Por Huilo Ruales
Esta es la meca de todos los sures, incluidos aquellos que ya no saben si la calle donde viven se halla en el sur de Quito o en el norte de Machachi. Incluidos aquellos sures que desaparecen con los aguaceros y al instante desde los charcos reaparecen como batracios. Incluidos aquellos que a cuatro patas suben desde los abismos aledaños hasta las crestas de las lomas. Si alguna vez hay guerra civil, su mecha provendría de aquí, que es el meollo, el punto cardinal, desde donde los sureños se desplazan al norte o al sur que les corresponde. Viéndolo bien, el norte, además de tristón y falseta, sin el sur sería imposible, irrealizable. ¿Por qué, me preguntas? Pues, por la sencilla razón de que todos los mal pagados, los súbditos, los esclavizados, los proletas que limpian las mesas, lavan los vidrios, borran lo sucio, reparan lo dañado, cargan lo pesado, cortan el pelo ajeno, lustran, cosen, cocinan, sirven, cuidan, venden, recogen, o sea quienes hacen girar la rueca cotidiana de la fortuna norteña, provienen directo del sur. Del sur con todos sus sures, incluidos aquellos ubicados, a veces por suerte y en general por desgracia, en los nortes del norte. Sures tristes encarcelados a cadena perpetua entre nortes abortados, engendros ostentosos que un día, dios no lo quiera, terminarán contagiados de surfagia y de eso es lo que sufren y se enferman sus pobladores.
El norte, sin el sur, sería algo así como un tronco sin extremidades, como un guagua grandote y tarado; en cambio el sur, sin el norte, sería algo así como una muchedumbre de guaguas chiquitos en zapatos plataforma, comiéndose la camisa y después mierda y después comiéndose a sí mismo, como a veces sí sucede.
Hay empleadas domésticas que se levantan a las cuatro de la mañana, allá por Tambillo, que es un pueblucho atravesado por la ruta panamericana y que tiene los talones en la neblina semitropical, o allá, por Amaguaña, que es donde está la punta de la madeja que lleva al páramo y la Amazonía. Desde allí todos los días empiezan su viaje que lo terminan a las siete de la mañana, en un barrio norteño de Quito, y a las diez y más de la noche llegan de vuelta a su casa de lata y cartón, y diez perros vegetarianos ya que se alimentan de hierbajos y de tierra.
En este triple redondel titulado Quitumbe, en honor del cacique de los cojones bien puestos, la lumbre alumbra y la vida hierve. Aquí empieza y termina el teje y el desteje de los destinos de esta ciudad esquizofrénica. Pero miren, buses y pasajeros como bacterias se multiplican y se devoran al son apocalíptico de los claxonazos. Parece mentira, como canta un rocolero que llena estadios con su excrementicia musical. Más bien dicho, parece espejismo este zafarrancho colectivo atufado de tanto esmog.
Me ensarto al vuelo en un taxi colectivo de los que por un dólar intercambias hedores y vas casi sentado sobre el muslo del vecino o la vecina casi encima de ti y casi dándote el pecho, hasta la plazoleta de La Marín. “Sí se puede”, miente una valla publicitaria con la foto a colores de la selección de fútbol. Al pie de la valla, muestra palpable de que no se puede, una viejecita casi de bolsillo, intenta no sé desde cuándo atravesar la gigantesca avenida Simón Bolívar.
Y aquí tienen, señores turistas, La Marín, tajo profundo en la garganta de la ciudad. A través de ella sin esfuerzo se puede otear los pulmones cancerosos de los kitos infiernos. Mejor me callo. Mejor me trago la lengua.