EDICIÓN 485

Caminar por la ciudad o por un entorno natural es una actividad que nos hace sentir libres y puede propiciar la reflexión. Sin embargo, en la actualidad no es fácil encontrar las condiciones para andar despreocupada por calles o bosques.
Dicen que la prohibición refuerza el deseo. Hannah Arendt, filósofa alemana de origen judío, sostenía que “la libertad de movimiento es históricamente la más antigua y también la más elemental” de las libertades, tanto así que la libre circulación está reconocida como uno de los derechos humanos.
Durante la pandemia, la restricción de la movilidad se discutió como medida sanitaria y, más allá de la pertinencia o efectividad de su aplicación, el haber perdido temporalmente la libertad para usar el espacio público abrió el diálogo sobre el derecho a caminar. No solo los toques de queda restringieron la actividad de los caminantes: el uso de mascarillas y el temor al contagio también coartaron la posibilidad de hacer largas caminatas, de que los peatones se apropiaran de calles y plazas en las ciudades.
En el Ecuador incluso los parques naturales estuvieron clausurados o tenían aforo limitado, lo que no sucedió en otros lugares del mundo. Contener el deseo de los caminantes fue una de las cruzadas que tuvieron que mantener los Gobiernos para evitar contagios.
En inglés los senderos trazados arbitrariamente por los viandantes llevan el sugerente nombre de desire lines (líneas del deseo). Estas son las líneas que atraviesan, por ejemplo, los parques cuando los visitantes se desvían de los caminos planificados. En campos, montañas, bosques, las líneas del deseo serían lo que coloquialmente llamamos chaquiñanes, es decir, caminos de a pie, senderos que hacen los caminantes al andar, como decía Machado, y que evidencian el deseo de salirse de una ruta establecida o de encontrar la vía más conveniente para el paseante.

En la ciudad podemos ver líneas del deseo en lugares donde no hay veredas o en los parterres que dividen las avenidas, justo en las secciones que usan los transeúntes para cruzar y que no están cerca del semáforo o del paso cebra. Estas líneas nos muestran que el caminante suele ser subversivo: puede ignorar la norma y abrir trayectos más eficientes guiado por su deseo. Durante la caminata se puede expresar una voluntad independiente, ir por donde nos place es una forma de resistencia en una ciudad que no toma en cuenta la escala humana.
Quizás la percepción de libertad que brinda el caminar pueda explicar, en parte, por qué costó tanto restringir la movilidad durante la pandemia o por qué es tan difícil para los planificadores urbanos que los peatones respeten rejas, vallas o cadenas diseñadas para establecer senderos. Quien camina explora no solo el espacio, sino su propio deseo.
Andar enseña a pensar y a desobedecer
Frédéric Gros, autor de Andar: una filosofía, sostiene que andar nos enseña a desobedecer. En su obra explora la relación entre el pensamiento filosófico y la práctica de caminar. Recoge varias historias sobre personajes de la filosofía que fueron grandes caminantes.
Los filósofos griegos, por ejemplo, reconocían que el acto de caminar era generador de pensamiento. Aristóteles y sus discípulos solían pasear por un jardincito contiguo al templo de Apolo mientras dialogaban sobre diversos temas. A estos filósofos se los llamó peripatéticos, término que proviene del griego peripatein, que significa dar vueltas. La actividad reflexiva de los peripatéticos estaba anclada a ese paseo despreocupado que se hacía en un tiempo de ocio, un ir y venir sin más propósito que la contemplación de las ideas.
Durante el Romanticismo, pensadores como Rousseau practicaron la caminata por espacios naturales para distanciarse de lo convencional. Nietzsche, por ejemplo, hace de su Zaratustra un caminante del bosque, un hombre que alcanza la iluminación tras abandonar a los demás para vivir en la naturaleza, y en su obra Ecce homo recomienda “estar sentado el menor tiempo posible; no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad”.
