Recorrido por un país extraño

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Por Fernando Hidalgo Nistri ///

Fotografía: Christopher Hirtz ///

Muy acostumbrados estamos a ver los paisajes que actualmente nos rodean: los bosques de eucaliptos, los verdes prados de Machachi, los arrozales de Daule, las bananeras o esa novedad que son los cientos de invernaderos de las florícolas. Lo bien interiorizado que tenemos todo esto dificulta que concibamos que el país haya podido ofrecer un aspecto radicalmente distinto al actual. En muchos casos, ni siquiera en zonas donde el entorno ha sido más recientemente alterado existe la conciencia del cambio producido. No se diga si hablamos de sitios que fueron intervenidos hace 300 o 400 años. En fin, la memoria es frágil y el tiempo hace estragos.

Si a través de una máquina del tiempo fuéramos capaces de transportarnos a los lejanos tiempos de la conquista, sin duda quedaríamos muy perplejos ante aquello que veríamos. Con toda seguridad, lo que nos vendría a la mente es que hubiéramos aterrizado en un país extraño. A través de este artículo queremos invitar al lector a visitar un Ecuador sorprendente y que ya no existe. Retrotraerle a unos tiempos, muchas veces no tan lejanos, en que los paisajes que ahora le resultan familiares no existían ni por asomo. Pero, de paso, también es un pretexto para provocar una reflexión crítica sobre las grandes transformaciones medioambientales que se han producido y siguen produciéndose en el país. Si las cosas siguen así, poco tiempo nos resta para ser expulsados por mala conducta del selecto club de los doce países más megadiversos del planeta.

Se levanta el telón.

Empecemos la excursión dando un vistazo al tercio sur de la hoya del Guayllabamba y a la meseta sobre la que se halla emplazada la ciudad de Quito. Si bien las crónicas y las relaciones geográficas del siglo XVI son escasas, no es menos cierto que aportan suficiente información para hacernos una idea del aspecto que tuvieron estos valles hace ya casi 500 años. Sin duda, el elemento más significativo del paisaje fue la existencia de una gran selva que poseía una alta biodiversidad. Ahí proliferaban especies tan típicas como: pumamaquis, alisos, quishuares, tarqui, sacha colcas, podocarpus y, desde luego, una amplia variedad de orquídeas. Según el lugar exacto, las fuentes de la época se refirieron a este bosque como “monte de Panzaleo” (actualmente la zona de Machachi) y ”monte de Uyumbicho”. Los últimos restos de estas florestas son los relictos del bosque protector del Pasochoa. Aunque no nos atrevemos a afirmarlo con rotundidad, es probable que este ecosistema también haya sido la patria de la palma de Quito (Parajubaea cocoides).

Pero también la fauna de la zona tiene su interés. Hasta bien entrado el siglo XVI, estos lugares eran el hábitat de numerosas especies de animales que hoy ya solo pueden encontrarse en sitios recónditos y alejados de los grandes centros poblados. Tan salvajes eran los valles de sur de la hoya que un viajero que iba de Quito a Machachi fácilmente podía encontrarse con pumas, venados, cervicabras y hasta uno que otro oso de anteojos.

No menos espectaculares debieron ser los bosques de Los Chillos, Puembo y Cumbayá. En la Relación de Diego Rodríguez Docampo (1650 aprox.) se señala expresamente la presencia de “montes de donde se saca mucha madera, vigas, cuartones, tijeras, tablas, umbrales, cumbreras… y mucha leña”. Uno de los rasgos más notables de la flora de estos valles fue la abundancia de árboles de guabas. Es muy común ver en las actas del Cabildo apuntes que mencionan al “Pueblo de las Guabas” o que dan a entender lo prolífica que ahí fue esta singular fabácea. Por increíble que pueda parecer, incluso el Ilaló, que divide los valles de Tumbaco y de Los Chillos, albergaba una densa cubierta forestal. De hecho, todavía en la década de 1930 se explotaban sus ya menguados bosques sobre todo para hacer carbón. El resultado de esta tala masiva que sufrió el volcán se deja ver claramente en los intensos procesos erosivos que afectan a sus laderas.

En lo que se refiere a las faldas interiores de las cordilleras Oriental y Occidental, también estaban completamente cubiertas de bosques andinos. Un cronista de 1573 hacía la siguiente descripción: “Las dos cordilleras es montaña brava donde hay grandes árboles silvestres e infructuosos”. Estas selvas lograron resistir mejor las biocenosis producidas por la expansión de la frontera agrícola-ganadera. Hay evidencias muy fiables que demuestran cómo hasta bien entrado el siglo XIX muchos puntos permanecían poco intervenidos. Buena prueba de esto es el testimonio de los viajeros que se dirigían al Oriente. Osculati o Wiener certificaron con mucho lujo de detalles la presencia de este bosque andino.

