Los días que preceden al fin de año son el caldo de cultivo de reflexiones de todo tipo. La vida, el trabajo, las relaciones personales… Todo se pone en una balanza como intentando darle una calificación y una perspectiva de futuro al año que se inaugura al día siguiente.
En este contexto, le proponemos un texto para enriquecer sus reflexiones de fin de año. Es una adaptación de un artículo de Simón Espinosa, a propósito del cambio de siglo.
Soñé que estaban a punto de tañer las campanas de la última medianoche del siglo XX. El aire cruel de la isla Isabela me traía a la memoria El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré.. y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario”. De las brumas del mar emergió el fantasma de mi padre. “Ven, sumerjámonos hasta el fondo del mar”, me dijo. Ya en el suelo desigual de algas y cavernas, me ordenó que escogiera tres perlas de las muchas que allí se escondían. Desperté con el puño derecho cerrado y sangrante. Lo abrí: en la palma de la mano, la sangre había formado este mensaje: “Memoria, tiempo y derecho, tres hitos de este siglo que se acaba”.
La memoria
El siglo XX fue el de la documentación. Sin documentos ni testigos no hay historia. Pero el siglo ha documentado escrupulosamente en fotografías, documentales, vídeos, discos y casetes la memoria de las gestas de la humanidad en el curso de sus cien años. Nunca antes había ocurrido así. Las masas se volvieron históricas, es decir, conscientes.
Con la consciencia del pasado, la memoria afectiva construye la identidad de la persona y de los pueblos. En el mundo de la cultura, la novela ha sido el vehículo que condensa el espíritu de una época. Tres grandes novelas del siglo XX condensan este espíritu de documentación: En busca del tiempo perdido, Ulises y Cien años de soledad.
El larguísimo relato de Marcel Proust, ni propiamente novela ni del todo autobiografía, no busca reconstruir el pasado, sino volver a gustar “la brusca resurrección de tal sensación insignificante, de tal emoción furtiva que el olvido bienhechor ha conservado en toda su frescura”, como dice el crítico G. Lanson.
En Ulises, la novela irreverente de James Joyce, la ciudad de Dublín queda documentada en sus más inextricables laberintos gracias a la asociación de ideas, recuerdos y afectos de 24 horas de fotografía de la mente y el corazón de Leopold Bloom, hijo de un judío húngaro, que, llegado a Irlanda, se hizo protestante, y luego católico con vistas a su matrimonio, y del chispeante Stephen Dedalus, licenciado en Artes y profesor privado; pero gracias también a las meticulosas descripciones de la ciudad y de sus gentes. Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, esa
magnífica metáfora de Hispanoamérica pinta la enfermedad del olvido, que diezma la memoria en Macondo y señala el remedio: nombrar por escrito las cosas, animales y gentes.
Las grandes revoluciones del siglo XX, la mexicana, la de los soviets, la insurgencia de África, la china, la cubana, y hasta el nazismo y el fascismo, deben a la documentación su fuerza explosiva. Y el auge de las autonomías, que se extenderá como una epidemia contra las soberanías nacionales hasta bien entrado el próximo siglo, se alimenta de la documentación y las estadísticas, que no son sino memoria abstracta y congelada.
El tiempo en fin de año
La memoria teje el tapiz de la historia con la urdimbre de los hilos del tiempo y la trama del espacio. Cinco grandes espacios han explorado el siglo XX: el del inconsciente, el de la materia, el de la vida, el de la comunicación y el de los mundos estelares.
Rechazado, aclamado, aplicado, discutido, sobrepasado, pero nunca olvidado, el sicoanálisis de Freud revolucionó la moral, los valores y el humanismo en todo el mundo. Sin Freud, la cultura del siglo XX habría sido distinta.
En 1927, un joven físico alemán, Werner Heisenberg, trabajando con la teoría de los cuantos o cantidades mínimas de energía emitida, propagada o absorbida por la materia, enunció el principio de que en la escala subatómica todo se “quantitiza”, esto es, que toda medida en esa escala altera significativamente el objeto medido. Los científicos llegaron, en consecuencia, a la conclusión de que hay algunas cosas que no podemos conocer acerca de nuestro universo físico. Dios juega a los dados con el universo, según el temor que inquietaba a Albert Einstein.
Asombrado mira el mundo cómo la ciencia decodifica la cadena de la vida en las antes insondables profundidades de los genes. La humanidad ha entrado en el tiempo de los dioses: “Serán como Dios, conocedores del bien y el mal”. La comunicación ha eliminado el espacio y el tiempo tradicionales y ha creado realidades virtuales alterando la percepción humana. El mundo entró en el tiempo de la imaginación y la amenaza.