Ricardo Coello Gilbert y las trampas de la fe.

Por Héctor Bujanda.

Fotografía: Paloma Ayala.

Edición 413 – octubre 2016.

 

_pam4333El artista guayaquileño Ricardo Coello Gilbert es una de las voces más fuertes de su generación. Sus obras cuestionan principios que parecen inamovibles en la sociedad y son al mismo tiempo cuestionadas por el medio. Mundo Diners lo encontró y dibujó este perfil para quienes se atrevan a conocerlo.

 

 

 

I

Los domingos Guayaquil es un cadáver que reposa sobre la mesa de autopsia de una morgue de provincia. Para quien conoce el ritmo cardíaco de sus calles durante el resto de la semana resulta difícil explicar cómo la ciudad más poblada del Ecuador se vuelve, de pronto, un cuerpo inerme.

Hoy es domingo y seguramente sus más de tres millones de habitantes se encuentran embutidos en el mall o en los templos religiosos que conviven, todos juntos, bajo el poder hipnótico de la oración. Me dirijo en taxi a la casa de Ricardo Coello Gilbert, miembro fundador de Lalimpia, un colectivo artístico que en su mejor momento (2001-2009) revolvió las empozadas aguas del río Guayas, “… desde una poética del humor y la utopía, capaz de movilizar preguntas sobre la existencia cotidiana particular y la realidad política y social del momento”, como escribió en 2014 Romina Muñoz, la última curadora del colectivo.

El artista de 36 años tiene alma de minotauro borgiano y seguro habrá quien lo acuse, por su reserva, su bajo perfil en redes sociales y su poca disposición a mimetizarse con las multitudes, de soberbia, de misantropía o sencillamente de locura, como describe Jorge Luis Borges a la criatura que recorre solitariamente un laberinto con infinitas puertas abiertas. Algún rasgo de ese minotauro borgiano debe tener Ricardo Coello, sin duda, porque en los 345 kilómetros cuadrados que tiene Guayaquil no deben existir más de 80, quizá 100 artistas contemporáneos activos, de los cuales muy pocos llegan a vivir de su arte, de las piezas que venden o exhiben en alguna de las dos galerías privadas que existen en la ciudad: DPM y NoMínimo. De hecho, Coello Gilbert sobrevive de los trabajos a destajo —es diseñador gráfico de profesión— de vender obras de creación en el corto circuito de galerías (tiene contrato con NoMínimo) y de los retratos a lápiz que emprende por encargo, como el que hizo recientemente de Gabriel García Márquez, muy celebrado entre sus amigos de Facebook e Instagram.

Se necesitan mucho carácter, y desde luego muchas ganas de ser bicho raro —minotauro— para recorrer esos caminos solitarios con el único objetivo de hacer valer la condición de artista en una ciudad donde ni siquiera hay un museo de arte contemporáneo (el que había también hacía las veces de museo antropológico y ahora se llama Centro Cultural Simón Bolívar, lo que sugiere muchas cosas, pero no relacionadas, precisamente, con el arte contemporáneo).

II

En la tierra de las supersticiones, de las emisoras de radio evangélicas y de los predicadores de autobús, a Ricardo le ha dado por caminar contra el tráfico. Cuando hacía la secundaria en el colegio Javier, manejado por sacerdotes jesuitas, asistía a misa una vez por semana, comulgaba por cuenta propia durante los recreos y todos los días, por lo menos hasta los quince años, rezaba un rosario. Hace tiempo que no. Como el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov, Ricardo suele repetir que el mejor libro para formar ateos es la Biblia: leerla muy atentamente, en su caso, le permitió distanciarse de la figura de Dios.

Su obra personal más reciente puede ser interpretada como un gran conjuro contra la fe que tanto profesó de adolescente. A través de los recursos de la lectura irónica de pasajes de la Biblia y del uso del sarcasmo, Coello Gilbert logra desmontar las formas de subyugación religiosa. Una muestra reciente de ello es su obra Apariciones (se puede ver en la página www.ricardocoellogilbert.com), en la que el autor ultraja las páginas de la Biblia y en la herida abierta incrusta semillas de alpiste que, al regarlas, crecen como plantas.

