El Galileo había muerto en una cruz (y, según decían sus seguidores, había resucitado al tercer día), sus apóstoles habían sido desbandados y perseguidos y sus enseñanzas habían sido proscritas, a pesar de lo cual el cristianismo se extendía sin pausa por el Imperio Romano, en medio de la clandestinidad y el peligro, celebrando sus ritos en la obscuridad de las catacumbas y difundiendo sus principios persona a persona, a media voz.
Era urgente detener ese contagio. Y en el año 284, cuando Diocleciano fue proclamado emperador por sus legiones, que lo admiraban y lo veneraban, la decisión final fue tomada: esa doctrina “prava et inmódica”, “malvada y desenfrenada”, sería erradicada del todo y para siempre.
Diocleciano, en efecto, se dedicó a eliminar una por una las amenazas contra la magnificencia del Imperio y contra el poder de su trono. Enfrentó a los sármatas y a los alamanes y desplegó sus legiones desde el Danubio hasta Egipto. Todas las fronteras fueron aseguradas, incluso la que separaba a los romanos de sus enemigos habituales, los persas sasánidas.

Al terminar el siglo III tan sólo quedaba una amenaza significativa, por lo que al comenzar el siglo IV las fuerzas imperiales emprendieron la que sería la campaña mayor contra ese adversario convencido, silencioso y resuelto que era el cristianismo, cuya difusión entre la gente humilde (pescadores, labriegos, artesanos, comerciantes e incluso soldados) estaba carcomiendo la creencia sobre la que se sostenía el Imperio, que era el paganismo. La persecución se volvió masiva. Miles de cristianos huyeron, se escondieron, buscaron refugio donde pudieron.
Uno de esos cristianos en busca de refugio fue Marino, un albañil nacido en la Dalmacia, a orillas del mar Adriático, que había llegado a la Emilia-Romaña, en el norte de la Península Itálica, para trabajar en la reconstrucción de las murallas de la ciudad de Rímini. Allí estaba cuando empezó la “Persecución de Diocleciano”, por lo que Marino se escondió en la cima del monte Titano, el más alto de los siete que hay en la región, donde consiguió eludir el peligro y donde creó una pequeña comunidad cristiana que levantó una iglesia modesta dedicada a San Pedro Apóstol. Era el año 301.
Hasta su muerte, en 366, a los 90 años de edad, Marino predicó las enseñanzas de Cristo y obtuvo muchas conversiones, mientras se ganaba la vida como tallador de piedra y constructor de acueductos. La tradición afirma que, ya en su lecho de muerte, convocó a los integrantes de su comunidad y les dijo “relinquo vos liberos ab utroque homine”, “os dejo libres de otros hombres”. Se refería, según parece, tanto al emperador como al papa.
El asentamiento fue creciendo con otros fugitivos que, para no renunciar a su fe, buscaron abrigo en parajes seguros. Cuando cayó el Imperio Romano de Occidente, en 476, la comunidad del monte Titano ya se consideraba un territorio libre, ajeno al emperador y al papa, con un orden político republicano, aunque su independencia recién fue proclamada en el año 855. Para entonces, Marino, el fundador de la comunidad, ya era San Marino. Y ese nombre le fue dado a la república.
La gobernaba una asamblea integrada por todos los cabezas de familia, un modelo que perduró hasta 1243, cuando fue adoptado un sistema bicéfalo, con dos ‘capitanes generales’ como jefes conjuntos del Estado. En 1263 San Marino extendió sus fronteras, cuando el papa Pío II le cedió tres aldeas de los Estados Pontificios y una cuarta se adhirió por decisión propia.
Después, a lo largo del extenso conflicto entre el Papado y el Sacro Imperio, de las guerras revolucionarias de los siglos XVII y XVIII, de la era napoleónica, de la lucha por la reunificación italiana (durante la cual, en 1849, Giuseppe Garibaldi llegó a pedir asilo en el monte) y de las dos guerras mundiales del siglo XX (a pesar de que los nazis la ocuparon unas pocas semanas en 1944), el pequeño país, la Serenissima Repubblica di San Marino, la república más antigua del mundo, mantuvo su independencia y la integridad de su territorio de 61,2 kilómetros cuadrados —donde viven unas treinta y cuatro mil personas— y que está dividido en nueve regiones, que en realidad son nueve castillos.
Marino, el albañil dálmata, está sepultado en la comunidad que él fundó en el monte Titano, en el año 301, huyendo de la persecución pagana, y que hoy es la ciudad de San Marino, con algo más de cuatro mil habitantes.