El 12 de noviembre se cumplen 175 años del nacimiento de este escultor, cuyo arte es cautivador y ambicioso, vivo, sin ser pomposo ///
Por Mauricio Maldonado Muñoz ///
¡Son tan caros los cafés en París! En mi caso, viniendo de Italia (donde paso la mayor parte del año), esto resulta particularmente traumatizante: el café italiano cuesta poco y está disponible prácticamente en cada esquina. Sin café, bien lo sabemos los aficionados a su aroma y sabor, y también a sus efectos estupefacientes, la vida se vuelve tormentosa y el despertar imposible. Así pues, cada mañana salto de la cama y no puedo sino caminar al bar que queda enfrente de casa, pedir un café (que cuesta el doble que el italiano), beberlo de un sorbo y solo entonces empezar el día. Resulta, así, que en París despertar me cuesta —literalmente— el doble. Pero vale la pena. París lo vale. El título me delata, ya se sabe que hablaré del “primer escultor moderno”, como se le llama usualmente a Auguste Rodin, pero antes espero que se me permita una breve aclaración.
Entendámonos: vivir en París no es lo mismo que venir de paseo unos días. No es este un texto a grandes trazos sobre las maravillas de la ciudad de las luces y los recuerdos de los artistas que pasaron por aquí (no es nada parecido a Midnight in Paris de Woody Allen, digamos). Una crónica sobre París, sobre un aspecto de ella, podría variar de lo monumental a lo superfluo y a lo escandaloso. Bastan unas semanas para darse cuenta de que París no es la Disneylandia que a uno le prometieron, pero cuando se la vive es también imposible no sentirse atraído y maravillado por todo lo que ofrece. Relatar París sin que se escapen algunos detalles, sin perder siempre algo importante en el proceso, es muy difícil, sino imposible. A París hay que vivirla por partes. Voilá! He ahí la clave: si hay que escribir sobre París hay que hacerlo, justamente, por partes.
Está todo planificado: hará sol y los días de sol son los mejores para dar un paseo por el Museo Rodin. El café me ha dado energía y una botella de agua me bastará para pasear tranquilo en este discreto calor de verano. Una vez en el museo, el cielo despejado produce una sensación —tanto como el café— estupefaciente. Será la atmósfera creada por los jardines del viejo Hôtel Biron, que en un tiempo fuera la residencia del propio Rodin, pero en el lugar se respira armonía y belleza. Una armonía y una belleza sin demasiadas pretensiones, seamos claros. Lo decía el mismo Rodin: “Es feo en el arte lo que es falso, lo que es artificial, lo que pretende ser bonito y precioso, lo que sonríe sin motivo, lo que amanera sin razón, lo que se arquea o endereza sin causa, todo lo que carece de alma y verdad, todo lo que no es más que alarde de hermosura y de gracia, todo lo que miente”. El Museo Rodin, fiel a ese espíritu, no es pretencioso, sino auténtico. Cada cosa parece pertenecer al lugar asignado. El Pensador, La puerta del infierno, Balzac, Los burgueses de Calais, los jardines del fondo donde la gente se reúne a leer o meditar; sin pompas, sin exageraciones, están ahí en el lugar adecuado, como si les correspondiera ese preciso espacio y no otro.
El recorrido empieza con una exposición temporal (Rodin, le laboratoire de la création) a la espera de que reabran las puertas de la vieja residencia donde generalmente se puede ver, entre otras cosas, la colección personal de arte de Rodin. Pero vamos en orden. Al inicio, en un pequeño salón cubierto, Le laboratoire de la création tiene como finalidad exponer la obra de Rodin, pero con una particularidad: lo expuesto corresponde al trabajo de taller del artista. En su estudio, Rodin preparaba sus distintas obras a través de un proceso creativo que la exposición trata de representar —y tal vez lo logra— “en toda su intensidad y en toda su diversidad”. Como introducción a la exposición, se presenta, en mármol, El beso: dos amantes desnudos y sentados —ella ligeramente sobre el regazo de él— se funden en un beso íntimo que merece ser visto desde todos los ángulos. Al ver la escultura, recuerdo haber pensado en los cuadros de Klimt, donde el amor suele estar representado así, con un beso, un toque de manos o un abrazo profundo (siempre, por supuesto, en un contexto evocativo de la sexualidad): pienso, por ejemplo —y aunque este hoy sea un lugar común— en El beso de Klimt, pero también en La medicina y La filosofía. Solo después supe que los dos artistas se habían encontrado en Viena en junio de 1902 y que habían charlado y trabado alguna especie de amistad en un café mientras hablaban de arte y mujeres, sus dos obsesiones. Nada impide conjeturar, entonces, que Klimt se hubiera visto influenciado por Rodin.