III

El silencio de los domingos en Guayaquil es tan espeso que podrías amasar pelotas con él. El cielo se ha puesto tieso con el correr de las horas, de un gris amenazante, lo que hace suponer un inconcebible chaparrón en plena tarde de verano. Cuando subimos por la avenida Las Monjas, camino a la casa de Coello Gilbert, decido cortar ese silencio que aplasta. Le comento al taxista que todo parece indicar que va a llover y él me responde que “es un mensaje”. Me quedo pensando en la frase, miro de nuevo por la ventanilla la pétrea capa gris que se cierne sobre la ciudad y pregunto: ¿un mensaje de qué? “Es un anuncio de la tempestad del Niño”. Así me responde, con lo que vuelvo a preguntar, desde mi supina ignorancia de extranjero, que para cuándo está previsto el Niño, no vaya a ser que me agarre de sorpresa uno de esos aguaceros bíblicos que suelen deslavar completamente a la ciudad durante el invierno.

El taxista aprovecha un semáforo en rojo, observa él también el cielo encapotado a través del vidrio delantero de su Chevrolet Aveo, y me repite con una serenidad de refrigerador de morgue que “es un anuncio de Dios”. En eso pisa el acelerador, arranca a toda velocidad y comenzamos a devorar una amplia avenida de tres canales, sin un alma a nuestro alrededor. Insisto en pedirle que me cuente cuándo va a ocurrir el fenómeno de El Niño. En ese momento el taxista se voltea sin dejar de acelerar, me mira a los ojos fijamente, deja que me ponga algo nervioso y luego asevera, sin énfasis: “En octubre, pero Dios está pidiendo desde ahora que nos preparemos”.

IV

La conversación con el taxista que me lleva a casa de Coello Gilbert, ubicada en el corazón de Los Ceibos, me hace sentir dentro del cuento Guayaquil, también de Borges, en el que el autor argentino, durante el diálogo que sostienen los dos protagonistas en duelo, escribe que “algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, ya había ocurrido”.

Sin duda, algo nos había ocurrido en el camino. Antes de bajarme del auto y entrar en la casa, antes de que llegara a sentarme a un lado de la biblioteca de entrepaños rojos, rodeado de cuadros y retratos que el autor hace por encargo, obras en proceso de elaboración, piezas de diseño, reliquias y plantas de interior muy bien cuidadas, pude sentir que había entrado en otro campo magnético, en el territorio predilecto de este artista guayaquileño que se ha dedicado —desvinculado ya de la Lalimpia— a erosionar con obsesión compulsiva, como él mismo comenta cuando habla en detalle de sus obras, los mecanismos de la superstición y de la fe, tan arraigados en la vida cotidiana de esta ciudad.

V

Ricardo es alto y flaco como una vara, de nariz afilada y piel tostada, cejas gruesas, rostro acuchillado y barba rala, sin bigotes ni cabellos en la cabeza pelada. Con ese porte, en camiseta blanca y con la insignia del Black Forever estampada en negro sobre el pecho, fácilmente podría ser confundido en algún barrio periférico de París con un fugitivo del ISIS. Toda una ironía si se piensa que Coello Gilbert —le gusta que lo llamen por sus dos apellidos, “si no, mi mamá me mata, esa es mi cuota contra el patriarcado, mi cuota feminista”— ha venido demoliendo sin piedad los apegos religiosos.

