Hiroshima: 75 años del reportaje, 76 del horror

Hiroshima en ruinas después del ataque con bomba atómica del 6 de agosto en la ciudad, Japón,1945. Fotografías: Shutterstock, Wikipedia.org.

Eran otros tiempos. Las primeras transmisiones de radio apenas habían empezado en 1920 y las de televisión en 1927. La humanidad no estaba expuesta a millones de bytes de información a toda hora, incluso las noticias importantes se tomaban su tiempo en llegar, nada estaba aún a un clic de distancia o velocidad y no había sido acuñada, en ese contexto, medio siglo después la tan apreciada viralidad. Era “Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima…”, escribió con precisión milimétrica el reportero —con esa oración inicia su relato— responsable de documentar el impacto de una de las bombas que Estados Unidos lanzó sobre Japón, con lo cual terminó oficialmente la Segunda Guerra Mundial.

A mediados del siglo anterior tampoco habían sido inventadas las etiquetas “nuevo periodismo” o “periodismo narrativo” —el término “crónica” es casi tan viejo como la escritura—, y, aunque cuando se publicó fue catalogado como reportaje, Hiroshima, de John Hersey, es considerado un referente de ese periodismo que insiste sobre todo en narrar, y, debido a su impacto en el mundo, se puede decir —cómo no— que fue viral.

Eran definitivamente otros tiempos, decía, en los que la información no conveniente e incómoda tenía que tomar otros caminos para superar la censura. Se habían enviado corresponsales de Estados Unidos y otras partes del mundo a Japón, se habían publicado reportajes, el mundo sabía lo sucedido en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, pero ningún reportero se había fijado en eso que ahora se llama el lado humano. Por pedido del editor ejecutivo de la revista The New Yorker, William Shawn, Hersey lo hizo, combinando la narración que había cultivado como novelista y sus habilidades de corresponsal y reportero. Hiroshima se publicó originalmente el 31 de agosto de 1946, un año después de que la bomba destruyera aquella ciudad japonesa, y pasó a la historia porque, como explicó el autor, su intención no fue escribir sobre edificios sino sobre personas.

El valor de la narración (y otros aciertos)

John Hersey.

La historia personal del autor de Hiroshima no le pide favor a ninguna ficción. Hijo de misioneros cristianos, John Hersey nació en la ciudad china de Tianjin, en 1914, y vivió allí hasta que tuvo diez años. Regresó con su familia a Estados Unidos, estudió en la Universidad de Yale y después en Cambridge, Reino Unido; jugó fútbol americano; fue corresponsal para las revistas Time y The New Yorker, publicó novelas y ganó un Pulitzer en la categoría de ficción por ello. Reportó la Segunda Guerra Mundial desde Europa y Asia, y colaboró como camillero durante la cobertura de la batalla de Guadalcanal, en el llamado frente del Pacífico, lo que le valió una medalla en Estados Unidos.

En marzo de 1946, cuando la Segunda Guerra Mundial ya había terminado, y Hersey estaba en Shanghái, China, trabajando como corresponsal, mantuvo varias semanas de comunicación con el editor ejecutivo de The New Yorker y, en mayo de ese mismo año, él lo convenció de que se fuera tres semanas a Hiroshima. Tres semanas. En ese tiempo Hersey se enteró de un sacerdote jesuita que había sobrevivido a la bomba, lo buscó y conoció a otros sobrevivientes. Se movió por la ciudad, habló con quién sabe cuánta gente, hizo observaciones, tomó apuntes, confrontó ideas… Hizo lo que hace un reportero. Cuentan que le llegó la idea de entrelazar un puñado de historias cuando leyó El puente de San Luis Rey de Thornton Wilder, en cuyas páginas cinco viajeros mueren cruzando un puente inca que se derrumbó.

Hersey tomó la decisión de no enfocarse particularmente en la destrucción de la ciudad, ni demasiado en los datos, ni en geopolítica o la estrategia militar, sino en lo que habían tenido que pasar seis sobrevivientes, gente común antes del bombardeo: una oficinista llamada Toshiko Sasaki, el doctor Masakazu Fujii, una viuda a cargo de tres hijos pequeños llamada Hatsuyo Nakamura, el misionero alemán Wilhelm Kleinsorge, un cirujano joven cuyo nombre era Terufumi Sasaki y el pastor Kiyoshi Tanimoto. Dejó clara su intención —su ambición periodística— cuando en las primeras páginas del reportaje escribió: “La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad —un paso dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro— que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería”.

A Hersey se le criticaba por su estilo de escritura lo suficientemente “distante y frío”, escribió el colombiano Juan Gabriel Vásquez en el prólogo de la edición de Hiroshima de 2015 que tradujo al español, por mostrar más el cómo que el por qué de las cosas. Dicho de otra forma: por ser más un narrador que un ensayista, y contar lo sucedido con “palabras duras, secas y cortas”, con “un martillo anglosajón en la mano”, sin involucrarse emocionalmente —o no hacerlo evidente— ni caer en el activismo o el panfleto, como corresponde al periodismo que se esfuerza más en mostrar que en convencer con ideas, porque, al mismo tiempo —aunque suene contradictorio—, sabe que en las imágenes que crean sus palabras habita la intencionalidad previa de una mirada.

