Irán busca aliados en el mundo sin aflojar la represión interna

El juicio, efectuado en un tribunal revolucionario de jueces barbudos y túnicas negras, fue rápido y terminó con una sentencia inapelable. Los cargos habían sido detallados con minuciosidad por unos fiscales sombríos y severos, que demostraron todos los actos de “ayuda a mujeres impías” perpetrados por la acusada. Y, así, en marzo de 2018, Nasrín Sotoudeh, una abogada especializada en derechos humanos, fue condenada a 38 años de cárcel y 148 latigazos bajo el delito de “promover la corrupción y la prostitución”. La pena debía cumplirse de inmediato.
Casi nadie se atrevió a protestar: en el Irán de los clérigos chiitas toda alteración del orden es castigada con rudeza y dureza. Quien sí protestó fue el marido de Nasrín, Reza Khandán, un diseñador gráfico que en sus redes sociales denunció que lo único que había hecho su mujer había sido defender, en ejercicio de su profesión, a mujeres acusadas de atentar contra la moral pública por llevar mal puesto el velo, reírse sin pudor o violar las normas de comportamiento incluidas en el código islámico. Y, en el colmo de su audacia, Reza salió a la calle llevando en la solapa un pin con la palabra “libertad”.
Los cargos contra él fueron rotundos: “propaganda contra el Estado” y “atentado contra la seguridad nacional”. Y en enero de 2019 fue condenado a seis años de prisión. Tuvo la suerte, que no la había tenido su mujer, de librarse de los latigazos. Estuvo preso 111 días, pero logró la suspensión de la condena. Nasrín, a su vez, estuvo encarcelada tres años, con períodos de aislamiento completo, hasta que obtuvo licencias médicas por un quebranto de su salud. La última licencia terminará el 31 de mayo próximo. El 1° de junio volverá a la cárcel.
Muchos otros casos
“Los nuestros son sólo dos casos”, dijo Reza Khandán en declaraciones (desde Teherán, por videollamada) a la prensa occidental. “Pero hay muchos más casos: las fuerzas de seguridad han reventado los ojos a cuatrocientas personas, han matado a más de quinientas y han arrestado a miles”.
La mayor parte de las víctimas han sido mujeres, cuyo rol en la sociedad iraní es subalterno, muy discriminado de la función predominante de los hombres. Una tendencia que, con la crispación política de los últimos años, tiende a volverse cada año peor.
El caso más conocido, sucedido el 16 de septiembre de 2022, fue el de Mahsa Amini, la joven kurda de veintidós años que fue detenida por la Guardia Revolucionaria por el delito —tremendo en el Irán de los ayatolás— de llevar mal puesto el ‘hiyab’, el velo con el que las mujeres deben cubrirse siempre “para no incitar al pecado y la lujuria”. En la cárcel la molieron a golpes. Su muerte, explicada por el gobierno con una serie de versiones desprolijas y contradictorias, hizo que, en las semanas siguientes, cientos de miles de personas se lanzaran a protestar. Pero todo fue inútil.
Totalmente inútil, porque la consecuencia de las protestas fue el recrudecimiento de la represión: 234 personas murieron en los desórdenes callejeros (la cifra es del Iran Human Rights, una organización civil con sede en Oslo, aunque otros recuentos —como el de Reza Khandán— llegan a quinientos muertos), además de que decenas de manifestantes (su número no se lo conoce porque los juicios son secretos) fueron condenados a muerte. Como Mohsen Shekari y Majid Reza Rahnavard, ambos de veintitrés años, que fueron ahorcados por “crímenes de guerra”. Y todavía quedan catorce mil presos…
Burlando la censura
La persecución a la prensa independiente, característica de todo autoritarismo, impidió que se conocieran muchos otros casos de mujeres asesinadas. Pero unos pocos nombres se filtraron. El de Nika Shahkarami, por ejemplo, una chica de dieciséis años que, en medio de las protestas de finales de septiembre, se descubrió la cara y quemó su velo. Fue detenida y nada se supo de ella durante diez días. El día undécimo sus padres encontraron el cadáver en una morgue: tenía el cráneo destrozado.
Otro nombre que se escapó de la censura estatal fue el de Hadis Najafi, una joven de veintidós años que subió a las redes sociales un video diciendo “espero que dentro de unos años, cuando mire atrás, vea que todo ha cambiado”. Una hora más tarde, según reportó Amnistía Internacional, fue atacada por agentes de la Guardia Revolucionaria, que le dispararon perdigones en la cara, el cuello y el pecho. Murió desangrada. Y también se filtró el nombre de Minoo Majidi, una mujer de 62 años, que murió por disparos de la policía cuando asistía a una protesta silenciosa en una ciudad del noroeste del país.
