Retorno del apátrida

EDICIÓN 486

Retorno del apátrida
Ilustración: Miguel Andrade

1

Apenas salto del bus en los brazos de la multitud que me acoge como a rockstar y me repele como a portador del virus, el maldito sol se me lanza encima como una jauría de zopilotes. De sombra, no hay el menor indicio, así es que sin chistar me sumo a la muchedumbre que huye de sí misma.

Esto mata, cabrón, me grita un poseso desde el volante de una flamante camioneta, alta como un balcón. Con un esguince de torero esquivo el embiste y desde la acera lo miro con la pena que se mira un cerdo recién despostado. A su vez, el poseso, hinchando la cara hasta casi reventarla me mira con tal odio que más bien parece miedo.

Huyo de la marea humana que se encoje, se esponja, se devora en las paradas, al pie de los semáforos, en los comederos, en las cloacas burocráticas. Filas y filas de hermanos putativos de boca seca esperando un algo sin cabeza, casi pordioserando el milagro. Mírenlos, copulados uno a otro en fila india, como un gigantesco ciempiés de cien mil zapatos, como un polvo colectivo de perros sin dueño.

Tumultos de deudos velando el cadáver inmenso del fracaso. Y son los mismos enajenados que, en los estadios se desatan, aúllan, rozan las estrellas y se hunden goleados en la nada nacional e individual. Los mismos que a veces se enardecen y linchan gobiernos abyectos. Los mismos desmemoriados que, entre vítores, aceptan su sodomía.

Mírenlos, emborregados, grises, a punto de soltarse en llanto. A punto de sacar los colmillos y entre todos morderse. Quién, cuál, no sueña despierto en desprenderse de la fila y acercarse a las ventanillas blandiendo un cuchillo de carnicero. Pero, como no pueden darse dicho lujo, pues se embadurnan la cara de comida, ríen, mienten, injurian por lo bajo, y por más abajo, anhelan la caída del prójimo con el que se abrazan, fraternizan, procrean.

2

Me guarezco al fondo de un antiguo café, cuya glamorosa propietaria ahora es una viejecita cabeceando en la caja. Todo está derruido, hasta el aire, hasta el silencio. Mientras bebo una cerveza, intento encontrar en mi memoria algo parecido al sentido de pertenencia. Evoco a Antuco, por ejemplo. Extraer del corazón del hielo el secreto de su tragedia y su rencor. ¿El Bacón y Paquita, mi exesposa, seguirán bajo el mismo techo? ¿Se hundiría en su poesía llena de pantanos? Y el Beduino, ¿seguirá en su empecinamiento de escribir los epitafios de todos los muertos? ¿Y la Meca del Drácula Cordero? ¿Y los muchachos del Club de la Pelea? ¿Y la Barbi que era la madre de los vates patrios?

En el baño me recibe el mismo espejo en el que me veía hace treinta años y allí, detrás de mi vejez, encuentro polvosos indicios de aquel muchacho grafitero que enloqueció de amor por Eva la Bella. Eva la Loca, que se disolvió de mis manos y fue devorada por el miasma. También ella debe estar marchita y sin una sola teja.

Esa podría ser la razón de mi retorno a los Kitos Infiernos. Buscarla, calle por calle, puerta por puerta. Manicomio por manicomio. Leerle en voz alta el Diario amatorio del pirata.

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