La exposición, por supuesto, es mucho más amplia que una obra notoria; de hecho, cuenta con alrededor de 150 terracotas y yesos (algunos inéditos) que presentan una faceta particular del escultor. El proceso que va de la idea a la escultura terminada pasa por algunas etapas que Le laboratoire de la création permite conocer con cierto detalle (siempre, por supuesto, que los turistas asiáticos nos lo permitan). La forma que Rodin daba a sus esculturas, la expresión en los rostros que se presenta todavía en ciernes, los detalles de las manos, las venas salientes, todo se conjuga. Basta ver que hay algunas obras que están representadas en dos o tres modelos distintos, unos en yeso, otros en terracota, para darse cuenta de la meticulosidad del trabajo de Rodin. Me detengo en los yesos y terracotas de La Edad del Bronce, El monumento a los burgueses de Calais, El monumento a Balzac y el busto de Víctor Hugo; también, por supuesto, pues son imperdibles, en el pequeño yeso de El Pensador y en el de La puerta del infierno. No menos atractiva, eso sí, es la terracota de El hombre que cae que, junto a La mujer en cuclillas, forman El amor carnal, inspirado en el poema La belleza, de Charles Baudelaire: “Soy hermosa, ¡oh, mortales! cual un sueño de piedra/. Y mi pecho, en el que cada uno se ha magullado a su vez/, está hecho para inspirar al poeta un amor/ eterno y mudo así como la materia”.
De la exposición temporal se sale a los jardines. Todos los turistas asiáticos —que son siempre muchos— y yo seguimos el camino trazado por árboles y flores que permite ver una a una las esculturas ya en el bronce definitivo: primero El Pensador, luego El monumento a Balzac (que en su tiempo fue encargado por la Societé des Gens de Lettres de París solo para después ser rechazado porque, asombrosamente, no cumplía con lo que la pomposa —esta sí— sociedad quería ver representado), más allá todavía el Monumento a Claudio de Lorena, La meditación, El Adán, y luego de otro trecho de jardines, Las sombras, Los burgueses de Calais y, como el punto más alto de su obra, La puerta del infierno. Sin embargo, del mismo modo en que la gente se amontona a mirar La Gioconda en el Louvre, una las esculturas despierta particular atención en este museo, y es, obviamente, El Pensador. La más famosa obra de Rodin no simboliza simplemente a un hombre pensativo, aclarémoslo desde ya. De hecho, el nombre original de la escultura era El Poeta. Así, con mayúsculas, no puede sino referirse a un poeta en particular: Dante Alighieri. El proyecto de Rodin era representar a Dante frente a La puerta del infierno; era, entonces, crear una alegoría de La divina comedia. La figura del pensador aparece, de ese modo, como encarnando a la vez la poesía y la razón. El hombre simbólico junto al hombre racional. ¿Qué es, si no, el hombre?