También llegó a saberse, gracias a núcleos independientes de prensa, lo que está ocurriendo con Niloofar Hamedi, la periodista del diario Shargh Daily que el 16 de septiembre entró subrepticiamente en el hospital Kasra, de Teherán, para averiguar si ahí estaba siendo atendida Mahsa Amini. Tuvo entonces la desdicha de ver cómo los padres de la joven kurda se rompían de dolor al ser informados de la muerte de su hija. La fotografía que puso en Twitter y que circuló explosivamente le valió que seis días más tarde fuera detenida. Desde el 22 de septiembre está presa, en aislamiento absoluto.


Buscando aliados
Las protestas derivadas del asesinato de Mahsa Amini fueron tan masivas y la represión tan feroz que, a pesar de ser una teocracia hermética y ensimismada desde su implantación, en 1979, el gobierno iraní lanzó una campaña de relaciones públicas para no convertirse en un paria internacional. Había que buscar aliados y, si fuera posible, amigos. La situación geopolítica mundial jugó a su favor: China, en plena competencia estratégica con Estados Unidos, se dio cuenta de que su mediación para reinsertar a Irán en la comunidad internacional podía darle réditos rápidos. Y puso manos a la obra.
A principios de marzo, en efecto, el gobierno chino anunció la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudita, al cabo de siete años de tensiones y, sobre todo, de una agria rivalidad por el liderazgo del mundo musulmán. Todo el crédito por el acercamiento se lo llevó China, a la vez que resultó evidente el retroceso de la influencia internacional de Estados Unidos. La ruptura había ocurrido en enero de 2016, cuando la embajada saudita en Teherán fue asaltada por turbas ligadas al gobierno como retaliación por la ejecución en Riad de un clérigo chiita.
Para el régimen iraní, el apaciguamiento fue un balón de oxígeno en un momento crítico, pues a su prestigio en caída libre por la represión política interna se había sumado la condena mayoritaria por su apoyo —mediante el envío de drones artillados— a la agresión de Rusia contra Ucrania, que por esos días cumplía un año y superaba las trescientas mil víctimas. No parece probable, sin embargo, que ni Arabia Saudita (país oficialmente sunita y donde están las ciudades santas de La Meca y Medina) ni Irán (gobernado por clérigos chiitas de la línea más intransigente) estén listos a bajar el nivel de su disputa por la supremacía musulmana.

Altas tensiones
El apaciguamiento con Arabia Saudita no le sirvió al régimen iraní para conseguir otros apoyos: el gobierno saudita, encabezado por el príncipe Mohamed bin Salmán, tampoco tiene la mejor de las reputaciones internacionales, en especial desde que, en octubre de 2018, el periodista Jamal Khashoggi (crítico con el gobierno de Riad y exilado en Estados Unidos) fue asesinado, descuartizado y disuelto en ácido en el consulado saudita en Estambul, donde tramitaba una visa. Para colmo, las tensiones con Israel se recrudecieron en los mismos días en que Irán firmaba su acuerdo con Arabia Saudita.
Fue así que, antes de que terminara marzo, la aviación israelí bombardeó en Siria tres objetivos vinculados con Irán. En uno de los ataques murieron dos ‘pasdarán’, los guardias revolucionarios islámicos, mientras que en los otros dos fueron derribados drones operados por combatientes de Hezbolá, la milicia chiita libanesa patrocinada por Irán. Estos incidentes están siendo cada día más frecuentes a medida que parece acercarse el final de la guerra civil siria —iniciada en marzo de 2011— con la victoria del presidente Bachar al-Asad, lo que le daría a Irán una presencia regional predominante.
Irán es, en la valoración de Israel, la mayor amenaza contra su existencia, por el programa nuclear emprendido en los años ochenta y cuyo propósito obvio, aunque siempre desmentido, es la fabricación de armas atómicas. En 2015, Irán se comprometió a no desarrollar ni adquirir “bajo ninguna circunstancia” bombas nucleares, pero ese acuerdo (firmado con Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia) está suspendido desde 2018, por lo que los laboratorios iraníes ya dispondrían de uranio enriquecido hasta el 60 por ciento, por lo que estarían muy cerca de fabricar armas.
Tinieblas medievales
Cuando el ayatolá Ruhollah Khomeini tomó el poder, en febrero de 1979, derrocando a la monarquía, implantó una estructura institucional de poder centralizado basado en la versión chiita de la ley islámica que asfixió a la sociedad iraní y la envolvió en tinieblas medievales. Lo cual, por cierto, ocurrió en casi todos los países —sunitas o chiitas— de mayoría musulmana, como parte de la declinación de la civilización islámica, una declinación que tuvo tres episodios culminantes y que permitió que el Occidente de raíz cristiana lo superara con largueza.
