Con sus ancas superiores era un diestro. Recibía el dinero y entregaba el cambio silbando.

Sostenía el plato con la izquierda y con la otra manipulaba casi perfectamente la cuchara. Empuñaba el cuchillo como un niño carnicero y, si el caso lo requería, con saña de matarife. Daba la mano y hasta yuca, y lograba vestirse sin dejar de hablar. Incluso, semiatornillando el torso que era su cuerpo entero, lograba limpiarse el culo. En cambio, la distancia de sus ancas con relación a la silla no tenía remedio, pues llegaban a las coderas con las uñas —que sí las tenía— y eso significaba que las ruedas no estaban a su alcance.
Había insomnios en los que se pasaba diseñando mentalmente unos pedales de pecho. O imaginando una silla que caminara con el pensamiento, como la de aquella estatua que era el científico Hawking. A veces, soñaba que, además de sus aretes gitanos y sus piercings, tenía un tórax de Rocky auténtico, con un tatuaje a colores del águila imperial y una silla con doble escape, cinco velocidades, parabrisas tornasolado y un motor Harley-Davidson. Y se veía conduciendo a mil la hora en la proa de una banda de parapléjicos igualmente tatuados y motorizados. O, simplemente, soñaba que amanecía con un par de brazos normales, con músculos de piedra y empuñando una bazuca, todo un Rambo.
Pero como los sueños sueños son, el Rocky continuaba en manos de copilotos ocasionales. Quienes estaban a la mano eran los Niños Grises, pues se regaban en las calles. Pero estos enanos eran más avispados que el mismo diablo. Les hervía las manos ante todo lo ajeno que veían al paso, o le robaban los cambios; lo sableaban. Lo peor es que andaban en manada alborotando el mundo, implicándole en sus escándalos, o lo dejaban tirado a medio camino; no se diga cuando se empanizaban cuerpo y alma con pegamento o gasolina.
Dar con un buen copiloto resultaba una tarea tormentosa que no siempre culminaba bien y no era raro terminar contratando un enemigo. Ese fue el caso cuando tuvo la primera silla y de copiloto un choro que de tanto apodo lo llamaban el Milnombres. Una madrugada de diluvio, después de un festín en el que hubo tragos, hierba y hasta cuchilladas, el Milnombres aceptó conducirle a La Paz, pensión donde tenía su guarida. A la carrera, aunque en zigzag, lo bajó desde la Bahía bajo el aguacero. Pero al llegar a la glorieta de la Victoria, frenó de un golpe, soltó la silla y se volvió loco: semiagachado y con los ojos atónitos, empezó a rondar en torno del Rocky, examinándole como si viniese de encontrar un ovni, un animal nunca visto, un artefacto indescifrable lleno de gavetas. A dos manos se dedicó a palparle, a sopesar las gibas, las asentaderas. Entonces sí, le quitó la billetera de pecho, la cadena, los anillos, el reloj-cronómetro, le arrancó los aretes gitanos casi con todo orejas. En suma, lo saqueó por todo lado hasta casi virarlo como a guante. Por último, lo tomó en los brazos como papá a bebé y le soltó en el aire, antes de largarse por media calle con la silla vacía, que chirriaba, como despidiéndose de su dueño.
¡Cagaste, hijodelasmileches, cagaste!, le gritó y siguió gritando el Rocky, con su voz de corneta desafinada apuntando al cielo. Sin importarle que llegara la policía, ni que los enfermos de la clínica El Consuelo despertaran. Hasta que se le acabó la voz. Hasta que el río de lodo que bajaba crecido desde la Tuentifor, le obligó a chapotear con las cuatro ancas en busca de una orilla.