistente casi. La Universidad Central abrió la cátedra de endocrinología recién en 1966 y el Dr. Fierro fue su profesor titular.

****

Antes de conocer al Dr. Fierro solo sabía que una vez al mes organiza tertulias literarias en su casa. Los invitados son doce: en su mayoría antiguos discípulos y, desde hace poco, dos mujeres. En esas reuniones, los médicos convertidos en críticos examinan distintas obras y lanzan sentencias con la misma precisión con la que escriben historias clínicas. El Dr. Fierro, por ejemplo, condenó Estambul, del Nobel Orhan Pamuk, la leyó, pero no la recomendó. Mucho menos La reina descalza, del español Ildefonso Falcones. El Dr. Fierro no pudo pasar de la página treinta. Con su grafía ilegible de médico, podría haber escrito: orden de no reanimar la respiración cardiopulmonar, es decir, la lectura, o sea, la vida.

No sabía que el Dr. Fierro empezó a estudiar Medicina en la Universidad Central, pero luego viajó a Madrid y terminó su carrera ahí. Se especializó en endocrinología y después en medicina nuclear en una época en que la palabra todavía recordaba la tragedia de Hiroshima. No sabía que había trabajado en la Escuela Politécnica Nacional, que había investigado la deficiencia de yodo en poblaciones rurales cercanas a Quito. No sabía que la deficiencia de yodo es común en planicies altas —desde las Montañas Rocosas hasta los valles de los Himalayas, el altiplano andino y las zonas altas de África— porque en ellas la cantidad de yodo en el suelo, el agua y los alimentos es escasa. A falta de sal yodada, en la década de 1960, el Dr. Fierro tomó la decisión de suministrar aceite yodado mediante inyecciones. Con el tiempo, el índice de bocio se redujo en 75%. Comprobó, entonces, que podía ser un tratamiento eficaz. Fue una maniobra arriesgada, una cura fantástica, porque nadie sabía cómo reaccionaría el cuerpo humano. Pasarían más de veinte años hasta que, en 1984, el Ecuador formalizara el programa de yodar sal como una política pública.

Tampoco sabía que había sido ministro de Salud de Jaime Roldós, profesor-investigador en la Universidad de Chicago, o investigador extranjero en el Instituto Técnico de Massachusetts, uno de los más prestigiosos del mundo. No sabía que el plan que había desarrollado en el Ecuador —la cura con aceite yodado— fue implementado durante la década de 1980 por la Organización Mundial de la Salud en los cinco continentes, y que viajó por el mundo, desde la República Popular China hasta el multifacético Camerún, para explicar el éxito del caso ecuatoriano. No sabía que este método salvó la vida de 60 millones de personas afectadas por la deficiencia de yodo. Tampoco sabía que en 2002 la Organización Panamericana de Salud lo nombró Héroe de la Salud Pública. No había leído su discurso de agradecimiento, Lo posible, ya y bien, que resume su trayectoria médica, pero también compone una ética de trabajo.

No sabía que era miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, de la Academia Ecuatoriana de Medicina y académico de honor de la Real Academia Nacional de Medicina de España. Tampoco sabía que en 2001 había ganado el Premio Eugenio Espejo, y que ha tenido la disciplina de escribir cada semana, durante treinta años, un artículo de opinión para El Comercio. No sabía que por uno de ellos, durante el Gobierno de Febres Cordero, fue condenado a seis meses de prisión, que terminaron reducidos a un mes de arresto domiciliario.

Todo lo aprendí después. Porque el día en que lo entrevisté por primera vez y le pregunté si es que podía ir a una de sus tertulias, me dijo que no con una carcajada extendida y silábica. Y en un descanso, antes de que la risa llenara de nuevo el consultorio, dijo: “Eso sí que está bueno”. Y aclaró: “Las mujeres tienen que ser relativamente liberales en cuanto, en las tertulias, no deja de haber una palabra fuerte, una expresión que, digamos, es de un género poco apropiado para oídos femeninos”.

****

Hubo un tiempo en que todos los pacientes que sufrían trastornos endocrinológicos en Quito eran referidos al Dr. Fierro, no sin algo de temor. Mi mamá, por ejemplo, recuerda cuando era adolescente y mi abuelo la llevó a su consultorio. Recuerda el sólido silencio mientras el Dr. Fierro palpaba el cuello, sintiendo con las yemas de sus dedos el tamaño de la tiroides, la mirada inquisitiva. Rodrigo Fierro dice que es un hombre frío, que desde la muerte de su madre, ocurrida cuando él era todavía un adolescente, la vida lo transformó en un hombre frío.