El primero fue el saqueo mongol de Bagdad de 1285, que terminó con el califato abasí y que causó la decadencia de las ciencias y las letras musulmanas, que con Averroes, Avicena y Al-Khwarizmi, entre otros sabios, habían sido las depositarias y continuadoras de la cultura helenística. Más tarde, en el siglo XV, la resistencia musulmana (más notoria entre los árabes que entre los persas) a adaptar la imprenta a sus idiomas precipitó una contracción trágica de la producción intelectual de autores islámicos, con la consiguiente caída de los hábitos de estudio y lectura entre los pueblos seguidores de la fe de Mahoma.
El tercer episodio de la declinación fue la resistencia musulmana a la reflexión y al debate a partir del siglo XVI, cuando sultanes y califas declararon “cerrada la puerta de la interpretación”, lo que ancló al islam en el pasado por la prohibición expresa de la ‘ijtihad’, es decir la adaptación del islam a los tiempos. Eso ocurrió al mismo tiempo que al Occidente llegaba la Ilustración, con su pasión por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso.
Así, mientras el Renacimiento, el liberalismo y, después, la Revolución Industrial llevaban al Occidente cristiano a un proceso sostenido de avance y prosperidad, el Oriente musulmán se quedaba atascado en las edades obscuras del dogma y la guerra santa. Con lo que los persas, que habían tenido en los albores de la era cristiana el gran imperio rival de Roma, sufrieron una conquista tras otra (árabes en el siglo VII, turcos selyúcidas en el XI, mongoles en el XIII…) y recién en el siglo XVI recuperaron su libertad. Fue entonces, año 1501, cuando se adscribieron a la versión chiita del islam.
Ya en el siglo XIX, Persia fue el escenario de la gran disputa imperial entre rusos y británicos, hasta que, en 1925, tomó el poder la dinastía Pahlaví, con unos enunciados nacionalistas rotundos. Los años siguientes, hasta la revolución islámica de 1979, fueron de represión, corrupción, dependencia de los intereses estadounidenses y británicos y unos intentos tibios de modernización. Después, ya con la riqueza del petróleo, llegaron Khomeini, la ley islámica implacable, la guardia revolucionaria y la marginación de las mujeres. Y las tinieblas medievales jamás se disiparon…

Cuatro lindas amigas
El golpe de efecto fue sólido y oportunísimo: el Irán de los ayatolás chiitas y la Arabia Saudita de los príncipes del wahabismo sunita firmando, con China de mediador, un acuerdo de cooperación con aires de armisticio, después de siete años —largos, tensos— de rivalidad y disputas. El pacto fue celebrado con alivio: el régimen de Teherán ya no está solo en el mundo musulmán. Pero, ¿no lo está, en verdad?
Tras la invasión estadounidense a Iraq en 2003, por el ataque de Al Qaeda en Nueva York y Washington, en la región del Oriente Medio y la Mesopotamia quedó un vacío de poder que iraníes y sauditas se lanzaron a tratar de llenar. Las viejas ansiedades entre chiitas y sunitas y entre persas y árabes se enardecieron. Y, muy pronto, ya todo les separó y nada les unió.
Sí, las dos potencias musulmanas tienen visiones distintas, contradictorias, sobre el manejo de los lugares santos del islam, la utilización estratégica del petróleo, las causas de la guerra civil siria y la forma de concluirla, las relaciones con el Occidente, el creciente protagonismo internacional de China, la agresión rusa a Ucrania, los conceptos y el alcance del terrorismo islámico… Sobre, en fin, prácticamente todo.
Sí, el acuerdo con Arabia Saudita fue para Irán un soplo de aire fresco. Pero nada más que un soplo. Casi no tiene aliados y, en el fondo, ningún amigo. Por eso, tras el asesinato de Mahsa Amini, se empeñó en una campaña costosa y ruidosa de lavado de su imagen. Pero sus éxitos fueron raquíticos: nadie, o casi nadie, quiso estrechar la mano ensangrentada del régimen iraní.
Casi nadie, en efecto, porque por insensibilidad ante los crímenes y la marginación de las mujeres, por ignorancia sobre la situación internacional, por el gusto desenfrenado por el turismo oficial o por simple escasez de neuronas, unas cuantas decenas de señoras (pudorosamente tapadas con el ‘yihab’ de la sumisión) acudieron de diferentes lugares del mundo al canto de sirena de la teocracia iraní. Y, así, los clérigos chiitas anotaron en su libreta los nombres de sus nuevas y lindas amigas. Cuatro son del Ecuador.