Otro sitio que debió resultar llamativo y bello es la meseta de Quito. Pero aquí lo que imprimió personalidad al paisaje no fue tanto su flora sino las dos lagunas que se extendían a lo largo de la planicie de Iñaquito. Estos grandes depósitos lacustres, fruto de un antiguo glaciar del Pichincha que los alimentaba, fueron uno solo y debieron ocupar la casi totalidad de la planicie, desde el parque El Ejido hasta Cotocollao. En sus buenos tiempos, esto es inmediatamente después de la última glaciación, el lago debió de tener unos 10 km de largo y 2 km de ancho. Para hacernos una idea de su magnitud hay que tener presente que las medidas de San Pablo son: 3,5 km de largo por 2,3 de ancho. Hacia el siglo XVI la laguna había mermado mucho por efecto de la acumulación de sedimentos. En realidad, cuando llegaron los primeros conquistadores españoles, ya solo alcanzaron a ver un tercio del área primitiva. El colapso de la única laguna que permaneció más tiempo se produjo en torno a la década de 1920.

Ahora bien, si este reservorio de agua fue espectacular, no lo fue menos la fauna que poblaba su entorno inmediato. La relación de la ciudad y provincia de Quito escrita por el Lcdo. Salazar de Villasante en 1570-1571 pinta el siguiente cuadro: “Junto a esta ciudad de Quito están dos lagunas de agua dulce, cada una tendrá como circuito de esta villa… se crían dentro junquillos; a ellas acuden patos bravos, garzas…”. Según este documento era fácil ver pastar tranquilamente manadas de venados. Tal era su cantidad que los cazadores solían despreciar la caza menor prefiriendo la mayor. “Hay poca gente que caza [patos] que como hay tanto venado, más van a la caza grande… están a un cuarto de legua de Quito y a aquellas lagunas van a beber”. De todas maneras, sospechamos que Salazar se quedaba corto en sus descripciones. Probablemente fue un olvido suyo no hacer mención de los cóndores que desde siempre han planeado sobre el Pichincha. Este detalle, sin embargo, no se le pasó al geólogo H. E. Anthony, quien en pleno siglo XX (1939) informó de la presencia de una colonia de “grandes cóndores que describían majestuosos círculos en los altos peñascos del Ruco Pichincha”. ¡Qué tiempos aquellos!

Prosigamos este viaje de la memoria y recalemos en la actual provincia del Carchi. De sus ecosistemas originales sabemos más debido a que fueron de los últimos en desaparecer. Prueba de ello es que en el entresiglo (XIX-XX) había zonas completamente vírgenes, de modo que no era raro ver bosques andinos en las cercanías de poblaciones tales como El Ángel, San Gabriel, Huaca, Tuza o el nudo de Boliche. No hablemos de sitios más alejados como el monte Mirador, situado en la cordillera Oriental. Todo él era una gran masa selvática. Según relataban los viajeros que se dirigían hacia Quito, estos tenían que atravesar por florestas densas y casi impenetrables. Durante mucho tiempo la principal actividad económica de la zona fue la explotación forestal y, de hecho, el Gobierno vendía licencias para tales efectos. Estos bosques no solo contenían especies como las que enumeramos anteriormente sino que también era posible encontrar árboles de quina. Caldas, quien visitó la zona en 1801, registró numerosas manchas de este cotizado febrífugo. La fauna de la zona fue asimismo muy rica y variada. El explorador italiano Enrico Festa encontró, en el año de 1896, venados, soches, guatusas, osos, tapires y una enorme variedad de aves.

Un caso que también es digno de reseñar lo constituye la actual provincia de Bolívar. Todo parece indicar que en el siglo XVI la casi totalidad de la provincia fue un inmenso bosque. La información que tenemos a mano, sin embargo, solo nos permite describir los ecosistemas de la cuenca media y baja del río Chimbo, que permanecieron vírgenes hasta muy tarde. Circunscripciones tales como la actual Magdalena o San Pablo de Atenas fueron una especie de islas situadas en medio de un gran mar de selvas. Este último pueblo, que fue fundado en 1874 gracias a la iniciativa de Juan Pio Mora, se erigió en un paraje “en medio de bosques de arrayanes”. El religioso, al mando de un pelotón de campesinos sin tierras, desmontó el bosque y lo transformó en un rosario de pequeñas propiedades agrícolas. Este ecosistema se desplegaba hacia el sur de la cuenca hasta que finalmente terminaba confundiéndose con la selva tropical húmeda de la cuenca del Guayas. El botánico Luis Sodiro, que exploró estos parajes, describió el camino desde San Pablo a Chillanes de este modo. El territorio “estaba cubierto por elevados ramos de árboles colosales que tendiéndose y cruzándose variamente entre sí, van formando como una vasta galería, fresca y suavemente opaca, en que el sol no penetra sino como furtivamente entre rama y rama…”. Este paisaje ahora ha desaparecido casi totalmente. La provincia de Bolívar es actualmente una de las más deforestadas de la región serrana.