Su obra individual es foco de polémica entre los expertos. Para los furibundos seguidores de las exposiciones de Lalimpia resultan bastante desconcertantes el tono y los motivos. Óscar Santillán, compañero de viaje en el colectivo, admite que la obra individual de Ricardo “se ha constituido en un encuentro complejo de reflexiones y sensibilidades”. En la exposición Los fracasos de un tal Benjamin Simmons, PhD (Galería Félix Henríquez-UCSG, 2014), el último intento por resucitar la naturaleza colaborativa de Lalimpia, Coello Gilbert escribió algunos mensajes para los integrantes de la agrupación en una especie de muro, y con ellos resumió un definitivo giro copernicano: “abandonar el objeto”, “abandonar la tierra”, “de lo político a lo poético”. Aún hoy no dejan de ser controversiales esos mensajes, puesto que Ricardo presentó entonces una obra en colaboración con la artista Gabriela Fabre que se llama Los huertos de la indolencia, y que consistió en sembrar, muy concretamente, plantas en los huecos que la alcaldía deja de pavimentar, por negligencia, en las calles de Guayaquil.

apariciones
Apariciones, 2016. Biblia y plantas.

En su nueva obra, Apariciones, en la que ultraja la Biblia y hace germinar semillas de alpiste dentro de ella, el salto de lo político a lo poético es total. La diferencia no es solo de soportes sino también de efectos simbólicos. Quizá a eso se refiere Romina Muñoz, docente de la Universidad de las Artes y curadora de aquella especie de retorno nostálgico de Lalimpia en 2014, cuando dice que Ricardo Coello “tiene una obra potente, pero para mí, padece de un chip ‘apolítico’, exclusivamente pseudopoético, que despotencia su trabajo”.

Coello reconoce que existe un factor que cambió para siempre la dinámica del colectivo. “Fue cuando ingresó Rafael Correa al poder. Se oficializa de alguna manera el discurso que teníamos [contra las autoridades de la ciudad]. Quizá eso nos dio la oportunidad de relajarnos. Manteníamos las mismas discrepancias con el gobierno local, pero no sé decir por qué no las potenciamos”, confiesa con un residuo de estupor.

A eso alude Romina Muñoz cuando habla del chip apolítico en la obra de Coello Gilbert y del cambio de discurso en su obra: “Ese lo adquirieron los artistas cuando llegó la llamada revolución ciudadana. No solo le pasó a él, también a muchos otros artistas que perdieron, ante el Gobierno, su capacidad para interpelar directamente a la ciudadanía. Habría que agregar que eso coincidió con la aparición de la galería NoMínimo, que comenzó a sacar a los artistas fuera del país promoviendo una estética de bienal, un arte que calzara más con la lógica de afuera y apostara por recursos estéticos más amables para el espectador global”.

Ricardo me explica cómo pasó de lo político y colectivo a lo más poético y personal. El cambio fue una necesidad no solo suya sino de todo el grupo: “El trabajo del colectivo trató de irse hacia lo más poético. Y quizá lo más poético que hemos hecho fue dejar de trabajar como colectivo”.

Gabriela Fabre, que ha trabajado con Coello, me manda un correo electrónico para explicarme lo que piensa de este artista y diseñador gráfico egresado del desaparecido Instituto Jefferson: “Para hablar sobre su personalidad —escribe Gabriela— creo que no puedo desligarme de su obra, que suele estar cargada de ironía y sarcasmo, desde los materiales con los que trabaja hasta los temas de fondo; crítico con las instituciones, sobre todo con la Iglesia católica, a la que ha hecho referencia en algunos de sus últimos trabajos”.

VI

La impronta de haber trabajado en una experiencia inédita en Guayaquil, un colectivo artístico que borra la huella de cada uno de sus miembros para producir una obra cuyo único autor es Lalimpia, mantiene a Coello Gilbert, paradójicamente, vinculado con el debate interno que por años sostuvieron los artistas del grupo no para recuperar lo que los unía sino para salvar aquellas ideas que habían naufragado. “Al nombrar una idea que tienes, deja de ser tuya, deja de ser buena también. Eso es algo sumamente importante del trabajo colectivo: enuncias la idea y deja de ser buena porque tienes a cuatro, cinco, siete voces que van a juzgarla. Eso significaba, también, la posibilidad de desechar alguna de esas ideas”. El artista recalca que elabora piezas a partir de las ideas que fueron desechadas por el colectivo y pronuncia la palabra escoria para definir el trabajo realizado en los últimos años: “Sí, lo que yo he hecho son escorias del colectivo”.