LOS SEIS PROTAGONISTAS. Ellos, los seis protagonistas del relato Hiroshima de John Hersey, son la citada empleada de fábrica Toshiko Sasaki. El pastor metodista Kiyoshi Tanimoto. La viuda y madre de tres hijos Hatsuyo Nakamura. El acomodado y amante de la buena vida doctor Masakazu Fujii. El jesuita alemán Wilhelm Kleinsorge (Makoto Takakura). El joven e idealista cirujano Terufumi Sasaki. Todos ellos se encontraban a una distancia de entre 1.234 y 3.200 metros del epicentro de la explosión. Todos sobrevivieron milagrosamente.

La intención de las escenas escogidas por el autor de Hiroshima se nota, por ejemplo, cuando en el último párrafo del primer capítulo: “Un resplandor silencioso”, describe la situación de una oficinista que quedó enterrada, como consecuencia del desarrollo científico y militar, bajo el símbolo más potente del conocimiento humano: “los libros la derribaron y ella quedó con su pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros”.

Cuando terminaron sus tres semanas de reportería, Hersey pensó que lo mejor sería escribir en Estados Unidos, pues, como estaban las cosas, era posible que el envío de su manuscrito fuera interceptado y, por ende, jamás publicado. Viajó entonces a Nueva York, se puso a escribir y entregó un texto de treinta mil palabras que, después de un proceso de corrección y edición William Shawn pensó en publicar por entregas, durante cuatro números consecutivos. Al final Shawn reflexionó, y el 31 de agosto de 1946 Hiroshima ocupó prácticamente toda la edición de la revista neoyorquina, fue la primera vez que The New Yorker tuvo una edición de un solo tema, escrito por un único autor.

Existen reseñas y artículos de prensa en los que, entre otras cosas, se explica que el discurso oficial de Estados Unidos en esa época se empeñaba en justificar los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki, con el argumento de que eran acciones necesarias para terminar la Segunda Guerra Mundial y evitar más muertes —aunque luego se confirmaría que Japón ya estaba prácticamente derrotado, y los más suspicaces aseguran que la verdadera intención era impresionar a los soviéticos y parar su influencia en Europa—. También se dice que, desde el ataque a la base naval de Pearl Harbor, dirigido por Japón, la prensa de Estados Unidos satanizaba a los japoneses. Hersey desarmó ese discurso contando el sufrimiento de seis sobrevivientes, quienes, a la vez, representaban el sufrimiento de muchos, el horror de la guerra y las armas nucleares. Porque, como escribió el periodista argentino Tomás Eloy Martínez, en el acto de narrar, de poner al lector a recorrer paso a paso las vicisitudes por las que pasa alguien en un momento determinante, se crea empatía, el lector identifica “un destino ajeno con su propio destino… Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres”.

Hiroshima, además, reveló algo que no estaba tan claro entonces, los efectos de las enfermedades radiactivas, las secuelas no solo psicológicas, sino físicas en los sobrevivientes; que el sufrimiento no había terminado el día del bombardeo.

Las repercusiones del “reportaje definitivo”

Conscientes del impacto que tendría la obra de Hersey, los editores de The New Yorker se anticiparon, y enviaron ejemplares de cortesía a varios medios, quienes hicieron eco del reportaje, incluso lo reseñaron como si se tratara de un libro. La voz se corrió por Estados Unidos, se acabaron todas las copias de la revista y el texto fue publicado en otros medios, tal cual se imprimió en su versión original, pues Hersey no aprobó ningún recorte o edición. De ahí en adelante, las anécdotas que hablan sobre el impacto de Hiroshima son interminables y difíciles de cotejar, como pasa cuando algo —incluso un trabajo periodístico— es elevado a la categoría de mito.

Se dice que Albert Einstein visiblemente conmovido por las consecuencias del arma que, sin querer, había ayudado a crear, mandó a pedir, sin éxito, mil copias de aquella edición para repartirlas entre sus colegas y amigos. Hiroshima fue leído en varias cadenas de radio estadounidenses. Se imprimió como libro en noviembre de ese mismo año: 1946, fue traducido a decenas de idiomas —la traducción japonesa la hizo el pastor Tanimoto, uno de los sobrevivientes del reportaje, y fue distribuido en ese país en 1949—, se esparció por el mundo, lo llamaron “el más famoso artículo de revista jamás publicado”, “el reportaje definitivo” sobre el desastre atómico…, y, a 75 años de su publicación, cuentan que nunca ha sido descatalogado.

El trabajo de Hersey fue también leído, durante cuatro noches seguidas, en la estación de la cadena pública británica, la BBC, y luego en una sola edición. En una publicación del aquel medio se asegura que la BBC, como muchos, quiso entrevistar a Hersey, pero él casi no daba entrevistas sobre su reportaje, dio “tres o cuatro”, porque, según respondió en un telegrama, tenía la “política de dejar la historia hablar por sí sola sin palabras adicionales mías u otros” (sic).

Hersey murió en 1993, cerca de cumplir 79 años, pero antes volvió a Japón y escribió el último capítulo de Hiroshima, “Las secuelas del desastre”. Lo hizo en 1985, cuando se cumplieron cuarenta años del bombardeo y todavía vivían cuatro protagonistas del reportaje. El capítulo final fue publicado también por The New Yorker y en las siguientes ediciones del libro. Después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, no se han vuelto a realizar ataques con armas nucleares en ninguna otra población. En tiempos en los que la tecnología encandila y el periodismo no siempre pone el foco en lo humano, la obra de Hersey no solo persiste como un recordatorio de la tragedia, sino también —quiero creer— como una advertencia y lección. Y no solo respecto a la guerra.

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