Otro vagabundo de los bosques fue el escritor estadounidense Henry David Thoreau, quien optó por retirarse a los alrededores de Walden Pond para afrontar los hechos esenciales de la vida, recorriendo aquel paraje en solitario. El pintor romántico Caspar David Friedrich captura muy bien el espíritu del deambular como actividad reflexiva en su obra “El caminante frente al mar de nubes”.
Por otra parte, quizás la más importante reflexión sobre el caminante citadino sea la que hace Walter Benjamin al analizar la figura del flâneur, imagen que aparece en la poesía de Baudelaire. El flâneur representa al paseante urbano del siglo XIX, un burgués despreocupado que se sumerge en la ciudad para observarla con la curiosidad de un antropólogo.
Con el crecimiento de las urbes, el flâneur podía perderse en la multitud y observar sin ser visto, lo que le daba anonimato e independencia. La flânerie se convirtió en una actitud de vida: era una aventura burguesa carente de riesgos y, al mismo tiempo, un remedio infalible contra el tedio: “el centro comercial es la última comarca del flâneur”, decía Benjamin. El paseante de las ciudades recorría calles y galerías observando el entorno y clasificando a la gente para convertir a la urbe moderna en un lugar menos hostil.
Caminar con cuerpo de mujer
Recorrer la ciudad cuando se es mujer es una experiencia muy distinta de la que pudo haber experimentado el flâneur decimonónico. Hace algunos años iba a pie desde mi casa hasta la universidad a diario. Un día me acompañó mi hermano y se sorprendió al notar que yo tomaba un camino muy distinto al que solía hacer él para llegar al mismo lugar.
Mi ruta era más larga porque en la más corta había un par de guardias de seguridad que mandaban besos a las transeúntes y, dos cuadras más adelante, una construcción desde la que llovían los silbidos y groserías cuando pasaba una chica. Mi camino evitaba esos puntos. La conclusión: por ser mujer iba por una ruta más larga, me demoraba más en llegar a clases y no podía aprovechar el tiempo para pensar en mis asuntos porque tenía que calcular siempre si iba a estar segura.
Traigo a colación esta anécdota porque la experiencia de caminar libremente, sin preocupaciones y, especialmente, sin miedo, parecería un privilegio del hombre blanco burgués, con la carga política, cultural y reflexiva que esto conlleva.
Si revisamos el Diccionario de la lengua española (DLE), podemos verificar, por ejemplo, que el deambular filosófico no era una actividad de mujeres: en la acepción de “peripatético” encontramos que el femenino “peripatética” se usa como un eufemismo para designar a una “prostituta callejera”. La mujer que aparece en espacios públicos no puede dejar de ser juzgada y observada.
El cuerpo de la mujer es visible en la calle, en las plazas o en los parques. Ella no tiene, como el flâneur, la posibilidad de perderse entre la multitud. Un ejemplo claro de esto es el experimento social realizado por la fundación Hollaback, 10 Hours of Walking in NY as a Woman, un video en el que la actriz Shoshana B. Roberts camina, durante diez horas, por las calles de Manhattan, mientras una cámara graba todos los saludos, piropos y groserías que tiene que escuchar en el camino.

A lo largo de la historia, muchas mujeres occidentales optaron por usar trajes masculinos para poder caminar por el mundo. Recordemos a Dorotea y Claudia, personajes del Quijote, que vagan por las montañas vestidas como caballeros. La escritora Aurore Dupin, más conocida como George Sand, logró convertirse en flâneuse, escondiéndose tras una identidad masculina. Esto le permitió percibir la ciudad desde otra mirada y escribir sobre ella.
Sin un disfraz, el caminar podía ser una actividad insegura o restringida para la mujer. Aún empezado el siglo XX, algunas ciudades modernas mantenían espacios exclusivos para hombres. En Londres, por ejemplo, subsistían los clubes para caballeros (como el famoso Reform Club, al que pertenecía Phileas Fog, el personaje creado por Julio Verne).
La escritora Virginia Woolf, recuerda, en su ensayo Una habitación propia, el paseo que realizó por Oxbridge (nombre ficticio que usa para no hablar directamente de las universidades de Oxford o Cambridge). Menciona que, al recorrer el campus, meditando sobre un ensayo de Thackeray, llegó a la puerta de la biblioteca. Cuando quiso entrar, fue interrumpida por un caballero que le impidió el paso porque las mujeres no podían ingresar solas a ese lugar.
También recuerda cómo, en otro momento, había tenido una idea que quería desarrollar mientras caminaba y fue truncada por un hombre que no la dejó cruzar por el césped y la obligó a usar el camino de grava. Woolf hace hincapié en cómo esto afectó su actividad reflexiva.
En la actualidad quizás ya no existan lugares en los que las mujeres no puedan ingresar, sin embargo, el acoso y la inseguridad pueden convertir algunos sitios de la ciudad en espacios prohibidos o intransitables.
Por otra parte, si las ciudades no han sido entornos amigables para las caminantes solitarias, lo son menos para las madres o las cuidadoras. Veredas en mal estado, esmog, falta de rampas y de bancas, ausencia de sombras y de baños públicos convierten en una pesadilla caminar con un bebé a cuestas.
Aunque este no sea un problema exclusivo de las mujeres y haya padres que también caminan con sus hijos, no podemos desconocer que todavía la mayor parte del cuidado, especialmente en edades tempranas, recae en la madre. Es la mujer la que transita por las calles embarazada, con un cochecito, con un portabebés en el pecho o espalda o con sus brazos ocupados.
A propósito de este tema, recuerdo que recientemente una escritora guayaquileña contaba que su gusto por el género del terror se desarrolló en la infancia al caminar por las calles de su ciudad de la mano de su madre: desde su perspectiva de niña, podía ver cadáveres en cada esquina, porque su mirada estaba a la altura exacta de los puestos de revistas en los que se vendía un conocido diario de crónica roja, con fotos de los crímenes más recientes.
En Latinoamérica la mayoría de caminantes de la ciudad son mujeres que perciben las calles como inseguras. Por esta razón, actualmente se discute mucho sobre cómo mejorar la “caminabilidad” de las calles para hacer que las viandantes se sientan más seguras. Algunas de las alternativas que podrían mejorar la experiencia para las mujeres son la instalación de luminarias, sistemas de denuncia del acoso callejero, transparencia de las fachadas de edificios, paradas de buses, cabinas telefónicas y pasos elevados.

Caminar por las calles de Nueva York es todo un desafío si eres mujer. Así lo certifica un video difundido por la plataforma Hollaback, una red social que funciona en 50 ciudades de 17 países, creada para generar conciencia sobre el acoso callejero que padecen las mujeres. Shoshana B. Roberts, protagonista voluntaria del producto audiovisual, pasó diez horas caminando silenciosamente por diferentes zonas de Manhattan en 2014.
La caminabilidad de las calles latinoamericanas
Si bien la percepción de inseguridad es mayor para las mujeres latinoamericanas, los hombres tampoco pueden transitar seguros o despreocupados por la ciudad. Aunque ellos tengan más acceso a la movilidad en autos, motocicletas o bicicletas y no experimenten el acoso sexual como las mujeres, también deben caminar por espacios hostiles y con miedo a la violencia callejera.
El sketch Hazte el duro (para que no te roben), de Enchufe.tv, aborda, desde el humor, la experiencia de la inseguridad en la calle. Muchos de los seguidores de la cuenta, latinoamericanos de diversos países, comentan haber tenido experiencias parecidas a la que se presenta dramatizada.
Por esta razón, los caminantes latinoamericanos no eligen las calles como un espacio para pasar sus momentos de ocio y prefieren los parques o centros comerciales para poder experimentar un pasear despreocupado que a duras penas se parece al libre deambular del flâneur burgués.