Una de las piezas que prepara para un proyecto de exposición individual sobre la fe nace precisamente de una idea-detritus que no fue valorada por el grupo. “Es una Biblia a la que le he removido una palabra en todo el contenido. Siete años después, la estoy produciendo. A la Biblia le quité la palabra Dios”.

VII

ecleciastes
Eclesiastés 7,26, 2013. Calado en madera.

El texto bíblico ha sido un tema capital en la obra reciente de Coello Gilbert. Dos libros del Antiguo Testamento le sirvieron para producir Levítico 20,13 y Eclesiastés 7,26, donde altera el mensaje divino e ironiza sobre la idea de que todos somos iguales ante los ojos de Dios. A ellas se suman la Biblia a la que le fue mutilada la palabra Dios, la que ha sido inseminada con semillas de alpiste y otros tres proyectos en elaboración que poseen gran potencial de escándalo.

“Voy a hacer una obra para niños: ¿a partir de qué edad sería apropiado para que se enfrenten a la imagen de un hombre clavado a una cruz?”. Así anunció Coello Gilbert por Twitter una obra que prepara. El artista me pregunta si aún no he visto la iglesia de la parroquia San Antonio de Padua, en Urdesa Norte, donde hay un Cristo en la cruz de unos veinte metros de altura fuera del templo. A él le resulta una aberración que la sociedad guayaquileña permita que los niños puedan ver una imagen tan grotesca como esa cuando pasan por ahí.

También tiene previsto lanzar por una ventana una virgen de porcelana de medio metro de largo y grabarla en cámara lenta mientras cae. Previamente, dice, convocará a rezos a través de anuncios de prensa para medir si la fe de los creyentes es tan poderosa como para evitar la destrucción de la virgen. Mientras lo cuenta, no deja de imaginar con picardía los problemas teológicos que producirá el planteamiento de una situación así. También comenta que a los cinco primeros libros de la Biblia mutilada —el Pentateuco— les pondrá sonido allí donde debía decir Dios, para convertirlos en una obra sonora que trabaja con el músico quiteño Toño Cepeda.

VIII

Ricardo insiste en definir la conexión entre religión y política. Lo escucho antes de despedirme y salir de su casa, antes de quedar flotando de nuevo en el espeso silencio de un domingo en Guayaquil, sujeto a la superstición de sus habitantes. “Es el mismo mecanismo que te lleva a defender algo sin motivo, a un personaje, y no a una idea. Si hablas mal de lo divino, de Dios, eres hereje. Igual sucede con el tema político. Tienes un problema con que talen los árboles de una avenida y en el acto aparece una horda de socialcristianos que te ofenden, como si los estuvieras criticando directamente. Es un mecanismo que hace que estas tiranías se mantengan en su posición de poder. Lo mismo sucede con el correísmo”.

En una ciudad donde los dioses son adorados casi unánimemente y los hombres desean perpetuarse en el poder político, Ricardo Coello Gilbert sostiene que su obra, más que transmitir un mensaje, persigue fomentar una experiencia estética y exponer ante el público sus propias dudas. El artista que se divierte con los stand-up comedy, que devora libros científicos y lee El Quijote en Kindle mientras hace cola en un banco, busca definir en otros términos su acto político: “A mí me parece que el meme es la instancia perfecta para cubrir esa cuota del arte político, en cuanto es reflejo de estos tiempos. No minimizo esa forma de expresión, la pongo en un alto peldaño, pero no es lo que quiero hacer. Creo que exponer directamente nuestras dudas, que es lo que yo hago, también es un acto político”.

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