Su madre murió cuando Rodrigo tenía quince años y su padre, médico militar, decidió, en palabras del Dr. Fierro, “dejarme suelto”. El padre murió unos años después, en 1951, cuando Rodrigo ya era estudiante de Medicina. Rodrigo quedó bajo la tutela del abuelo Nicanor, que seguía viviendo en Marcopamba. Poco tiempo después, su prima Elisa, con la que había pasado sus veranos en la hacienda del abuelo, murió también. Y ahí sí, el Dr. Fierro se sintió huérfano. Se había quedado solo. “Me volví un sujeto duro. No me daba pena ni me hacía el triste. Esa ha sido la imagen que he mantenido hasta el presente. Sin mayores manifestaciones afectivas, sin muchos esparcimientos de tipo anímico. Tenía que enfrentarme a la vida. Y entonces, como consecuencia, no tenía por qué hacerme el triste. Tenía que seguirle dando”.

Y siguió. Conoció a Claude, su primera esposa, en Madrid, y tuvieron cinco hijos que disiparon esa sensación de orfandad. De todas maneras, el Dr. Fierro ha rechazado cualquier tipo de sentimentalismos o dogmas. Pero no le faltan inconsistencias. No es religioso, sin embargo, no puede negar la sensación de ternura que siente cuando mira el cuadro de la Dolorosa.

Con su voz de barítono explica:

—¿Que si es una incongruencia? Total pues, hijita, total. Pero si existió o no existió, me importa un carajo. Es la figura a quien recurrió mi mamá, ya enferma, para dejarme. Un día nos inclinamos frente a la Dolorosa, y dijo: “Dejo en tus manos la suerte de este muchachito”. ¿Y me piden que razone esto? Imposible. No puedo. Son elementos que llegan al corazón, no a la corteza cerebral. Y mi mamá habrá tenido otras devociones, la Inmaculada, la Virgen del Socorro, tatachín, tatachín, pero me encargó a la Dolorosa.

Uno de sus contertulios literarios, el Dr. Carlos León, en el epílogo de la autobiografía del Dr. Fierro, ha escrito: “Rodrigo aparenta ser frío: yo le veo conmovido hasta las lágrimas cuando nadie le ve”. Pero, ¿qué le conmueve, Dr. Fierro?, ¿qué hay detrás de su voz de barítono? No necesito preguntar. Cuando hablamos de su autobiografía, Espacio de la memoria: Escritos del yo (1930-2015), publicada por la Universidad Andina Simón Bolívar, de la que es profesor emérito, él mismo contesta:

—La escribí porque considero que el sujeto se muere cuando ya nadie lo recuerda y eso a mí me conmueve. Esto de morirse de verdad.

La frialdad tiene resquicios. Cristian, uno de sus hijos, recuerda que cuando era pequeño y dormía en el cuarto de sus padres, Rodrigo lo cargaba en sus brazos para llevarlo a su cama. Yo, que solo puedo verlo detrás del escritorio, creo que alguien que dice tatachín, tatachín en lugar de etcétera no puede estar hecho de hielo.

****

Es el verano de 1980 y el Dr. Fierro conduce una investigación en uno de los tres niveles que tiene el sótano del Hospital de Chicago. Cristian saca a las ratitas de las cajas para que su padre las observe. Tiene catorce años y no sabe la importancia que este estudio tendrá en la historia de la medicina. Las ratas de laboratorio son albinas, corren de un lado a otro y emiten un silbido extraño, como teteras diminutas que hierven al mismo tiempo. Con el tiempo, los científicos se acostumbran a esos mil ojos que los observan. En términos genéticos las ratas no son muy diferentes del aturdido homo sapiens, pero las especies albinas están a dieta y la madriguera artificial es un ordenado edificio multifamiliar cuya distribución depende del tipo de alimentación. En ese trasmundo subterráneo, el Dr. Fierro ha reproducido las diferentes situaciones nutritivas de los campesinos andinos, y estudia los resultados.