La región del Litoral es otra zona que albergó grandes bosques tropicales, los mismos que se extendían desde Esmeraldas hasta la frontera con el Perú. Las únicas excepciones fueron la punta de Santa Elena y la cuenca baja del Guayas. Hasta Balzar y Babahoyo, lo que predominaba eran sabanas salpicadas de rodales de bosques caducifolios. Especialmente célebres fueron las selvas de Bulubulu, que durante mucho tiempo proveyeron al astillero de Guayaquil de Palos de María, un tipo de árbol muy solicitado por su utilidad para las arboladuras de los buques de vela. Muy cerca de ahí, en Naranjal, Balao y buena parte de la provincia de El Oro, la selva tropical estaba muy presente. Es interesante destacar cómo en el mapa de la provincia de Quito de Maldonado se imprimió sobre estas comarcas el rótulo “selvas incultas y hasta hoy poco conocidas”. Las cordilleras de Chongón y Colonche estaban asimismo en estado selvático. Pero ¡cómo son las cosas de inexplicables! Por extraño que parezca, la antigua catedral de Guayaquil, que fue demolida en la década de 1920, fue construida con madera de pino californiano. Algo parecido ocurrió con los durmientes del ferrocarril, que también se importaron de Norteamérica.

Un punto y aparte merece la riqueza zoológica del Litoral. Las descripciones de viajeros y cronistas evidencian claramente cómo la región debió ser en su tiempo un punto caliente de la megadiversidad. No vamos a fatigar al lector enumerándole la enorme variedad faunística de la región, así que quedémonos únicamente con lo más representativo. Empecemos con Julián Mellet, un viajero que visitó el país a comienzos del siglo XIX. Según su relato, “los bosques [de Guayaquil] están llenos de tigres, leones, ciervos, grandes monos de dos y tres colores diferentes y de gran número de aves especiales del país, entre las cuales se distinguen los papagallos por la diversidad de plumajes”. Otros documentos, por su parte, dieron cuenta de cómo el gran número de monos y ardillas era una auténtica pesadilla para los agricultores de la época. Con su voracidad, eran capaces de arrasar plantaciones enteras de cacao.

La vida salvaje de los ríos y esteros eso sí que ya era un capítulo aparte. Absolutamente todos los viajeros destacaron lo infestados que estaban de caimanes y cocodrilos. Kolberg, en su libro sobre el Ecuador, señaló que “el Guayas debía ser el río más rico del mundo en cocodrilos”. Algo parecido había dicho 300 años atrás un cronista viajero que visitó la zona: el italiano Benzoni. Tal era la cantidad de estos reptiles que el Ecuador se convirtió durante un tiempo en uno de los grandes exportadores de cueros de este reptil. Solo para hacernos una idea, en el año de 1934 se exportaron ¡nada más y nada menos que un total 46 639 pieles! Téngase presente que ese comercio ya se practicaba desde hacía muchas décadas atrás. Igualmente interesante resulta dar cuenta de la cantidad de venados que pululaban por las sabanas y rodales de la cuenca baja del Guayas. Antes de que hubiera sido roturada y transformada en terreno de cultivo, a menos de 5 km de distancia de Guayaquil ya se encontraban los primeros ejemplares.

Todos estos ecosistemas colapsaron a raíz de la expansión de la frontera agrícola y sobre todo con la práctica de los cultivos extensivos. Sin lugar a dudas la región serrana fue la primera en recibir el impacto de las biocenosis debido a que durante unos 350 años ahí se concentró la mayor parte de la población. La presencia de la institución de la hacienda y de los dos millones de cabezas de ovejas que se calcula que llegaron a pastar en los páramos fue el principal factor de alteración ecológica. Pero la deforestación masiva de la región también se debió a la creciente demanda de maderas. Hacia mediados del siglo XIX, ciudades como Quito o Cuenca ya tenían grandes dificultades para abastecerse. De hecho, esta fue una de las razones que impulsaron a García Moreno a aclimatar el eucalipto.

En el Litoral las cosas fueron de otra manera: las biocenosis fueron muy tardías. En realidad, la alteración masiva de los ecosistemas data de comienzos del siglo XX. Hasta fines de la década de 1890 el avance de la frontera agrícola en la costa todavía estaba en mínimos. Balzar, Quevedo o El Empalme eran zonas en las que el bosque no había desaparecido. Los desmontes para las plantaciones de cacao fueron, en términos comparativos, muy pequeños. El origen de las roturaciones a gran escala fue la aparición de la hacienda cañera y de la ganadería. Si aquí fue tardía la destrucción de la selva, más aun lo fue en el tercio norte del Litoral. En Santo Domingo o en la provincia de Esmeraldas el avance explosivo de la frontera agrícola apenas data de la década de 1960. Esto solo fue posible gracias al desarrollo económico que experimentó la zona, fruto, en buena medida, de la apertura de carreteras modernas. Los ejes Santo Domingo-Quinindé-Esmeraldas y Santo Domingo-El Carmen-Chone fueron claves. Hay que tomar en cuenta que todavía en la década de 1950 no había una sola carretera de primer orden que comunicara directamente la Sierra centro norte con cualquiera de estos sitios. Hasta 1963 la única vía de penetración a Santo Domingo fue la vieja “vía Chiriboga”, un camino de tercer orden.

 

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