A Rodin se lo considera el padre de la escultura moderna, aunque su obra recuerda a la de Miguel Ángel y a la de Bernini. El mismo Rodin admite la influencia de Buonarroti, que habría sido determinante en su obra posterior: “Instintivamente yo siempre me aproximo a la Tradición. Originalidad es una palabra vacía, una palabra de charlatán y de ignorante que ha echado a perder a muchos alumnos y artistas”. Sin embargo, Rodin logró, de un modo u otro, transformar la escultura, modernizarla, a través de muchas técnicas innovadoras que provocaron, sin sombra de duda, una especie de revolución (creo que esto llega a estar claro después de ver la exposición). Hay que decir que seguramente el francés no llegó a superar el trabajo de Miguel Ángel, pero llevó la escultura a un nuevo punto de su historia, sin que, por ello, su trabajo haya sido menos meticuloso que el de las esculturas clásicas. De hecho, a Rodin se lo recuerda por ser un trabajador incansable y dedicado (él mismo llegó a decir: “No basta trabajar, es preciso agotarse todos los días en el trabajo”). Y no menos se lo recuerda, por cierto, por su fascinación por las mujeres. Quizás la víctima —¡ya se verá por qué uso este término!— más importante de esta vocación suya haya sido Camille Claudel.
Vale la pena detenerse un momento para hablar de este tema: Camille empezó trabajando en el taller de Rodin, pero también fue su musa; la más importante, como reconocería él. No obstante, su relación amorosa terminó para ella de un modo tormentoso; debido, sobre todo, al maltrato psicológico al que, se dice, la sometía Rodin. Aparte de su reticencia a casarse, a pesar de que él se lo había prometido varias veces. La verdad es que Rodin nunca estuvo dispuesto a abandonar a Rose Beuret, con quien se casó tiempo después y tuvo un hijo. Rose, Rodin y la propia Camille forman parte de su más famosa escultura: La Edad Madura. En esta, Camille aparece de rodillas e implorando, mientras Rodin permanece de pie junto a Rose, que es representada como si fuera una bruja. Embarazada, se practicó luego un aborto (convencida por Rodin) y, años más tarde, después de muchas crisis nerviosas, terminó en un manicomio, donde mucho después murió sola y olvidada. La contribución más grande de Camille se puede ver aún hoy en La puerta del infierno. No era simplemente una amante, sino también una gran escultora. Lamentablemente, su nombre ha pasado a la historia —como en tantos otros casos— más por ser la amante de un famoso artista que por sus propios dotes.
De Auguste Rodin, a 175 años de su natalicio (nació en París, el 12 de noviembre de 1840), quedan luces y sombras. Basta sentarse frente a una de sus esculturas y ver detenidamente los detalles que le dan forma. Manos monumentales se acompañan del trazado cuidadoso de la anatomía de los cuerpos prolijamente tallados o moldeados en sus músculos, sus pliegues y sus hendiduras, casi siempre complementados por rostros con expresión dolorosa y frágil: “Siempre he tratado de expresar los sentimientos internos a través de la tensión muscular”, decía el escultor. En efecto, el arte de Rodin es así, vivo, casi natural. No es pomposo —ya lo decía antes— pero no es, por ello, menos ambicioso y cautivador. De hecho, dan ganas de quedarse en el museo por muchas horas. De sentarse en una banca a ver las esculturas mientras el sol cambia de posición. Sentarse en la hierba de los jardines y pensar, así mismo como el hombre de la escultura o como el Dante de la Comedia.
Tarde o temprano llega, sin embargo, la hora de irse: pero hay que permitirse un momento más, allí frente a La puerta del infierno, justo antes de la salida del museo, para contemplar, parte por parte, la monumental obra de Rodin. Diversos pasajes y personajes de La divina comedia de Alighieri se representan ahí, además de algunos poemas de Las flores del mal, de Baudelaire. Sobre la Comedia (este era su nombre original), alguna vez Borges dijo: “Yo sospecho que Dante escribió el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz”. Al ver a La puerta del infierno es imposible no recordar algo de Camille Claudel y su triste historia. Quizás también Rodin quería intercalar algunos encuentros irrecuperables de su propia vida al esculpir y dar forma a sus trabajos, tal vez por eso la mayoría de su obra posee esa expresión de dolor. Nada impide, otra vez, la conjetura. Como siempre, al final de cualquier museo, hay una tienda de recuerdos. Podría comprar una taza (el museo anuncia que se autofinancia), aunque eso equivaldría a renunciar a unos seis o siete cafés. Difícil decisión.