El Dr. Fierro llegó a Chicago a principios de 1980 con una beca de investigación. Claude y tres de sus hijos lo acompañaron en el verano. La familia alquiló una casona antigua de tres pisos. La primera noche que durmió en Chicago, Cristian soportó una presencia extraña. En su habitación, un ático convertido en sala de juegos con mesa de billar, el sueño de un adolescente —tener cuarto propio— se convirtió en el azul verdoso de las ojeras. El ahora cardiólogo del Hospital Metropolitano sintió que alguien decía, pero no decía: Hello, little Cristian. Las bromas que siguieron cuando se lo contó a su papá el día siguiente le hicieron sentir que, aun con cuarto propio, seguía siendo un niño. Sin embargo, Cristian no tuvo que esforzarse para convencer a su padre de que había fantasmas en la casa. Una noche, Rodrigo Fierro volvió del laboratorio y encontró los cuadros descolgados y las hornillas encendidas. Hello, Dr. Fierro.

La estancia en el Hospital de Chicago fue la beca de investigación más importante del Dr. Fierro. El estudio animal, requisito indispensable del método científico, le permitió comprobar que existen ciertas enfermedades, como el hipotiroidismo y el cretinismo endémicos, que se presentan por la falta de proteínas, químicos o minerales. Los hallazgos del Dr. Fierro y sus ratas albinas ahora son un referente en los textos de medicina. “Fue uno de los grandes aportes de mi papá al conocimiento médico. Ningún ecuatoriano ha logrado eso. Ninguno. Mi papá es el único médico que ha salido en los libros de texto norteamericanos”, me dice, casi 40 años después, el Dr. Cristian Fierro. Y añade: “Desde que era niño me di cuenta de que nunca iba a ser como él”.

En 1980 el Dr. Fierro se graduó como médico-científico-investigador. En términos estadísticos ha publicado —sin contar conferencias y ponencias— alrededor de 240 artículos de medicina y ha sido coautor de treinta libros.

                Good job, Dr. Fierro.

 

****

El rostro del Dr. Fierro podría inspirar un cuadro cubista. Su boca es una línea recta y sus ojos, nariz y quijada tienen la geometría de las máscaras tribales. No sonríe y sus facciones parecen cinceladas en piedra. Las volutas de humo que salen de su boca, la boquilla negra como si fuese una estrella de cine en blanco y negro, transforman el acto repetitivo de encender cada cigarrillo en un ritual. Fuma una cajetilla diaria.

—¿Siempre fumó blanco?

—No, antes fumaba rojo, pero siempre con la cachimbita.

Es la primera vez que veo fumar a alguien con una boquilla. Antes las había visto en fotos, como la de Audrey Hepburn en el póster de Desayuno en Tiffany, o en la boca del periodista gonzo Hunter S. Thompson. En el Dr. Fierro se ve bien. La boquilla funciona como una extensión entre su boca, el cigarrillo y la brasa que se enciende tras cada golpe. Tal vez permite que sus dedos no se amarilleen. O que sus pacientes no sientan el olor a tabaco cuando los examina.

Las ventanas abiertas dejan entrar el ruido de la calle: buses, pitos y, cada tanto, la alarma de un carro. El teléfono suena. Le avisan que un taxi espera para llevarlo a casa.

—Me gusta manejar, pero ya no por las noches. Prefiero que me vengan a buscar.

Entonces, pregunto:

—Y, la vejez, ¿qué es?

Mientras enciende su último cigarrillo, imagino que es dejar de hacer ciertas cosas que antes hacía incluso sin darse cuenta.

—La vejez es esto. El último período en la vida en que el sujeto cosecha aquello que fue sembrando. Me quedé viudo. La francesita murió, pero Fanny, mi actual esposa, me da chispazos de ilusión que pueden faltar a la mayor parte de los viejitos que se dejan ir, como que si se hubiera acabado para ellos toda posibilidad.

En las vacaciones de verano el Dr. Fierro viaja con sus hijos y nietos a Marcopamba. Ahí, el Dr. Fierro recuerda a aquel niño que no sabía qué era la muerte. O la ciencia. Solo que ahora, como un día lo fue el abuelo Nicanor, es el testigo que cuenta la historia de sus muertos: “Creo que les significo algo parecido a lo que mi abuelo Nicanor fue para mí”.

—Y la muerte, ¿qué es?

—Cuando uno de mis maestros murió, mientras dormía, pensé que era como despertarse y reintegrarse a la luz. Yo ateo no soy. No soy. No tengo por qué insistir en cosas que llegan a la metafísica improbable, pero a lo mejor esa energía, esa chispa de energía que significa la vida en una caparazón humana se desprende en la muerte, y se reintegra. Esa chispita de energía hacia un centro de energía universal. Hacia la luz. Por ahí puede estar una insinuación de cuál es mi prefiguración de Dios. Por ahí.

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo