La república del miedo

miedo
Ilustración: Diego Corrales.

Fernando Albán

En el Ecuador de hoy vivimos en un estado de guerra y de amenaza permanentes; esta situación de miedo y de alarma radica en que para la mayoría de las personas existir se reduce a la pura preocupación por la supervivencia. Lo público ha sido sistemáticamente secuestrado por bandos cuyos intereses se mantienen ocultos, invisibles, inconfesables. La suerte de las personas se dirime, con el aval de la ley y también de su puesta en suspenso, a sus espaldas en lugares inaccesibles.

El grado cero de la violencia que hemos alcanzado desnuda también el hecho de que gran parte del ejercicio del poder, de la violencia legítima y no legítima, es una puesta en escena: el despliegue policial y militar, las amenazas de bomba, las continuas declaraciones del estado de emergencia, los decretos que instan a los ciudadanos a portar armas, mediante los cuales el Estado renuncia a ejercer el monopolio de la violencia legítima.

La puesta en escena teatral de la política es correlativa a la de la invisibilidad del ejercicio ilícito del poder, invisibilidad que es fuente desde la cual la angustia se propaga. El miedo se reparte por todo el tejido social, transita por callejuelas enloquecidas, entra en los cuerpos atándolos al presente; el miedo paraliza, inhibe la politicidad de los cuerpos al convertirlos en víctimas de una ley, cuyo modus operandi es, para la mayoría, inaccesible. Algo en estas circunstancias invita a ser pensado desde los intersticios del laberinto kafkiano.

Las novelas de Kafka, en las que se escenifica el terror burocrático, ocurren siempre en las inmediaciones de la ley, sin acceder jamás a la instancia de la que emana la condena; por ello la sanción se vuelve irrevocable, definitiva, inapelable. Una angustia de destrucción recorre cada página por las que se desplazan figuras fantasmales, cuya suerte está jugada fuera del universo visible. La autoridad superior, el enemigo, el mal habitan el mundo visible, pero su accionar se mantiene profundamente oculto a la vista de quienes lo sufren.

La invisibilidad del enemigo —ubicuidad del mal— destierra radicalmente a la piedad del universo kafkiano, pues aquella se realiza en el encuentro de dos miradas. El enceguecimiento de la víctima la destina a enfrentar a un enemigo que tiene el poderío de la muerte. La política del miedo —parece sugerir el escritor checo— es el resultado de la supremacía del ámbito de lo inaccesible, de lo privado, lo no político, sobre lo público: universo de las singularidades visibles, vulnerables.

La paranoia de destrucción que se vive en el Ecuador no reconoce distinción en la manera en que operan los grupos de poder mafioso que consecutivamente han secuestrado al Estado y las bandas de crimen organizado que chantajean a la población civil en nombre de la seguridad, operando así desde la lógica del miedo.

El ciudadano ecuatoriano, así como el héroe kafkiano, es un ser abocado a un estado de amenaza proveniente de enemigos ocultos. Él se mira como si fuese un extranjero en su propio cuerpo y el miedo al enemigo invisible y sin nombre toma cuerpo en el espacio interior en el que el individuo se siente como un extraño en su propia casa. El arte, decía Kafka en 1918, es un espejo que “adelanta”, como un reloj…

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